RELIGIOSIDAD INDIGENA
EN MESOAMERICA
P. Eleazar López Hernández
Centro Nacional de Ayuda a Misiones Indígenas. 1998.
LA HERENCIA DE LOS 500 AÑOS
A la llegada de los europeos al continente Anáhuac, Tahuantinsuyo o Abiayala, llamado ahora “América”, las posibilidades de encuentro del mundo europeo cristiano con el mundo indígena “pagano” eran bastante propicias. No sólo porque nuestros pueblos anhelaban profundamente el retorno de Quetzalcóatl sino porque habían elaborado esquemas culturales y religiosos que permitían la interrelación en todos los aspectos, incluido el religioso, entre pueblos diferentes. Había, en nuestros abuelos la conciencia de que existían muchas modalidades de entender la vida y de entender a Dios, que podían sumarse en conjuntos polisintéticos. El Dios cristiano podía sentarse, sin ningún problema, en el petate de nuestros pueblos. Porque era perfectamente compatible con nuestras creencias ancestrales. Así lo plantearon nuestros teólogos a los misioneros en el famoso “Diálogo de los Doce” (1524). Sin embargo, de parte de los europeos no había la misma actitud dialogante. El haber ganado la guerra les daba la certeza de que su dios era el único Dios verdadero. Y en consecuencia el Dios indígena debía ser aniquilado. Eso fue lo que plantearon al término del supuesto Diálogo: “ Os es muy necesario despreciar y aborrecer, desechar y escupir todos estos que agora tenéis por Dioses y adoráis, porque a la verdad no son Dioses, sino engañadores y burladores...” (Colloquios, cap. V, 29)
Hubo en las comunidades indígenas quienes interiorizaron las consecuencias de la evangelización intolerante. Y aceptaron enterrar para siempre sus antiguas creencias, con tal de sobrevivir a la hecatombe de la conquista. Su argumento fue pragmático: “Que no muramos, que no perezcamos, aunque nuestros dioses hayan muerto” (Ibid. 924). Actualmente hay hermanos que así entienden su conversión al evangelio y su pertenencia a la Iglesia. Ya no quieren saber nada del mundo religioso indígena, pues su opción vital es la aceptación de los esquemas de la sociedad envolvente.
Sin embargo la mayoría de nuestros antepasados no comprendieron el razonamiento de la intolerancia y jamás lo tomaron en serio. Simplemente ajustaron en adelante su vivencia religiosa a los márgenes de acción que les permitió la sociedad colonial y su situación de vencidos. Y siguieron adelante con la vida haciendo elaboraciones y reelaboraciones de práctica y de sus esquemas de comprensión de Dios y de la vida. Es lo que dio por resultado lo que ahora llamamos Religiosidad popular indígena y Teología india, en sus múltiples manifestaciones.
Lucha de dioses
Frente a la intolerancia misionera, que negó el carácter divino a lo que nuestros abuelos llamaban Dios o Dioses, hubo de parte indígena algunas reacciones igualmente intolerantes. Si los advenedizos afirmaban que el Dios indígena no era Dios, sino Satanás que nos había engañado presentándose en forma divina; los nuestros, con la misma tozudez, replicaron que, en vista de las obras de los españoles, en realidad su dios era el Oro, al que rendían pleitesía absoluta y por el que habían dejado todo y pasaban penalidales para buscarlo en nuestras tierras. Ese Dios Oro los había enloquecido haciéndoles capaces de los peores crímenes con tal de obtenerlo. Por lo que los líderes indios empezaron a recomendar a la gente que entregaran a los españoles todo el oro que hubiera, a ver si con eso se aplacaban.
Uno de los discípulos de Bernardino de Sahagún, del Seminario Indígena de la Santa Cruz de Tlatelolco, después de comprobar, por experiencia propia, la cerrazón de la sociedad colonial, renunció al seminario, retornó a su pueblo y se alzó como líder religioso contestario de la cristiandad. Retomó su nombre indígena de Ometochtli Chichimecatecuhtli (Dos Conejo, Señor de los Chichimecas) e incitó a su pueblo a la rebelión diciéndole que los españoles eran en verdad enviados del demonio y que no había que creerles. El Dios indígena de los antepasados era el único Dios verdadero que vendría a salvarlos de estas manos criminales. Evidentemente la reacción colonial contra él fue muy severa. La Inquisición se hizo cargo de perseguirlo y de apresarlo. Después de un juicio sumario lo ejecutaron de manera ejemplar ante las comunidades para que nadie más osara rebelarse.
Sin embargo hubo más levantamientos indígenas, en épocas posteriores, que se aglutinaron en torno a planteamientos mesiánicos o milenaristas, parecidos a los de Ometochtli Chichimecatecuhtli. Con esquemas autóctonos, o incluso con símbolos cristianos indigenizados, como la Virgen, invocaban el retorno a la religión propia para rescatar la libertad perdida y restaurar el orden roto por los blancos.
Estos movimientos motivados por la desesperanza se situaban en la perspectiva de una lucha a muerte entre los dioses, en la que: o salía vencedor el Dios cristiano con la muerte del Dios indígena o salía triunfante el Dios indígena con la muerte del Dios cristiano. Y claro el saldo final fue terriblemente desventajoso para nuestros pueblos. Tales rebeliones dieron pié a represiones violentas de parte de la institución, que acabaron prácticamente con toda la élite pensante y dirigente de las comunidades. “Dios que ha comenzado vuestra ruina, la llevará a término, entonces del todo pereceréis” (Ibid. 1145) fue la conclusión, de parte eclesiástica, en el “Diálogo de los Doce”. Y eso casi se cumplió al pié de la letra.
Pero esta destrucción del mundo religioso indígena, al principio de la primera evangelización, tuvo también para la Iglesia consecuencias desastrosas, ya que ella perdió entonces la posibilidad de inculturarse en el medio indígena. Las grandes utopías eclesiásticas de “Iglesias Indianas”, con clero nativo y estructuras indígenas propias no sólo fueron abandonadas muy pronto, sino que los teólogos y dirigentes de la Iglesia cerraron las puertas para implementarlas en el futuro. Los primeros concilios mexicano y limense (1555, 1575, 1585) prohibieron la ordenación de indios, negros y mestizos hasta la cuarta generación. Básicamente porque se dudaba de la autenticidad de la adhesión indígena a la fe cristiana.
Con la implantación férrea de las estructuras eclesiásticas en el Nuevo Mundo la Iglesia dejó de ser misionera y sus esquemas de pensamiento y acción se hicieron aún más incapaces de dialogar con las religiones indígenas. Sin embargo, la intolerancia, en su expresión más burda, fue abandonada por ambos bandos y se buscaron formas abiertas o clandestinas de convivencia pacífica de las dos realidades religiosas que, en adelante, conformaron el alma de este continente. Algunos ministros de la Iglesia y, sobre todo, muchos miembros de los pueblos iniciaron silenciosamente procesos variados de relación, integración, apropiación, síncresis o síntesis de todos los componentes de la fuerza espiritual de nuestros pueblos, hayan venido de donde hayan venido. Lo cual dio como resultado una amplia gama de prácticas religiosas y de teologías que las acompañan. Es el rico fenómeno tanto de la Teología India como de la Religiosidad Popular o Religión del pueblo, que tuvieron origen en este período.
Recientemente, en el contexto actual del resurgimiento del mundo indígena, vuelve a aparecer en el escenario actitudes intolerantes tanto al interior de la Iglesia como en sectores indígenas críticos de la Iglesia. Ellos plantean que no se puede ser auténticamente indígena y a la vez cristiano. Son realidades intrínsecamente opuestas. Por tanto hay que optar y ser consecuentes con la opción que se tome. Quien decide optar por ser cristiano debe abandonar su fe indígena o purificarla de tal manera que sólo asuma aquello que es plenamente compatible con el Cristianismo, de modo que prevalezca al final la verdad revelada de la que la Iglesia se considera fiel guardiana. En la contraparte indígena se afirma que quien decide ser auténticamente indígena debe liberarse de las iglesias y retornar a las formas originarias de la fe de nuestros pueblos. Lo que implicaría reivindicar ante la sociedad y ante las iglesias el derecho de ejercer libremente la religión propia.
De modo que el tema sigue siendo causa de muchas discusiones al interior de las comunidades indígenas y en la Iglesia. Y la apelación a la no compatibilidad de la fe cristiana con la fe indígena ha desgajado hoy a la teología india en dos grandes vertientes: la Teología India-India, es decir, la que se hace sin intervención del elemento cristiano, - algunos la llaman Teologías Originarias o puramente indígenas- y la Teología India -Cristiana, que se hace en el contexto de diálogo entre lo indígena y lo cristiano. A veces los representantes de estas dos vertientes tenemos dificultad en sentarnos a la misma mesa; pues los radicales nos tildan a los cristianos como traidores a nuestras raíces o como colaboracionistas con el enemigo.
A pesar de ello, retomando la experiencia de los evangelizadores visionarios de la primera evangelización, sectores importantes del pueblo indígena nos hemos puesto a rescatar o innovar esquemas teológicos que permitan la coexistencia pacífica de ambas formas religiosas y teológicas y, en lo posible, pongan bases para la elaboración de síntesis teológicas que enriquezcan a todos. Es lo que está haciendo brotar la gama pluriforme de religiosidad indígena y de teologías indias de nuestros días en el interior de las iglesias.
Yuxtaposición religiosa
En consonancia con la experiencia histórica en la que nuestros pueblos habían ido avanzando por acumulación de conquistas materiales y espirituales, mediante métodos de suma y no de resta, la mayoría de ellos entendieron, desde la primera evangelización, que su inclusión en la Cristiandad no debía reducirse a la aceptación mimética de la vivencia cristiana española, sino que debía incluir la posibilidad de incorporar consciente y críticamente en sus vidas las cosas nuevas de esa sociedad foránea. Y fue lo que hicieron.
En cuanto a lo religioso y teológico actuaron exactamente como lo hicieron sus antepasados al ir avanzando en la historia. Así como junto a las expresiones más antiguas del mundo nomádico fueron poniendo las formas más nuevas de entender y vivir la experiencia de Dios venidas de la etapa agrícola y urbana, al Dios cristiano lo sentaron inmediatamente en el petate de la fe del pueblo, al lado de Huehuetéotl, Ometéotl, Zintéotl, Quetzalcóatl, Tezcatlipoca, Huitzilopochtli.
Para los indígenas este proceder no implicaba ningún problema. Parece que al principo tampoco los conquistadores y misioneros se percataron de las implicaciones teológicas de su actuar misionero, que propició la yuxtaposición religiosa. Al ver los españoles a los indios tan respetuosos en los actos de culto cristiano y escuchar que a todo decían que sí, creyeron que esta aceptación de la fe cristiana conllevaba el abandono de las creencias antiguas. Por eso junto a los templos indígenas construyeron templos cristianos. Y aceptaron que junto a la práctica oficial del culto la gente siguiera haciendo manifestaciones religiosas propias.
Pero lo que nuestra gente estaba llevando a cabo era abrir espacios para la suma de las dos corrientes de espiritualidad que en ese momento componían su vida. Convertidos al cristianismo ellos sentían el deber de cumplir con la nueva fe traída del exterior, pero igualmente sentían la necesidad de mantenerse fieles a las creencias antiguas. No fueron convencidos de tener que abandonarlas, porque jamás aceptaron la argumentación misionera de que no era a Dios sino al Diablo a quien veneraban sus antepasados. Para ellos era el mismo Dios sólo que en formas y modalidades diferentes. Y la mejor manera de expresar esta convicción era el método de la yuxtaposición o acumulación de símbolos religiosos.
Hasta nuestros días este ha sido uno de los métodos más utilizados por el pueblo en la vivencia de su fe. Porque mantiene tanto las formas religiosas estrictamente cristianas como las formas que vienen de la época prehispánica: Ellos van a la Iglesia y rezan a Cristo y a los santos; pero con la misma devoción van a los cerros, cuevas, manantiales o sitios sagrados propios para implorar el auxilio del Dueño de la vida que está en cada uno de esos lugares. En la práctica los pueblos indígenas de hoy vivimos no sólo una doble economía, sino una doble cultura y una doble religión o religiosidad.
Cuando las condiciones son favorables porque no existe oposición expresa de los dirigentes de la Iglesia, esta birreligiosidad se expresa abiertamente. Y, donde el control eclesiástico es excesivo, su expresión pública es la religiosidad oficial aprobada, pero su expresión privada es la indígena propia.
La intolerancia eclesiástica frente a esta yuxtaposición de creencias surge de quienes la consideran infidelidad o apostasía a la fe cristiana. Pero a la población indígena no le convence esa argumentación. Por eso no deja de practicar la birreligiosidad. Y cuando no puede hacerlo abiertamente acude al mecanismo de la clandestinización de su vivencia indígena, lejos de las miradas inquisitoriales de los representantes de la Iglesia.
Sin embargo, hoy que las circunstancias históricas han cambiado y los pueblos indígenas convertidos al cristianismo cada vez estamos más decididos a mostrar públicamente la vivencia propia de fe es necesario replantearse en la Iglesia el debate sobre la legitimidad de este fenómeno de la birreligiosidad. ¿Se puede ser, a nivel religioso, perfectamente cristiano sin dejar de ser indio? El pueblo sencillo ya ha respondido que sí; pero el Magisterio de la Iglesia no ha dicho nada al respecto.
Mientras tanto quienes por origen somos indígenas y por ministerio somos agentes de pastoral quedamos atrapados enmedio de esta contradicción y tenemos un conflicto no resuelto totalmente en nuestro corazón. Por un lado, en lo más profundo, nos sentimos jalados por la fidelidad a nuestras raíces ancestrales, con las que nos identificamos visceralmente, y, por otro lado, la responsabilidad pastoral recibida de la Iglesia nos hace recelar de todas las expresiones religiosas de nuestro pueblo, porque en la formación seminarística nos han introyectado una cierta aversión o repugnancia hacia estas formas consideradas impuras o imperfectas. Vivimos, por tanto, una especie de esquizofrenia por un doble amor que no acabamos de reconciliar en nuestro interior.
A medida que va habiendo nuevos planteamientos de apertura en la Iglesia nos vamos convenciendo de que es posible la reconciliación de nuestro interior religioso, mediante procesos nuevos de terapia espiritual y de diálogo interreligioso. Por eso en Santo Domingo dijimos, en voz de José Manuel Cachimuel, indígena otavaleño de Ecuador, que lo único que pedíamos a nuestros obispos es que nos reconozcan el derecho de ser cristianos sin dejar de ser indígenas y que abramos caminos para la concreción de este anhelo.
La respuesta episcopal, que se encuentra en el documento final de Santo Domingo, da posibilidades en la línea de la inculturación del Evangelio y de “profundizar el diálogo con las religiones no cristianas presentes en el continente particularmente las indígenas y afroamericanas, durante mucho tiempo ignoradas y marginadas” (SD 137.138). Evidentemente en el caso de quienes somos puente entre el mundo indígena y la Iglesia, el diálogo se tiene que dar en el interior de nosotros mismos. Lo cual no es sencillo. Pero hay que lanzarnos a hacerlo. Los principios están señalados aunque falta un largo camino por recorrer, como Iglesia, en este sentido.
Sobreposición religiosa
Otra modalidad en la relación entre las dos corrientes de espiritualidad, que bullen en nosotros, ha sido el camino de la sobreposición. Los mismos misioneros de antaño la promovieron mucho: más que arrasar y derribar los templos y las manifestaciones indígenas religiosas, lo que hicieron los misioneros fue bautizarlos poniendo encima o en primer lugar alguna expresión marcadamente cristiana (un nuevo templo, una cruz o algún santo). De modo que lo que ahí se realizara en adelante ya no estuviera dirigido a la divinidad indígena, sino al Dios cristiano.
Los pueblos indígenas muy pronto aprendieron la lección y asumieron esta metodología con bastante beneplácito. Ya que les facilitó conservar sus antiguos santuarios y símbolos religiosos cubriéndolos de cristianismo. Bastaba con poner encima algo cristiano para que dejaran de ser considerados paganos. Por eso en la construcción de los templos cristianos participaron activamente nuestros abuelos para plasmar en ellos su pensamiento religioso o para enterrar en sus altares y muros las imágenes de su religión indígena. De modo que al ir a los templos cristianos también se encontraban con expresiones de su religión anterior. Aprendieron que si primero dejaban que el representante de la Iglesia hiciera el acto oficial reconocido, ellos podían después tranquilamente hacer también lo suyo. Así surgió la nueva forma religiosa indígena protegida bajo la cubierta cristiana.
El procedimiento implicó un inteligente enmascaramiento o encubrimiento de lo propio con adiciones sobrepuestas venidas del cristianismo. Este enmascaramiento provino tanto del lado eclesiástico, al querer una cristianización rápida de los indígenas, como del lado indígena para mantener lo propio en el contexto colonial.
Dicho modo de proceder puede significar para los observadores ajenos al fenómeno actitudes de hipocresía, dolo o falsedad en la conversión indígena. Pero no es así. Fue, más bien, otra forma de clandestinación de una fe en Dios, que ellos consideraban compatible y que debían mantener pues no fueron convencidos de abandonarla para asumir las nuevas creencias que llegaron.
Pero el asunto suscita hoy muchas interrogantes, que habría que debatir con ánimo renovado. ¿Es sano que los indígenas actuemos permanentemente de esa manera: clandestinando, encubriendo y enmascarando nuestra intimidad religiosa? ¿Puede aceptarse como legítima expresión de fe cristiana actos y conductas que en la superficie siguen la lógica reconocida como cristiana, pero en lo profundo siguen la lógica indígena?
La metodología de sustitución
La yuxtaposición de símbolos cristianos encima de expresiones de la religión o religiosidad indígena poco a poco fue llevando a la sustitución de unos símbolos por otros. Ante la convicción de que no hay oposición intrínseca entre la fe cristiana y la fe indígena, lo mismo daba que el símbolo fuera tomado de un lado o de otro. Y como lo indígena era cuestionado por los misioneros, lo mejor era adoptar el símbolo español. Y así lo hicieron nuestros abuelos y abuelas. Los santos y sobre todo la Virgen fueron los símbolos más socorridos. Ellos y ella empezaron a ocupar el lugar que tenían antes las manifestaciones indígenas de Dios ligado a la tierra, a la lluvia, a la fecundidad, a la solución de problemas específicos de la vida. Lo que antes pedían o hacían delante de la divinidad indígena ahora lo piden o hacen delante del Dios cristiano o sus intermediarios.
Por este mecanismo la mayoría de los santos patronos de los pueblos ocuparon y juegan hasta el día de hoy el lugar de los antiguos tótems tribales o de las advocaciones divinas que identificaban a cada grupo humano. San Isidro Labrador, por ejemplo, es ahora la nueva expresión de Tlaloc, Cosijo, Chac, o el nombre del Dios que antes vinculaban a la lluvia; la Virgen sustituye ahora a la Madre Tierra, en su capacidad de dar vida o de amparar y acoger a todos.
Esta técnica de sustitución inauguró un tipo de inculturación indígena de la fe cristiana y de cristianización de la religión indígena, que no implicaba más cambios que poner en vez del símbolo indígena, un símbolo cristiano equivalente o parecido. Todo lo demás seguía exactamente igual que antes. Es lo que dio como resultado un cristianismo indigenizado, es decir, vivido en moldes indígenas, y una religión indígena cristianizada, esto es, dentro de esquemas cristianos. El acento mayor en un lado o en otro dependía de las características del protagonismo que se tuvo en concreto para cada proceso inculturizador.
No cabe duda que este forma de actuar, que permitió participar en la cristiandad y mantener lo propio bajo la cubierta cristiana, hoy suscita controversias cuando se quiere hacer abiertamente. Pero no habría que rehuir a la discusión sobre ella.
Procesos de síntesis teológica
Si, para nuestros pueblos, la sintonía entre lo cristiano y lo indígena era tan grande que permitía hacer yuxtaposición, sobreposición y sustitución de contenidos, también podía dar origen a síntesis novedosas de ambos aportes. Es lo que intentaron, casi desde el principio, connotados representantes de la Iglesia y de las comunidades indígenas convertidos al Cristianismo.
El primer intento serio y estructurado en este camino se hizo en el Seminario Indígena de la Santa Cruz de Tlatelolco en México (1535-1575), cuyo fruto más refinado es el primer texto de Teología India conocido como Nican Mopohua o relato de las apariciones de la Virgen de Guadalupe. En él a partir de un símbolo cristiano, que ya había pasado por la inculturación española-morisca, se recrean las creencias indígenas mostrando su perfecta armonía con los contenidos fundamentales del Evangelio de Cristo. En la Virgen Morena del Tepeyac se reconcilian maravillosamente los dos mundos religiosos que la conquista había contrapuesto. Lo cual se hizo cuando fue posible plantear y asumir una utopía social nueva donde el indio es el protagonista; y el conquistador se suma al proyecto del indio.
Como el Nican Mopohua, por todos los rincones del Continente se produjeron síntesis teológicas hechas con la misma metodología guadalupana. La Virgen María fue el principal recurso de este procedimiento. La Aparecida en Brasil, Caacupé en Paraguay, Copacabana en Bolivia, etc. Por eso se puede afirmar que la evangelización del subcontinente latinoamericano fue más mariana que cristológica.
Estas síntesis circularon en primer término en el ámbito de la llamada “Religiosidad Popular” tanto indígena como mestiza. Pero con el tiempo y, sobre todo, con el peso mayoritario que fueron teniendo la RP en la vivencia de la fe cristiana entre los pobres, poco a poco se fueron incorporando también dentro de la oficialidad de la Iglesia. Sin embargo la percepción oficial que se tuvo de estas síntesis es que se trataba de una deficiente comprensión del mensaje cristiano. Se las aceptaba en cuanto que reflejaban algo del mundo cristiano; pero se las criticaba en cuanto que mostraban también parte del mundo indígena. Por eso había que purificarlas o elevarlas. A la Morenita del Tepeyac se la aceptaba en la Iglesia porque era la Virgen María, la Madre de Jesús; pero se hacía a un lado que también era Tonantzin, Nuestra Madre, la Madre de Huelnelli Téotl, Ipalnemohuani, Totecuyo, Tloque Nahuaque, es decir, de todos los nombres indígenas de Dios.
Durante mucho tiempo privó en la Iglesia esa mentalidad respecto a las inculturaciones indígenas del Evangelio. Por eso, cuando se descubrió que detrás de estas expresiones había un bagaje indígena muy grande, se las persiguió con campañas de desvirtuamiento de su contenido para mostrar que en ellas persistía la idolatría antigua. La religiosidad guadalupana sufrió estos embates en los momentos mismos en que se hacían los preparativos de la independencia de México (Cf. Discursos de Fr. Servando Teresa Mier y Terán en 1798).
En los últimos años ha habido otros acercamientos pastorales a esta realidad con nuevos instrumentos teológicos y de las ciencias, que han mostrado la grandeza de tales síntesis de fe precisamente por el fuerte aporte indígena que hay en ellas. Por eso se ha llegado a afirmar que la Virgen de Guadalupe es el rostro materno de Dios para nuestros pueblos (Doc. de Puebla) o que es el mejor ejemplo de inculturación del Evangelio (Cf. Doc. de Santo Domingo). Con lo cual estamos iniciando en la Iglesia una nueva práctica pastoral y misionera que encuentra eco inmediato en muchas iglesias particulares. Pero aún hace falta avanzar más por este sendero pero a nivel de hechos, no sólo de palabras.
La inculturación del Evangelio implica superar los esquemas colonialistas de evangelización para entrar de lleno a la implementación de actitudes permanentes de diálogo respetuoso con las culturas y expresiones religiosas de los pueblos indígenas. Para descubrir en ellas la riqueza humana y espiritual que han ido acumulando en siglos de búsqueda de vida y de Dios. Para servir pastoralmente a las Semillas del Verbo, que el Espíritu ha sembrado en ellas, y ayudarlas a llegar a su plena floración y fructificación.
EXPRESIONES RELIGIOSAS DE HOY
En las últimas décadas la población indígena de México ha pasado muy rápidamente de una resistencia pasiva a una resistencia muy activa; de una lucha solitaria o separada a una acción de conjunto y solidaria con otras fuerzas sociales y eclesiales; de reivindicaciones inmediatistas a objetivos de largo alcance; de acciones de protesta rebelde a planteamientos de propuestas aglutinadoras; de búsquedas étnicas exclusivistas a convocatorias globalizadoras e incluyentes. En fin que la voz y acción indígena empiezan a acuerpar a otras voces y a encabezar procesos amplios de transformación de la sociedad y de la Iglesia. Esto que es motivo de gozo para muchos, es, para otros causa de precupación y desconcierto.
En el interior de la Iglesia se han ido gestando cambios considerables: de actitudes de intolerancia y recelo se pasa a otras de valoración, respeto y diálogo intercultural e interreligioso, que preanuncian momentos mejores para la causa indígena. En esto han contribuido hermanos indígenas que ocupan cargos pastorales, obispos solidarios de la lucha india e incluso el mismo Santo Padre con sus discursos a representantes indígenas de todo el continente. La Iglesia se ido transformando, especialmente a nivel de documentos, de principal agresora de la interioridad religiosa de los indígenas en principal aliada para su recomposición en orden a enfrentar juntos los retos de la modernidad secularizante.
No cabe duda que estamos asistiendo a un momento histórico de suma trascendencia. Es en verdad un Kairós de gracia, que muestra el paso de Dios entre nosotros. Paso que traerá, si actuamos adecuadamente, una transformación substancial tanto de la sociedad como de los pueblos indígenas y de la misma Iglesia. Evidentemente que Esto no significa que todos los recelos y predisposiciones hayan sido superadas completamente. Muchos persisten e interfieren en el camino. Pero la actitud fundamental es ciertamente motivo de mucha esperanza.
CONCLUSION
Estamos presenciando, en México y en América latina, la irrupción de los pobres en la historia. Pobres que traen a cuestas ya no sólo todo el peso de su miseria, sino su ilusión por la vida que hay que engendrar para el futuro. Las comunidades indígenas se presentan trayendo en sus ayates o tilmas las flores del Tepeyac cultivadas en la oscuridad de la noche, en el hielo del invierno, entre piedras y espinas, para ofrendarlas a quienes abran su corazón y estén dispuestos a recibirlas.
Ya no es tiempo de vivir enmascarados o en la clandestinidad. Deseamos ser aceptados con nuestro rostro y corazón propios. Y ocupar en la Iglesia el lugar que nos corresponde como hombres y mujeres verdaderas, que son hijos de Dios y de esta tierra.
La irrupción actual de la religiosidad indígena y de las teologías indias, con su gama amplia de matices, es un llamado de vida para todos pero especialmente para la Iglesia, que encontrará, en la búsqueda indígena de Dios, razones para rejuvenecerse y para seguir luchando por el Reino de Dios, que también nuestros pueblos anhelan profundamente a través de sus mitos y utopías. Iglesia y pueblos indígenas podemos unir esfuerzos y energías espirituales, que vienen de muy antiguo, para volver a dinamizar la vida y encontrar salidas humanas y cristianas a la crisis que se abate sobre el mundo.
Poco a poco se han ido derrumbando los muros de intolerancia y de recelos tanto de parte indígena como de parte de la Iglesia. Hoy, a nivel de documentos y de algunas experiencias paradigmáticas, existen condiciones en la Iglesia para reconocer, como expresó recientemente un hermano de Paraguay, que los pueblos indígenas no somos el problema. Más bien somos, en gran medida, la solución. Dicho esto con humildad y con responsabilidad histórica.
La religiosidad indígena y las teologías indias de hoy tienen mucho que aportar a la Iglesia y a la humanidad. Y lo estamos haciendo gustosamente. Esperamos que la Iglesia reciba de la misma manera estos aportes. Pero también los pueblos indígenas tenemos mucho que aprender del caminar milenario de la Iglesia. Ojalá que podamos recibir esa herencia en un diálogo respetuoso. Quiera el Dios de todos los pueblos, que es el mismo Padre de Nuestro Señor Jesucristo, concedernos ver hecha realidad esta utopía, soñada por nuestros antepasados y que ahora vislumbramos desde lejos, como Moisés, desde el monte Nebo (Cf. Deuteronomio 34, 1-4), cuando miró la Tierra que mana leche y miel prometida a sus padres.