EL SABIO JESÚS DE NAZARET
PEDRO TRIGO S.J.
Teólogo, Director del Centro Gumilla
Tomado de SIC (Caracas, nº 626, Julio 2000)
Introducción
No es frecuente presentar a Jesús como un sabio. Seguramente porque ligamos a los sabios con los libros, la erudición, las universidades, los laboratorios... Y, sin embargo, lo fue. Para nosotros los cristianos fue más que sabio; pero mucho adelantaríamos si nos iniciáramos al menos en su sabiduría. Aunque ese camino es tan escondido que los sabios de su tiempo no dieron con él. Sin embargo, Dios se lo descubrió, a los que, por no haber tenido oportunidad de estudiar, eran despreciados por ellos (Lc 10,21).
En el evangelio Jesús mismo se compara con Salomón. La reina de Saba vino, dice, desde los confines del mundo a escuchar la sabiduría de Salomón, y aquí hay alguien que es más que Salomón (Lc 11,31). Por eso, concluye Jesús, que esos intelectuales que le piden que realice prodigios para probar que viene de Dios tienen mala fe: escuchan su sabiduría sin querer reconocer que viene de Dios (Lc 12,29).
¿En qué reconoceremos que Jesús fue un sabio? ¿Cuál es el contenido de su sabiduría? Para precisar el alcance de estas preguntas vamos a ambientarnos sobre el sentido de la sabiduría en Israel.
La sabiduría en el judaísmo tardío
Como los pueblos circunvecinos, también Israel cultivó la sabiduría en forma de proverbios en los que plasmaba lapidariamente el fruto de observaciones pacientes sobre la naturaleza y la vida humana. Era un modo de saber que nace de la experiencia reflexionada y decantada; era la unión feliz de un hallazgo lingüístico, un juego de ingenio, y una cala convincente en la realidad. Es el contenido del libro de los Proverbios. Pero la inmersión del pueblo de Dios en el seno de otros pueblos por quedar dentro de los imperios y por la diáspora de sucesivos destierros hizo indispensable cultivar otro tipo más complejo de sabiduría. El contacto con pueblos cultos y de tradiciones muy diversas a la propia, provoca inquietudes y preguntas que desafían la fe yavista. Estos sabios tratan de mostrar a sus correligionarios acomplejados o inquietos y, desde luego, pluriculturales que la ley y la profecía siguen siendo pertinentes; pero al glosarlas en otro formato, dan también a entender su insuficiencia. No se puede ser infiel a ellas; pero, si se las vive sin sabiduría, de poco aprovechan.
El aspecto más nuevo que debe ser incorporado es el de la individualidad, con sus exigencias de racionalidad y sentido; pero más radicalmente con la demanda de que sea tomado en cuenta ese yo que es sin duda miembro del pueblo de Dios, pero que es también en el seno de él un individuo consciente, libre y sobre todo singular; no aislado pero sí único.
Desde su perspectiva la sabiduría es revelación de Dios como la ley y la profecía. Su novedad estriba en que es un tipo de discurso completamente interiorizado, pero a la vez con pretensiones de universalidad. Tan interiorizado que se presenta corno reflexiones de un individuo; tan objetivado que se exponen para que cualquiera sopesándolas, pueda hacerlas suyas. No cualquiera puede componerlas porque la sabiduría es don de Dios, don personalizado y cultivado por la persona y por eso fruto también del talento y del estudio, pero en el fondo, don de Dios. Pero sí están al alcance de cualquiera que se disponga convenientemente porque, aunque la sabiduría es don del Dios de Israel, este Dios es el creador de todos los pueblos y el que da a cada ser humano la capacidad de conocer el camino de la vida. Ahí radica la pretensión de la sabiduría de Israel: que Dios a través de la ley y los profetas reveló a Israel el camino de la vida. De este modo, la sabiduría asume la ley y los profetas, pero no como heteronomía, sino como revelación de la realidad, que ordinariamente aparece velada por el extravío y por el pecado. Como el sabio y aquellos a quienes se dirige forman parte activa y responsable de esa realidad, su propuesta se dirige a hacerla justicia, que es lo mismo que hacerse justicia a sí mismos, es decir, la propone como invitación a ser sabios y no necios. De este modo la sabiduría se ofrece como oportunidad y a la vez como exigencia creativa de fidelidad a lo que Dios revela.
Estos libros de la sabiduría recogen las especulaciones de su tiempo sobre la constitución del mundo y el puesto del ser humano en él y sobre el sentido de la vida. Pero su tema más acuciante es el de la relación entre la fidelidad y la felicidad. El que vive con sabiduría, es decir, conforme a la ley de Dios asumida como revelación de la constitución genuina de la realidad, no raramente se topa con la desgracia. Es el tema del sufrimiento del inocente, más aún del ser humano cabal en sí y ante Dios. Con un tratamiento muy diverso, ese es el tema de fondo de Job y de la Sabiduría. En el primer caso es la desgracia; en el segundo, la persecución; en ambos queda planteado el problema de si merece la pena vivir con sabiduría, si no resulta mejor entregarse a satisfacer las pasiones y al ejercicio de la fuerza para lograr los deseos. En el fondo late el problema de dónde está el creador y Señor de la creación y de la historia.
Jesús propuso el reino sapiencialmente
Es verdad que Jesús se presenta corno el nuevo Moisés que entabla la nueva alianza y da la nueva ley. Pero también aparece como el sabio que revela los misterios del Reino, que propone y deja a sus oyentes que piensen y elaboren sus respuestas. Esta impronta sapiencial impregnará la nueva ley, que no servirá ya como código político y social de un pueblo étnico sino que consistirá en unas actitudes básicas que requerirán concreciones, aunque esas concreciones, indispensables, no formen ya parte de la nueva ley.
Dicho de otro modo, para Jesús, la ley y los profetas tendrán como contenido el reino de Dios y este reino se expondrá sapiencialmente. Aunque, como lo proclama en presencia del antirreino, Jesús correrá la suerte de los profetas y de los justos perseguidos por su fidelidad.
Hablaba con autoridad
La primera anotación del evangelio de Marcos es la admiración de la gente al captar que Jesús habla con autoridad (Mc 1,22). Esta admiración no habría que entenderla como mero asombro ante algo insólito. Es la reacción característica ante lo santo, ante la presencia de Dios. Pero a su vez hay que destacar que esa presencia de Dios no se da como poder desnudo, como irrupción de lo Totalmente Otro sino por sobreabundancia de verdad, de sentido, de realidad humana.
Por eso las palabras de Jesús no encandilan ni llevan a las personas a donde no quieren ir, sino, que por el contrarío, aclaran la inteligencia y estimulan la libertad para que tomen su decisión desde el fondo de su corazón. A Jesús le gusta retar a las personas, proponerles enigmas y paradojas para que salgan del ámbito de la mera opinión recibida y aceptada rutinariamente, para que no confundan el orden establecido con la realidad, para que se atrevan a decidir su vida desde sí mismos y no desde tradiciones sacralizadas. "Saben interpretar el tiempo atmosférico ¿cómo no se lanzan a interpretar el tiempo histórico? ¿Por qué no juzgan por ustedes mismos lo que conviene hacer?" (Lc 12, 56-57).
Los especialistas en la ley hablaban desde una sabiduría de escuela inaccesible para el pueblo. Sólo ellos tenían la llave de esas exégesis eruditas de los textos sagrados. Ese lenguaje técnico y ese modo de razonar por autoridades eran sus armas para dominar sobre el pueblo. Por eso la gente se alegró al advertir que Jesús hablaba de lo que todos estaban viviendo, de lo que les incumbía a todos, de lo que todos podían opinar, más aún de lo que cada uno tenía que tomar en sus manos, de lo que dependía que su vida fuera fecunda o un fracaso. La gente sentía que Jesús iba al fondo de los problemas y que llegaba al fondo de sus corazones. Intuyeron que el secreto de esa capacidad estribaba en que era un verdadero experto, no un especialista de escuela, sino un ser humano experimentado, que vivía a fondo y con acierto y que hablaba con el fondo del corazón.
Su autoridad era su peso humano, su verdad, su hombría de bien, su libertad, es decir, su santidad. Un peso que no aplastaba sino que daba consistencia a todo el que quisiera abrirse a su palabra convincente, sanadora, liberadora, recreadora. Daba consistencia dando lugar, suscitando respuesta. Su palabra era, como él decía, una semilla. La semilla sólo contiene vida; pero necesita una tierra que se abra a ella y la acoja con un corazón generoso e indiviso (Mc 4,3-9).
Por eso la gente no se cansaba de escucharlo, se pasaba con él días enteros (Mc 8,2), se apiñaba en la casa en donde entraba o en la sinagoga o en el templo, lo seguía de un sitio a otro, incluso a la orilla del lago (Mc 4,1) y en lugares despoblados (Mc 6,31-34). La gente disfrutaba escuchándolo (Mc 12,37). Una mujer no pudo contener su emoción y gritó interrumpiéndolo: "¡Dichoso el vientre que te parió y los pechos que te amamantaron!" (Lc 11,27). Si ella estaba tan feliz oyéndolo, qué felicidad la de su mamá que lo tuvo tantos años tan cerca. En el templo los jefes mandan a los guardias a poner preso a Jesús. Ellos lo encuentran rodeado de gente y se ponen también a escuchar. Al oírlo no tienen corazón para detenerlo. Cuando ven que vienen con las manos vacías, los jefes les reclaman y ellos sólo saben responder: "Nadie ha hablado como este hombre" (Jn 7,46).
Una sabiduría paradójica
Y, sin embargo, Jesús no halagaba a la gente. Claro está que les proponía la buena noticia del Reino de Dios que viene como gracia a renovarlo todo. Pero también les exponía abiertamente las exigencias del Reino. Por ejemplo, ellos piensan que los ricos lo son porque Dios los ha bendecido, y en contra de esa opinión Jesús les dice: no se puede servir a dos señores: no se puede servir a Dios y al dinero (Lc 16,13). Y de ahí saca esta conclusión: "Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que el que un rico entre en el reino de Dios" (Mc 10,25). Un día veía cómo echaban monedas en el arca del tesoro del templo. Muchos ricos echaban mucho. Una viuda pobre echó una monedita. Jesús dijo: ella ha echado más que todos, pues todos echan de lo que les sobra pero ella echó todo lo que tenía para vivir (Mc 12,41-44). También les dijo: "La vida no depende de los bienes". Les contó el caso de un rico que ante una cosecha copiosísima construyó unos graneros enormes y se dispuso a darse la gran vida, pero murió de repente sin poder disfrutar. Y concluyó: "Así le pasa al que se enriquece para sí y no es rico ante Dios". Y añadió a sus discípulos: No anden preocupados con qué comerán o con qué se vestirán, su Padre sabe que tienen necesidad de eso. Busquen su reino y lo demás se les dará por añadidura (Lc 12,15-31). Esa enseñanza chocaba de frente con todo lo que estaba en su ambiente cultural, dominado por el mercantilismo que había logrado establecer un ámbito comercial unificado de dimensiones "mundiales" en el que la riqueza privada podía ser superior a la de varios Estados, coactaba el poder político y era la máxima aspiración. También contradecía, como dijimos, a la opinión religiosa. Por eso, anota Lucas, que las personas más religiosas del judaísmo, "los fariseos, que amaban el dinero, al oír esto, se burlaban de él" (Lc 16,14).
La sabiduría de Jesús era tan paradójica que podía sonar a necedad: los jefes de las naciones las gobiernan como señores absolutos y los grandes oprimen con su poder. Ustedes ¡nada de eso! El que quiera ser grande entre ustedes sea su servidor y el que aspire a ser el primero, que se haga esclavo de todos (Mc 10,42-44). Un día que sus discípulos discutían sobre quién de ellos era el más importante, Jesús tomó a un niño, que en su cultura era un cero a la izquierda, lo puso en medio de ellos y les dijo: quien se haga pequeño como este niño, ése es el mayor en el reino de los cielos" (Mt 18,4) y "quien no reciba el reino de Dios como un niño no entrará en él" (Mc 10,15). Los evangelios recalcan la incomprensión y la inconformidad de los discípulos ante sentencias de este tipo que contradecían abiertamente su dirección vital.
La paradoja llega al colmo cuando Jesús sentencia: quien quiera salvar su vida la perderá. ¿De qué le sirve al ser humano ganar el mundo entero si arruina su vida? (Mc 8,35-36). Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo; pero si muere da mucho fruto. El que ama su vida, la pierde; el que desprecia su vida en este mundo, la guardará para la vida eterna (Jn 12,24-25).
Su vida validaba sus palabras
Ante sentencias tan brutales tenemos que preguntarnos qué vio la gente en el sabio Jesús de Nazaret que se sentía tan atraída por su palabra. La respuesta no es otra sino que era claro que él encarnaba lo que decía, y se le veía una persona sólida, cabal, dinámica, irradiando paz y vida, verdadero contento, honda felicidad. Era patente que carecía de bienes y que no estaba amparado por ninguna institución poderosa, que no tenía dónde reclinar la cabeza y que dormía en la casa que le abría la puerta. Y, sin embargo, no estaba angustiado sino que vivía con toda naturalidad en el presente, de cara al viento de la vida y a los encuentros. Era, pues, verdad que Dios y su reino eran su tesoro y que ese tesoro era tan incalculable que, como él insistía, era sensato darlo todo para poseerlo. La vida de Jesús, entregada al reino de Dios, era tan densa que incluso enriquecía con su pobreza. Mucha gente podía atestiguarlo ya que al encontrarse con él su vida quedó liberada y planificada.
Era verdad que Jesús nunca pretendió imponerse sobre nadie, nunca se dio importancia ni marcó distancias. Cualquiera podía comprobar que incluso les servía la mesa a sus apóstoles y no desdeñaba andar con mendigos o con enfermos pobres o conversar con mujeres o abrazar y bendecir a los niños o acoger a los despreciados como pecadores públicos. Y esto no lo rebajaba. Al contrario, en esa cercanía desarmada es donde la gente percibía con toda su fuerza su autoridad, su prestancia, su grandeza humana, no una grandeza de mármol y bronce sino de carne, de sensibilidad, de sencillez y, por qué no decirlo, de humildad.
Nadie vio a Jesús buscando su prestigio o su seguridad. El no pretendía sustituir a Dios ni hacerse adorar por nadie ni que los demás giraran a su alrededor como satélites sin vida propia. El entendía el liderazgo como activar lo mejor que Dios había puesto en cada quien; más aún, cómo darles lo mejor de sí mismo para que encontraran el rumbo y pudieran vivir con su misma plenitud. El no compartió el ideal de autarquía que funcionaba como paradigma de los que en el helenismo se veían mejor dotados. No entendió la sabiduría como bastarse a sí mismo y hacerse a sí mismo. Todo su intento, por el contrario, fue hacerse hermano de los demás y provocar un movimiento de reunión. Jesús se dedicó a convocar porque él no se sentía hijo de sus obras sino hijo de Dios. Y para él ser hijo de Dios no era un privilegio que había que hacer valer a base de distancia sino una alegría para compartir.
Las bienaventuranzas como sabiduría
Sin duda que la sabiduría de Jesús se compendia en sus bienaventuranzas. Ante todo porque su sabiduría es una propuesta de dicha. En Grecia la felicidad está asociada a la inconsciencia de la juventud; la dicha plena es un hallazgo que se esfuma o se malbarata sin percatarse, y que sólo se la percibe en toda su grandeza cuando es pasado irremisible. Por eso la sabiduría va asociada a la desgracia. Ése es el fruto de la tragedia: el aprendizaje de la sabiduría compartiendo el dolor de los héroes. Edipo será así el prototipo del iniciado en los misterios porque ha conocido la gloria y el infortunio: sabe lo que nadie sabe, a costa de sí. A lo más que se llega es a la serenidad. El precio es renunciar a la alegría.
Jesús no propone teorías sobre la felicidad sino que proclama dichosos, es decir, los constituye como tales, si dan fe a su propuesta. La paradoja es que proclama dichosos a quienes todos, y ante todo ellos mismos, tienen por desdichados. No son felices por ser pobres sino porque Dios ha decidido reinar sobre ellos, es decir porque la presencia de Dios en ellos les causa felicidad. Jesús la propone como una experiencia presente que se consumará en la eternidad.
Para Jesús la felicidad la causa Dios, Dios presente en uno, la relación con él. Por eso la felicidad está ligada a la fe, que es la relación personalizadora por excelencia: vivir apoyándose en él porque él es de fiar. Si Dios es fiable para uno, la relación se desarrolla en completa libertad de parte y parte. La fe se expresa muchas veces como esperanza.
La seguridad de la esperanza se basa no sólo en la Palabra de Dios sino también en la presencia de su Espíritu más adentro que lo íntimo nuestro. El Espíritu como impulso, es decir, como dirección y como fuerza, es el que da peso a quien se fía de Dios, es la sabiduría del que cree en Jesús.
Actualidad de la sabiduría de Jesús
De la sabiduría, tal como Jesús la practica y encarna, tenemos que retener ante todo su propuesta de vida buena, de dicha. Una propuesta cristiana que no cause alegría no es propuesta cristiana, aunque sea materialmente exacta y práxicamente comprometida. No es cristiana porque no es evangelio, y no es evangelio porque le falta Espíritu, es decir gracia, en el doble sentido de gratuidad y de donaire, agrado y discreción. Una propuesta sin gracia es mera heteronomía, que puede ser muy esforzado, bienintencionada y meritoria, pero que no da vida al que la lleva a cabo y por tanto tampoco a los demás. Una propuesta con gracia pasa por toda la persona que la toma entre sus manos fecundándola, y toca también a zonas profundas de los destinatarios moviéndolos y confortándolos. Este don es evangelio para uno mismo y para los demás. Jesús era así buena noticia para muchos. Con su presencia los confortaba, los animaba, los pacificaba, los abría a la vida y los hacía crecer. Jesús podía estar solo, consigo mismo, más aún, podía estar en sí mismo, asumiéndose en su verdad, en paz con cada aspecto de su ser; podía dialogar con la naturaleza, sumirse en ella; podía estar con su Padre sin dejar fuera nada de sí. Esto no hay que entenderlo como un estado de vibración constante, sino como estar en lo que se está, en la verdad, desde la verdad de sí. De ahí, su capacidad de relación, su peso, su autoridad, en la total cercanía, en la que nadie se sentía juzgado ni disminuido. sino respetado desde su verdad. no siendo obstáculo ni la enfermedad, ni el pecado, ni la falta de reconocimiento social. Esta sabiduría de la vida, que es el don del Espíritu de Jesús, es el mayor aporte que podemos dar en esta coyuntura. Y sólo desde esta autenticidad serán aceptados los demás aportes como buena nueva salvadora. Hay que decir que este don es rigurosamente alternativo: esta cultura, entregada a producir y consumir, desconoce los ritmos de la vida, la sabiduría de la vida, el gozo simple de vivir. Y los necesita; los necesita tanto que no cesa de fabricar sucedáneos. Pero intuye que tiene que buscar en otra dirección y se siente impotente, porque sabe que la vida, si es cierto que requiere incesante esfuerzo, sin embargo, no se compra ni se vende; se crea, se da y se recibe, se convive. De algún modo la gente intuye que tiene que ser liberada, sanada, renacida para poder vivir y dar vida y recibirla.
Ahora bien, si debemos retener este momento de sabiduría, no podemos olvidar el carácter paradójico de las propuestas del sabio Jesús: los dichosos son los pobres, que en sentir común son los desdichados; el que quiera ganar su vida debe arriesgarla, incluso perderla; quien quiera ser el mayor debe hacerse el menor, el sirviente de todos... El Hijo de hombre, el paradigma de humanidad propuesto definitivamente por Dios, no sólo no confirma los modelos vigentes para llegar a ser alguien sino que los desafía constantemente con sus palabras y con sus obras. Por eso los más famosos de su época ni se percataron de su existencia y los que se tenían por algo en su ambiente pequeño se escandalizaron y hasta se burlaron de él y acabaron asesinándole. Creo que la profecía actual debe orientarse en gran parte en mantener la sabiduría y por tanto la plenitud humana, incluso la alegría, en el camino paradójico que propuso con su vida y con sus palabras el sabio Jesús de Nazaret. No es tiempo de diseños utópicos pormenorizados ni de proyectos históricos alternativos con todas las concreciones sectoriales y las opciones estratégicas. Este es el tiempo de vivir las bienaventuranzas y de predicarlas imaginativamente, como evangelio. Ahí tiene todo su lugar la imaginación profética, imaginación entrañable y creativa.
Hay que reconocer que la senda de Jesús es estrecha. Por eso, para que la gente se anime a pagar el precio tiene que poder entrar en contacto con modelos vivos en los que pueda apreciar la fecundidad de ese esfuerzo.