EL PODER DE JESÚS
1. INTRODUCCIÓN
1.1 PRECISIONES TERMINOLÓGICAS: HACIA UNA CARACTERIZACIÓN DEL PODER
1.2 MÉTODO GENÉTICO-ESTRUCTURAL. SU JUSTIFICACIÓN
2. PRESENTACIÓN DEL PODER DE JESÚS
2.1 ANTES DE COMENZAR SU MISIÓN JESÚS ERA TENIDO COMO ALGUIEN SIN PODER
- 2.2 EL PODER EN EL BAUTISMO: CARGAR EFECTIVAMENTE CON LOS PECADORES
2.3 EL PODER DE HABLAR CON AUTORIDAD
2.4 EL PODER DE ACOGER Y ASÍ REHABILITAR A LOS PECADORES PÚBLICOS
2.5 EL PODER DE COMUNICAR REALMENTE A LOS POBRES EL EVANGELIO DEL REINO
2.6 EL PODER DE IRRADIAR ENERGÍAS SALUTÍFERAS Y MÁS AÚN DE SUSCITAR LA FE QUE CURA
2.7 EL PODER DE LIBERAR A PERSONAS QUE NO ERAN DUEÑAS DE SÍ
2.8 EL PODER DE REUNIR DISCÍPULOS EN FUNCIÓN DEL REINO
3. REACCIONES ANTE EL PODER PECULIAR QUE IRRADIABA JESÚS
3.1 LOS DISCÍPULOS NO ABANDONAN A JESÚS. ÉSA ES SU PRESTANCIA EN MEDIO DEL DESENCUENTRO
3.2 LOS MAESTROS DE LA LEY Y LOS FARISEOS, PERPLEJOS ANTE JESÚS, LE PIDEN UN PORTENTO
3.3 LAS MASAS SIGUEN A JESÚS: ÉSE ES EL MOTIVO DE SU CONDENA
3.4 LA PRETENSIÓN DESMESURADA, IMPLÍCITA PERO PERCEPTIBLE, DE JESÚS, ES EL PROBLEMA DE FONDO
4. PODER E IMPOTENCIA DE JESÚS EN LA FIESTA DE LA PASCUA
- 1 EL INCIDENTE DE JESÚS EN EL TEMPLO, OCASIÓN INMEDIATA DE SU CONDENA. SENTIDO DEL INCIDENTE Y DISCUSIÓN SOBRE SU AUTORIDAD
4.2 LA AGONÍA DEL HUERTO, CLAVE PARA INTERPRETAR LA PASIÓN. IMPOTENCIA Y PODER EN LA AGONÍA
4.3 JESÚS EN LA CRUZ: EMPLAZAMIENTO DE LOS JEFES Y RECONOCIMIENTO DEL CENTURIÓN. REVELACIÓN DE SU PODER
4.4 EL PODER DE DAR LA VIDA Y DE ENTREGAR EL ESPÍRITU
5 EL PODER DE JESÚS, RESUCITADO COMO HIJO DE DIOS, RELUCE EN QUE COMUNICÓ EFECTIVAMENTE EL ESPÍRITU Y EN QUE ATRAE
6 EL PODER DE JESÚS ¿PARADIGMA HUMANO DE PODER?
EL PODER DE JESÚS
Antes de entrar a estudiar el poder de Jesús, comenzaremos por unas precisiones terminológicas y metodológicas que consideramos pertinentes.
1. INTRODUCCIÓN
1.1 PRECISIONES TERMINOLÓGICAS: HACIA UNA CARACTERIZACIÓN DEL PODER
A nivel terminológico nos parece conveniente distinguir diversas acepciones de poder que estarán presentes en el desarrollo del tema. Por poder entendemos ante todo la capacidad, la virtualidad, la aptitud para algo. Pero también asociamos el poder a la capacidad de imponerse sobre algo y más aún de imponerse sobre personas y grupos. En el primer caso nos fijamos en una cualidad del sujeto; en el segundo estamos pensando en una relación. El poder como virtualidad se refiere a las energías de esa persona, a su dinamismo, a su fuerza. Todavía puede entenderse de dos maneras: El modo originario de tener este tipo de poder está arraigado en el ser de esa persona. Su poder es así su consistencia, la densidad de su ser, su prestancia. Si el ser, cuanto más superior, es más dinámico, más energía que masa, más actualidad, su ser es tanto más poderoso cuanto más es. El poder es así la cualidad de su ser, una consistencia que atrae e irradia. Ahora bien ese poder puede no ser originario sino concedido por otro, siempre que esa concesión no se entienda de modo meramente jurídico sino real, es decir como efectiva comunicación de sus virtualidades, como habilitación que hace apto para el desempeño de una función o misión.
El poder como capacidad de imponerse puede entenderse también de dos maneras: Puede imponerse por la fuerza de su prestancia, fuerza reconocida por aquéllos que se le someten, es decir que viven en su campo gravitatorio; lo que significa que viven en alguna medida de sus energías, de su dinamismo. Aquí reconocer el poder es reconocer la realidad de que el propio ser está potenciado por el ser del poderoso. En este caso el poder se ejerce en la línea del ser, dando consistencia a los demás: creando en ellos actitudes que los hagan aptos, estimulando capacidades que den lugar a nuevas posibilidades. En este caso el poder del poderoso da poder a los que se ponen en su órbita, a los que aceptan su hegemonía. Pero también puede imponerse a otros por su mera fuerza bruta, es decir imponerse en contra de su voluntad, ya que esas personas no ven ningún beneficio propio en el sometimiento al poderoso y ninguna justicia en su dominio. Esta manera de ejercer el poder no potencia a los sometidos. Por el contrario los despoja de su entidad y así aparece él revestido de la entidad usurpada de los otros. Pero esa entidad usurpada no enriquece al poderoso a nivel de su ser humano sino que por el contrario la usurpación lo despoja de su humanidad. El poder que él acumula no es el poder del ser sino magnitudes degradadas al no estar ya insertas en la estructura de la realidad de la que forman parte sino haber sido desgajadas de ella para servir al poderoso, sea persona o grupo. Por eso esas magnitudes físicas tienen fuerza para quitar posibilidades y recursos que necesitan otros seres humanos, incluso tienen fuerza para secuestrar su libertad operativa e incluso para acabar con su vida. Pero quien es poderoso de este modo no tiene virtualidades para dar vida humana, para humanizar. Éste es, pues, un poder estéril, letal; digamos, un antipoder, si el poder lo entendemos como la irradiación y atracción que ejerce un ser por su misma densidad, y por tanto como la capacidad de potenciar a otros seres.
Desde este parámetro habría que decir que el poder delegado, cuando posee la cualificación y disposición para el cargo o la misión que se le confía, es un poder no sólo legal sino legítimo, siempre y cuando el establecimiento que representa sea un orden básicamente justo, en el sentido de que está dirigido a la potenciación progresiva de la humanidad de los que están dentro de él, aunque el punto de partida sea el privilegio de unos y la desventaja de otros. En ese caso esa persona está revestida de una verdadera autoridad. Sin embargo cuando las autoridades no están preparadas para cumplir su cometido, sea por falta de competencia o por falta de probidad, la imposición sobre los demás los disminuye, los priva de recursos y condiciones para su vida material y social, y ellos mismos se deshumanizan al ejercer sobre otros esa violencia.
1.2 MÉTODO GENÉTICO-ESTRUCTURAL. SU JUSTIFICACIÓN
El método que vamos a adoptar en nuestro trabajo es el genético-estructural. Iremos siguiendo la vida de Jesús de Nazaret para ver cómo se va presentando el poder en ella. La razón de este método es que, si partimos de la primacía de la acepción del poder como el poder del ser y secundariamente como la potenciación real que recibe quien recibe una misión, el poder se va constituyendo al ir dando de sí la persona, al ir ejerciéndolo. Pero además como las personas no son mónadas que despliegan sus potencialidades de modo autárquico, ensimismado, sino que cada persona es respectiva y ya antes incluso de cualquier elección está estructuralmente vinculada a las demás y a través de su vida elige y es objeto de las elecciones de las demás, el poder de esa persona está tanto potenciado como constreñido por el ejercicio del poder de otras. De este modo el poder del ser de cada persona se ve tanto potenciado como desafiado por otros poderes. Es, pues, inevitable la consideración del poder como relación, tanto biófila como constrictiva y aun letal.
Jesús fue asesinado. Esto significa que otros poderes se impusieron sobre él. Al hablar del poder de Jesús es, pues, inevitable hablar también de otros poderes, y enfrentarnos al hecho de su impotencia final.
Desde una consideración monofisita, que suele ser el modo como ordinariamente es comprendido Jesús por la mayoría de los creyentes, nuestro método no tiene sentido ya que en Jesús actúa sólo el poder del Logos, porque la carne no es principio de potencialidades sino únicamente de limitación. Como el poder del Logos es eterno, Jesús no tiene historia. Sólo hay en él la alternancia entre ocultamiento del poder, es decir del Logos y su manifestación. Pero no hay ningún tipo de constitución ni menos aún de interacción. Ni siquiera la carne del Logos está a merced de los demás. Es el Logos, es decir Jesús en persona, el que da permiso para que actúen sobre él y se somete voluntariamente a su actuación.
Desde nuestro punto de vista Jesús se fue haciendo lo que siempre fue: Hijo de Dios. Se tuvo que ir haciendo porque es el único modo de ser Hijo de Dios un ser humano que es un verdadero ser humano y más aún un ser humano perfecto. Por eso dice Lucas que Jesús crecía no sólo en estatura y sabiduría sino en gracia, y que crecía no sólo ante la gente sino también delante de Dios (Lc 2,52). Y la carta a los Hebreos, más provocativamente aún, asevera que Jesús aprendió a ser Hijo obedeciendo y que eso le costó gritos y lágrimas (Hbr 5,7-9). No hay que olvidar que el concilio de Constantinopla llegó a la proclamación de que Jesús era un ser humano completo, y en concreto que tenía voluntad humana, partiendo de la dramática oración del huerto en la que pide a su Padre que no se haga su voluntad humana sino la de él (Mc 14,36).
Así pues, metodológicamente hay que partir del carácter histórico de la existencia de Jesús de Nazaret. Y por eso la pertinencia del método genético-estructural en el que se van analizando los acontecimientos que entrañan novedad, no sólo que manifiestan lo que siempre existió del mismo modo sino que constituyen lo que no existía de ese modo, dando de sí lo que era desde siempre.
Una dificultad, al parecer insuperable, para desarrollar este método es que según la mayoría de los especialistas actuales en la vida de Jesús no es posible establecer una secuencia entre los datos más o menos ciertos o probables que se poseen sobre su vida. A esto tenemos que responder en un doble plano. Ante todo, dentro del mismo plano historiográfico, habría que alegar que sí se pueden establecer algunos hitos. Ante todo, el del bautismo y la consiguiente proclamación del evangelio del Reino y la existencia de discípulos. También sería posible constatar el primer efecto de esta misión, tanto en el seno de las masas, como en sus discípulos, como en los dirigentes. El último hito sería el de la crucifixión como rey de los judíos a mano de los romanos a instigación de los jefes judíos, señaladamente de la aristocracia sacerdotal. Como este hito es absolutamente indiscutible, también podría establecerse otro: el de la ruptura más o menos drástica con las autoridades y, antes de ella, la aparición de los motivos que la producen, de parte y parte. También podrían establecerse con cierta verosimilitud los efectos de este distanciamiento o ruptura, tanto en los discípulos como en el pueblo, como en el propio Jesús.
Pero para nosotros la respuesta de fondo sería que como teólogos cristianos creemos en la Escritura, es ir creemos que los escritos canónicos y señaladamente los evangelios, aunque no pretenden ser biografías de Jesús en el sentido moderno del término, sí nos dicen la verdad sobre Jesús, aunque tengamos que investigar qué nos quieren decir. Y por eso, la pertinencia del análisis de los géneros literarios y de los contextos culturales de los hagiógrafos y sus destinatarios. No es éste el lugar para mostrar la razonabilidad de esta opción, que, aunque se funda en la fe en la inspiración del Espíritu Santo, también puede mostrar su congruencia para los que admiten estos documentos como fuentes históricas.
2. PRESENTACIÓN DEL PODER DE JESÚS
2.1 ANTES DE COMENZAR SU MISIÓN JESÚS ERA TENIDO COMO ALGUIEN SIN PODER
El punto de partida es la falta de poder. En un doble sentido. En primer lugar a nivel relacional. Hasta llegar a la edad adulta Jesús estuvo sujeto a sus padres (Lc 2,50) y luego no se sabe que tuviera mando sobre nadie y ni siquiera un ascendiente especial. En segundo lugar, los de su entorno no notaron en él ninguna prestancia, es decir no se traslució una especial densidad en su ser personal. Esto está sólidamente documentado. En primer lugar creció y vivió en un pueblo sin ningún relieve. Ningún rico o de lo que anacrónicamente pudiéramos llamar clase media vivía en un medio así. Una persona importante, un personaje no se residencia en un lugar como Nazaret. El “¿de Nazaret puede salir algo bueno?” (Jn 1,46), dicho por un israelita sin doblez, puede llevar la marca de prejuicios comarcanos, pero, aunque ese motivo puede recargar las tintas, no se hubiera podido decir de una ciudad ilustre. El que sus paisanos se escandalicen del saber que muestra y de los milagros que dicen que hace, porque ellos piensan que lo conocen y nunca han percibido en él algo que diera lugar a semejante desarrollo, y porque conocen a toda su familia, que sigue viviendo allí y nunca ha mostrado nada relevante; el que Jesús no pudiera realizar allí milagros por su falta de fe, debe ser recibido como algo fidedigno porque no es pensable que las comunidades cristianas inventaran algo que dejaba mal a su Señor (Mc 6,1-6; Mt 13,53-58; Lc 4,16-30). No eran sólo sus paisanos quienes no tenían fe en Jesús. Tampoco sus parientes creían que él tenía la suficiente entidad como para controlar y dirigir esa fuerza que le había entrado tan de repente y que podía llevarlo a actos ridículos o a desafueros que dejaran mal parada a la familia. Porque si ella no había sido rica ni famosa, tampoco había dado que hablar. Por eso quisieron confinarlo porque pensaban que el demonio que lo poseía lo había desbancado (Mc 3,21). Más tarde Juan presenta a sus parientes instándolo a que fuera a Jerusalén para la fiesta ya que, como piensan que lo que busca es hacerse famoso, allí lo puede lograr. Esto lo decían, comenta el evangelista, porque no creían en él (7,3-4). También Marcos subraya ese desprecio de sus familiares (6,4).
En estos textos el descrédito proviene no sólo de que hasta entonces había vivido como uno de tantos y que pertenecía a una familia común y corriente sino también de su profesión: “¡Si es el carpintero!” o “el hijo del carpintero” (Mc 6,3; Mt 13,55). Esa profesión lo situaba entre los que podemos llamar “pobres pero honrados”, es decir gente que vive entre las necesidades básicas y las necesidades mínimas, pero que está dentro del sistema y por tanto tiene derecho a ser honrado en su propio rango. Jesús no perteneció al ojlos, a los considerados peyorativamente como populacho, como chusma. Su origen lo sitúa no en la plebe sino en el pueblo llano, es decir los de abajo pero dentro del orden (1). Tenía, pues, derecho a presentarse como lo que era, pero no a asumir papeles que para sus vecinos no le correspondían. Este estatus lo plasma Lucas en el episodio de la purificación ya que sus padres ofrecen la ofrenda de los pobres (2,24; cf Lv 12,8). Aquí aparece cómo cumplen la ley como piadosos israelitas (están dentro del orden), pero se acogen al privilegio de los pobres, no obviamente por desinterés por la religión o avaricia sino por verdadera carencia. Es claro que para Lucas los padres de Jesús pertenecían a los pobres de Yahvé, un conjunto ciertamente carenciado, pero para el evangelista sumamente cualitativo: el único capaz de sintonizar con la revelación de que es portador el niño Jesús (Lc 2,8-20.25-38).
Esta falta de rango no satisface hoy a muchos estudiosos que piensan como los paisanos de Jesús que las cualidades que mostró no habrían podido desarrollarse en esa clase y en ese medio, y por eso suponen que habría estadolas l entre los esenios (2) o que no perteneció a esa clase, que era un constructor y no un simple trabajador, residenciado en Séforis o que al menos tenía allí sus negocios, y que a través de ellos se habría codeado con mucha gente, incluso que muy probablemente sabía griego, que tenía conocimiento de los filósofos cínicos y que sin duda vestía con elegancia y a lo mejor hasta asistía al teatro (3).
Creo que estos estudiosos se escandalizan de Jesús. Si la ciencia histórica se basa en la analogía de las situaciones bajo el supuesto de la homogeneidad básica de la acción histórica, ellos piensan que alguien educado y residenciado hoy en un pueblo equivalente a Nazaret no hubiera podido hablar, actuar y relacionarse como lo hizo Jesús; por lo tanto, concluyen, Jesús no pudo vivir así. Éste es el razonamiento subyacente de los que han imaginado que Jesús, exiliado en Egipto, habría sido iniciado allá en la religión hermética y en la cultura helenista; o del que más imaginativamente escribió que “Jesús vivió y murió en Cachemira” (4). Ya que parece fiable el dato que trasmite el cuarto evangelio de que Jesús no había estudiado (7,15-16), es decir no había sido discípulo de un maestro reconocido en Jerusalén, como alega Pablo que lo fue él (Hch 22,3).
Lo común a todas estas suposiciones es que lo que trasuntó Jesús de saber y de prestancia lo tuvo que haber aprendido como se aprende todo: por observación e intercambio y por la práctica, y para la acumulación básica de conceptos y métodos por aprendizaje discipular. Como Natanael, estos estudiosos piensan que Jesús no pudo salir de Nazaret. El presupuesto es una falta de densidad y de posibilidades humanas, es decir una falta de potencialidades en ese medio y en esa clase que torna inexplicables las dotes con que apareció Jesús al empezar su misión.
¿Qué tenemos que decir de este modo de razonar? Que desconoce dos puntos que convergieron en la vida de Jesús. El primero es las potencialidades de la cultura popular y de personas de medio popular; el segundo, la fuente excepcional de crecimiento humano que es el diálogo confiado y disponible con Dios y la obediencia al impulso del Espíritu. Estos dos puntos en el caso de Jesús fueron convergentes ya que la cultura popular en la que se levantó es la de los pobres de Yahvé, receptáculo vivo y creativo de lo más puro de la tradición bíblica. Ciertamente que un medio como el de Jesús es proclive a una existencia rutinaria y elementarizada, para no decir humanamente pobre. Esta situación tan dura en un horizonte tan estrecho no ofrece muchas oportunidades de desenvolvimiento satisfactorio a personas mejor dotadas, que tienden por eso bien al mimetismo arribista desempeñando en el pueblo las funciones de intermediarios del poder político y económico, o más frecuentemente yéndose del pueblo, bien al resentimiento y a la rebeldía que en una situación tan poco elástica pronto llegan a un callejón sin salida. Pero si una persona bien dotada no se resigna a la rutina y rechaza el arribismo y la rebeldía, para vivir constructivamente, debe poner en funcionamiento todas sus energías, todo su dinamismo creador, debe, pues, habitarse completamente y aun autotrascenderse. Éste fue sin duda el caso de Jesús. En esta dirección le llevaba no sólo todo lo que él era sino igualmente el impulso del Espíritu y el diálogo con Dios. A eso le animaba también la Escritura que se leía los sábados en la sinagoga y la que él probablemente estudiaría con el encargado y meditaría con sus padres. Una persona así llega a ser la persona más humana.
Sostengo, pues, que para la misión que le iba a ser encomendada, no pudo tener Jesús mejor escuela que su vida de niño, de adolescente, de joven y de adulto en Nazaret. Una educación de élite en Jerusalén, en Atenas, en Alejandría o en Roma le habría dado más conocimientos, mayor erudición y también un método científico y el dominio de la retórica. Pero una persona así, bien dotada y noble en un ambiente privilegiado, es una persona superficial, en el sentido de que tiene cómo responder a los requerimientos del medio sin tener que echar mano de todas sus potencialidades y sin tener que autotrascenderse. Una persona así no puede captar ni mucho menos emprender la dialéctica negativa, que fue el camino de Dios y de Jesús para la salvación universal.
Pero surge la pregunta de cómo una persona así pudo pasar desapercibida. La respuesta puede estar en que las palabras, relaciones y actuaciones de Jesús iban tan en la lógica de la vida, hacían tanta justicia a la realidad, se apoyaban con tal arte en sus dinamismos, que parecía que lo de él era lo natural, lo que salía de la situación y de cada quien, y no lo que brotaba de su persona. Como Jesús no se hacía nunca centro, como estaba en absoluta armonía con la vida histórica, resultaba trasparente, canal y puente y no estrella que atraía a sí a las personas convirtiéndolas en satélites suyos. Como las manifestaciones más ordinarias del poder estaban ligadas al poder que mediatiza, que quita recursos y capacidad de disponer de sí, ese modo tan discreto de vivir que tenía Jesús no lo asociaban al poder sino a su ausencia.
Así pues, concluimos este primer punto diciendo que debajo de esa normalidad de Jesús, de esa ausencia de personalidad en el sentido de subjetualidad enérgica, que se hace notar, que se autopropone en sus propuestas y que avasalla incluso al dar, había en él un inmenso poder como densidad de ser, pero ser en armonía con todos los seres, respirando al ritmo de la vida, y completamente disponible ante Dios, que es el que con su relación le daba una solidez tan cabal, que le dispensó siempre de buscarla en sí mismo y por sí mismo y de vivir para sí mismo y más aún de mediatizar a nadie para fundar su grandeza sobre el pedestal de los demás.
2.2 EL PODER EN EL BAUTISMO: CARGAR EFECTIVAMENTE CON LOS PECADORES
El primer acto de poder que presentan los evangelios es el bautismo. Esto exige una explicación porque más bien que ejercicio de poder fue interpretado como acto de abajamiento (ser contado con los pecadores), y se vio incluso el peligro del malentendido de considerar a Juan como superior a Jesús, y a Jesús como tan falto de entidad que tuvo que convertirse y bautizarse como señal pública de conversión. Para evitar este malentendido Lucas presenta el bautismo de Jesús a modo de inciso y enfoca directamente la teofanía; Mateo por su parte incrusta un diálogo entre el Bautista y Jesús en el que Juan reconoce la superioridad de Jesús y acepta bautizarlo como un acto de acatamiento a la determinación de Jesús de recibir el bautismo para cumplir una misteriosa justicia de Dios; Juan omite el bautismo y coloca sólo el testimonio de Juan sobre Jesús basado en la manifestación del Espíritu sobre Jesús, eludiendo la ocasión en que tuvo lugar. Más aún, tanto el cuarto evangelio como la carta a los Hebreos afirman enfáticamente que Jesús no cometió el más mínimo pecado (Jn 8,46; Hbr 4,15). ¿Cómo se explica entonces que recibiera públicamente (en un bautismo de masas: Lc 3,21) el bautismo de penitencia?
No es explicación suficiente referirse a Jesús como un intercesor por su pueblo, al modo de Abraham, Moisés o Jeremías. La solidaridad con Sodoma o el pueblo de Israel de estos hombres de Dios que intercedieron por el pueblo que les había dado la espalda, comprometiéndose con él hasta el punto de ligar su suerte con él, como es el caso de Moisés, que le pide a Dios que lo borre de su libro si extermina a su pueblo, es expresión de un gran amor, incluso de tener el corazón de Dios, pero no equivale a una confesión. Más cerca estarían de la confesión oraciones como la de Ester que llega a decir, asumiendo a su pueblo: “hemos pecado contra ti” (Est 14,6). Pero esa confesión está en el seno de una oración que es la del inocente que espera que Dios le favorezca para liberar a su pueblo (5). En el bautismo se trata simplemente de confesar los pecados y recibir públicamente ese signo de conversión, que es a la vez de aceptación por parte de Dios de esa conversión sincera. Jesús pide perdón en primera persona de plural porque carga con el pueblo pecador. Carga realmente con él, no obviamente porque lo cargue físicamente sino porque ensancha su corazón para que en él quepan realmente todos; es decir se pone a la altura de esa realidad de pecado, es capaz de asirla y de cargar con ella.
¿Cómo sabemos que esa intencionalidad de Jesús no se queda en una buena intención sino que en efecto pone al pueblo pecador en la presencia de Dios y pide perdón por él? ¿Cómo se sabe que el acto de Jesús trasciende, en el doble sentido de que abarca realmente al pueblo y de que llega realmente a Dios? Consta que es así porque el cielo se abre y se manifiestan aceptándolo Dios y su Espíritu (6). Dios le dice a Jesús que es su Hijo amado, le hace saber que es Hijo suyo porque tiene su mismo corazón y su mismo Espíritu. Al manifestarse de ese modo único como Padre de Jesús, el que se ha hecho Hermano, acoge en Jesús a todos los pecadores como hijos suyos, como hijos en el Hijo que los lleva en su corazón.
Así pues el poder de Jesús en el acontecimiento del bautismo fue tan determinante que lo constituyó como Hermano y marcó así el rumbo de toda su existencia. Pero este acto de hermanarse no fue una manifestación de su temperamento o el mero ejercicio de su responsabilidad humana. Al revelársele Dios como su Padre y al posarse sobre él el Espíritu, se reveló que Jesús se hermanó con los pecadores en fidelidad a la relación que iba teniendo con Dios y en obediencia al impulso del Espíritu (7). O sea que esa relación trascendente con Dios y su Espíritu le dio a Jesús el poder de hacerse hermano de los pecadores. Ése es el sentido de las palabras que el cuarto evangelio pone en boca del Bautista como su testimonio sobre Jesús: “éste es el cordero de Dios” (1,29.36). Como es de Dios tiene la disposición y el poder de cargar con el pecado del mundo y así quitarlo.
Ahora bien, en el acontecimiento del bautismo eclosionó no sólo su relación trascendente con Dios y su obediencia al impulso del Espíritu sino, desde la libertad y el rumbo que daban estas relaciones trascendentes, afloró también todo lo que se había decantado en su existencia de Nazaret. El bautismo reveló el sentido de su vida oculta. Esa vida con los demás, absolutamente trasparente y por eso absolutamente discreta había sido una vida para los demás, una vida fraterna.
2.3 EL PODER DE HABLAR CON AUTORIDAD
La autoridad de Jesús con la gente está asociada en los evangelios a sus palabras y a sus obras, y más aún al conjunto de ambas que no sólo forman una unidad al ser diversos aspectos de una misma vida sino porque se reenvían mutuamente: las obras están situadas en el horizonte de sus palabras y reciben de ellas su significado concreto, a la vez que las realizan en alguna medida; también habría que decir que sus palabras obran transformaciones reales, y que sus obras se hacen por la palabra. Así lo asienta desde el comienzo Marcos: “¿Qué significa esto? Una enseñanza nueva, con autoridad y además da órdenes a los espíritus impuros y le obedecen” (1,27). El evangelista anota que la gente se queda estupefacta porque lo que hace presente Jesús desborda radicalmente los moldes habituales. Por eso no pueden interpretarlo dentro de ellos y se preguntan qué es lo que aflora con él. La manera adecuada de situarse ante lo radicalmente nuevo, pero que da respuesta a anhelos y esperanzas, a problemas y necesidades, es no pretender dominarlo encasillándolo en lo establecido ni juzgándolo por ello sino abrirse dejándose llevar por la luz que derrama. De ahí, el comentario, el hablar sobre ello para que no se apague esa posibilidad que aflora. El resultado es la fama de Jesús. Naturalmente que al principio es una fama comarcana (“por la región circundante”) y entre la gente, es decir de modo genérico entre los de abajo, los tenidos como no especialmente cualificados para discernir los fenómenos religiosos, pero también los más abiertos a ellos porque las pautas institucionales y sus personeros no les traían la salvación que anhelaban, aunque ellos se mantuvieran más o menos dentro de esos cauces.
Vamos a referirnos en primer lugar a la autoridad de sus palabras. Jesús se dedicó a proclamar como inminente el reino de Dios. Lo entendió no como la soberanía habitual de Dios sobre su creación y más específicamente sobre su pueblo. No era una alusión sapiencial a la providencia divina. Para Jesús el Reino era un acontecimiento, más aún el acontecimiento definitivo. No lo entendió, como Juan, como un juicio que pone fin a la historia patentizando el estado de cada persona ante Dios. Para Jesús el Reino era gracia salvadora. Como el Reino era una iniciativa gratuita de Dios, Jesús empezó invitando a los que se sentían excluidos de él: a los despreciados como pecadores públicos y a los pobres, sobre todo a los tenidos como chusma, fuera ya del orden social. Ahora bien, si el Reino era gratuito, si todos estaban invitados a él ya que no se presentaba como recompensa sino como manifestación de la bondad de Dios, como revelación de su persona, como su cercanía absoluta, como la invitación a su intimidad, a la participación de su gozo, la invitación sí pedía una respuesta: la aceptación. Darle el sí a este Dios que se vuelca sobre nosotros significa volcarnos sobre él y correspondientemente volcarnos unos sobre otros como él se vuelca sobre todos. Si Dios se daba totalmente, también pedía una entrega total. Daba tiempo; pero sólo quería todo y con alegría, la alegría de quien ha encontrado el tesoro más valioso, la de quien ha recibido la más hermosa noticia.
Ahora bien, si la irrupción del Reino era inminente, la conversión tenía que ser ya. ¿Es que la conversión no es entonces la respuesta a Dios sino el requisito para su venida? No. Más nuevo aún que esta proclamación de la inminencia del Reino es el hecho de su presencia incoada en la proclamación de Jesús, en sus signos liberadores, en su presencia “llena de gracia y de fidelidad” (Jn 1,14) (8).
Si todo esto no era una ilusión o una pretensión ridícula ¿cómo pudo llegar Jesús a ello? Por de pronto hay que admitir el hecho de que la gente captó que Jesús tenía autoridad. Esto no significaba en Israel que Jesús era sumamente instruido en la Ley, ni que tenía, como decía de sí mismo Sócrates, un genio (daimon) personal, o, lo que llamó Weber, una personalidad carismática. Para los que se sintieron sobrecogidos y maravillados de las palabras de Jesús su impresión derivaba de que captaron que hablaba en nombre de Dios, que él le había dado la comisión y con ella la capacidad de hablar lo que hablaba y de hablarlo tan densamente (9). Lo que dice Nicodemo, el maestro de Israel a Jesús como motivo por el cual ha ido a verlo de noche es lo que mucha gente, sobre todo popular, pensaba intuitivamente de él: “Maestro, sabemos que eres un maestro venido de parte de Dios; nadie podría realizar las señales que tú haces, si Dios no estuviera con él” (Jn 3,2).
Hemos asentado que cuando Jesús empezó a proclamar el evangelio del Reino mucha gente reconoció su prestancia, esa densidad del ser por la que hemos caracterizado el poder en el sentido más radical. Pero la gente no captó a Jesús como alguien en sí. Para los israelitas la única entidad auténtica es la que Dios otorga con miras a una misión. Así pues, la prestancia reconocida a Jesús era toda ella relacional: venía de Dios y era en favor de los demás. Jesús no aparece como alguien de sí ni para sí sino como de Dios y para su pueblo. Esto significa que su densidad no es por acumulación sino pura actualidad: energía, dinamismo, respectividad.
En concreto la densidad que trasunta su persona es la de aquel que conoce aquello de lo que habla, que tiene experiencia íntima de ello, que pertenece a ello porque no sólo se refiere a ello, no sólo lo designa sino que lo hace efectivamente presente. Él anuncia que Dios está para venir a su pueblo, permaneciendo con él para siempre en una cercanía absoluta e incondicionada. Él no sabe cuándo se consumará esta relación, pero sí sabe que con su venida eso ha comenzado a suceder.
Volvemos a preguntarnos ¿cómo ha llegado a saber este misterio y a proclamarlo, introduciendo a la gente en él? En primer lugar por su lectura de la Tradición a partir de su experiencia vital y sobre todo de su relación con Dios. Él lee la Ley desde los profetas. Lee las Escrituras como una profecía, porque lee la relación de Dios con su pueblo (y en él con la humanidad) y la respuesta del pueblo a Dios como una historia abierta en la que se dan verdaderos acontecimientos, en la que el abandono del pueblo es correspondido por Dios con entregas cada vez más comprometidas para él y que demandan también respuestas más integrales, aunque también potencia para ello. Jesús ve que esta historia tendrá un final que tomará la forma de la consumación, del coronamiento que cumple rebasando todo lo anterior, tanto las expectativas del pueblo como las promesas de Dios. Él ve llegado el momento en que Dios meta su ley en los corazones y todos lo conozcan cuando los perdone (Jr 31,31-34); en que les dé un corazón de carne y les infunda su propio espíritu (Ez 36,26-27); en que el país se llenará de esta relación íntima con Dios como las aguas colman el mar, y por eso habrá justicia y derecho y armonía entre todos los seres vivos (Is 11,1-9). Él sabe que la respuesta a esta acción definitiva de Dios es actuar desde ese corazón y ese espíritu recreados por Dios. Él designa a esta actitud como misericordia. Es la actitud de quien conoce a Dios, de quien lo practica (Jr 22,16; Os 6,6; cf Mt 9,13;12,7).
En este sentido las palabras de Jesús sonaron a la gente como nuevas y como atractivas. A pesar de los paralelos entre muchas de sus parábolas y sentencias y otras de la Misná (10) y el Talmud (que como se sabe son posteriores a Jesús y no es fácil probar que no lo han tenido en cuenta), la diferencia de espíritu es inocultable. La dirección del judaísmo postexílico, y mucho más después de Yabne, va a la trascendentalización de la Torá, tenida incluso como arquetipo para la creación del mundo. Esta deshistorización de la ley trae aparejada la relativización de la profecía y la sacralización progresiva de la ley no escrita, considerada superior incluso a los profetas. Si en la ley está todo, todo ha de pretender sacarse de esa fuente inagotable mediante técnicas exegéticas autonomizadas, al desligarse de la historia concreta que las explica y, dándolas su justo sentido, las relativiza. Aceptamos gustosos que muchos rabinos se acercaron humildes y reverentes a esta fuente de la sabiduría y extrajeron de ella sentencias realmente humanizadoras. Pero tampoco se puede negar que como el método era acumulativo, el conjunto resultaba para muchos un yugo insoportable.
No se puede encontrar en el evangelio nada que se extienda más allá del espíritu del decálogo: nada de leyes rituales, de sacrificios ni ofrendas ni de leyes sobre la pureza (11). Hasta el decálogo es radicalizado y en ese sentido trascendido y universalizado. No sólo prohibe matar, tampoco hay que golpear ni herir y ni siquiera ofender de palabra. No sólo no hay que adulterar, tampoco se puede desear la mujer del prójimo, y sobre todo no hay que restringirse a amar al prójimo, al familiar, al amigo, al del entorno de uno, al conciudadano; de lo que se trata es de aproximarse al que tiene necesidad para ayudarlo (Lc 10,25-37), y de amar al enemigo (Mt 5,43-48). Ésa es la señal de que se adora al único Dios. Jesús va a las actitudes de fondo: la misericordia y la lealtad.
Pero con ser esto mucho, no lo es todo. Lo fundamental está en la consumación de la Ley, entendiendo por tal este estatuto de la relación entre Dios y su pueblo basado en la promesa libre y graciosa de Dios. Esta Ley tiene un dinamismo profético: tiende a la consumación. Pues bien, lo inaudito de Jesús no es sólo que tenga esta perspectiva dinámica y la proclame como la voluntad de Dios, frente a la concepción que sacraliza lo que entiende como Ley mosaica y la actualiza interpretándola interminablemente. Lo inaudito es que ligue la consumación de la relación entre Dios y su pueblo a su propio ministerio, a su obra: “No piensen que he venido para echar abajo la Ley ni los profetas. No he venido a echar abajo sino a dar cumplimiento. Porque les aseguro que antes desaparecerán el cielo y la tierra que deje de realizarse hasta la última tilde de la Escritura” (Mt 5,17-18) (12).
De su meditación de la Escritura pudo sacar Jesús y sacó sin duda este sentido dinámico, histórico, profético de la Escritura. ¿Pero de dónde sacó el que con él comenzaba el tiempo de la consumación? Lo sacó de su relación habitual con Dios que culminó trascendiéndose en el acontecimiento del bautismo y en la experiencia subsiguiente. Si su experiencia vital dirigida por su relación con Dios y su obediencia al impulso del Espíritu lo llevó a ensanchar su corazón hasta que en él cupieron todos, se estaba situando en la dirección opuesta a todos los códigos de pureza del judaísmo. Él, el más inocente, el único absolutamente fiel, era llevado por su fidelidad, no a evitar a los pecadores y menos aún a maldecirlos y a pedir a Dios su exterminio (Sal 5;17;26;58;139;149) sino a cargar con ellos misericordiosamente. Eso significaba que la santidad de Dios no consistía en su separación de lo profano y de los pecadores sino que era un peso que daba consistencia a los que carecían de sustancia y justificaba a los pecadores (13).
Como Dios en respuesta a su hermanamiento solidario con los pecadores se le había revelado como Padre y Jesús había sentido sobre sí la fuerza del Espíritu que lo sellaba, quería decir que Dios no venía, como pensaba Juan, a juzgar sino a salvar lo que se había perdido. Venía, pues, como Padre. Precisamente al asumir Jesús a los tenidos como perdidos, Dios los asumía en él como hijos (14). Esa experiencia es el núcleo de la proclamación del Reino como gracia incondicional, proclamación que lo hace ya de algún modo presente. Esto no lo supo Jesús como un programa detallado sino como una revelación contundente, nuclear, que se iría desarrollando y decantando a lo largo de su vida.
Esta misericordia visceral, y la experiencia y la certeza de que ella revela a Dios, y que por tanto se puede descansar confiadamente en ese Dios enteramente bueno que se acaba de acercar como verdadero Padre, no sólo constituye el núcleo del mensaje de Jesús sino que determina también su modo de hablar, sus palabras, digamos su estilo, que, como subraya Mateo, sonaba tan distinto al de los maestros de la Ley (7,29). El estilo de la sinagoga era un tipo de discurso escolástico, es decir glosa de la Escritura a través de métodos establecidos y simultáneamente comentario dialógico de las glosas de otros maestros. El estilo de Jesús era directo (15). Las referencias a la Escritura se encuentran sólo en diálogos con maestros o gente que se asimila a ellos. Por una parte es un hablar enfático, ya que coloca a las personas ante la buena nueva de este Dios y exige la decisión porque él es el último enviado y esa propuesta incondicional de Dios es también definitiva. Pero por otra, se apoya siempre en el proyecto de vida de cada persona: “si quieres...” Y sobre todo da que pensar: cuenta parábolas cuyos elementos son los más cotidianos pero cuyo contenido es tan insólito que se debe calificar de descabellado, si el modo normal de proceder y juzgar es el razonable. Así la parábola, o se ve como una tontería porque contraviene el más elemental sentido común o provoca a entrar en un mundo distinto con otras reglas de juego, con otra lógica, con posibilidades inéditas (16). Para Jesús era claro que la novedad venía de ese acercamiento misericordioso e incondicional de Dios. Si uno se abre a este Dios diferente, eso que parecía extravagante y absolutamente excesivo, se vuelve comprensible, más aún aparecía como la noticia más maravillosa que se podía recibir. Pero eso exigía entregarse a ese Dios enteramente bueno y corresponderle con las mismas entrañas de misericordia. El que se sentía con méritos ante el Dios de la Ley y por ser observante despreciaba a los que tenía como pecadores y por eso abandonados de Dios, se sentía golpeado y aun escandalizado por las palabras de Jesús, y se enfrentaba al dilema de cerrarse a esas palabras considerándolas blasfemas o de cambiar de mentalidad y de corazón. Sin embargo los que como reflejo de la actitud de los fariseos se sentían abandonados de Dios, sentían que en las palabras de Jesús Dios les estaba llamando y acogiendo. Eran, pues, palabras poderosas, que ponían al descubierto lo que había en los corazones y obligaban a decidir por su propuesta o a cerrarse a ella.
Vamos a poner como ejemplo el capítulo 15 de Lucas (17). Los fariseos y maestros de la Ley critican a Jesús porque al acoger a los pecadores públicos hasta llegar a comer con ellos, está echando por tierra todas las prescripciones de la religión, es decir la separación entre el bien y el mal, los malos de los buenos, que es el fundamento de la existencia social ordenada como Dios manda. Jesús en respuesta cuenta tres parábolas. La primera pertenece al contexto local en el que abundaba el ganado menor. Pone el caso de un dueño de cien ovejas que se le pierde una. Se trata, pues, de alguien de cierta posición que tiene empleados. Todos sabían que cuando eso sucede, manda a un empleado y éste al encontrarla le grita y la golpea y se la trae casi a rastras, haciéndola sentir su disgusto. Pues bien, lo que dice Jesús es que el dueño deja a las noventa y nueve y busca a la perdida y al encontrarla se la carga sobre los hombres de lo contento que está y se la lleva así hasta la casa, y al llegar convoca a los amigos para darles parte de su alegría. Los que le oyen saben que nadie obra así y que Jesús lo sabe, y que si alguien lo hiciera sería tenido por gente de poco juicio que sobrevalora a su oveja y se desvaloriza a sí mismo. Pues bien, el dueño del ejemplo es Dios y el despreciado como pecador público es su oveja querida. Dios no para hasta encontrarlo y carga con él. Ese Dios ¿era tolerable? Para todos resultaba absolutamente excesivo. Para los piadosos ese dios era inferior a ellos, un dios de burla. Para los pecadores era demasiado hermoso, demasiado gratificante. Suscitar ese Dios inesperado, ése era el poder de la palabra de Jesús.
La cosa sube de tono en el ejemplo siguiente en el que Dios es una mujer y además una mujer trabajadora, una ama de casa que no tiene servicio. En esa sociedad patriarcal, Jesús se atreve a presentar a Dios como una mujer. Y al pecador público como alguien valioso, nada menos que una moneda. Hasta a las mujeres se les tenía que hacer demasiado duro este lenguaje, ya que, en un ambiente que las despreciaba, es muy probable que tendieran a despreciarse a sí mismas. Y a los pecadores les tuvo que desconcertar y hasta avergonzar que Jesús dijera que para Dios eran valiosos como las monedas. Pues para los maestros de la Ley ¿no tuvo que sonar esa expresión como algo intolerable?
Peor fue el último ejemplo. Jesús presenta al hijo más necio que se podía imaginar en su sociedad y al pater familias más débil y desconocedor de su puesto y de sus obligaciones. Un padre que se respete y que quiera realmente a sus hijos no puede repartir anticipadamente la herencia ya que el patrimonio es sagrado, lo mismo que el derecho del primogénito. Y más sabiendo lo que el hijo incorregible iba a hacer. El Deuteronomio es muy explícito sobre el modo de comportarse ante semejantes casos: un hijo así debe ser exterminado del pueblo (21,18-21). Si el padre es el modelo de lo que no debe hacer un jefe de familia digno y prudente, este retrato se colma cuando al ver que su hijo regresa, corre a buscarlo, se echa en sus brazos, lo cubre de besos y organiza una gran fiesta por su regreso. Es normal que el hijo mayor se negara a entrar. Es claro que con propietarios así no se puede conservar el patrimonio sagrado que repartió Josué ni se trasmite el temor de Dios ni se conserva una sociedad bien ordenada. ¿Cómo es posible que semejante retrato represente a Dios?
Para el Dios que hace presente Jesús, lo único que cuenta es la vida de su hijo. Esa vida esta ligada a estar con él, a ser su hijo. Pero nadie puede ser hijo de Dios a la fuerza. Por eso Dios da libertad, se aflige cuando se usa mal, pero no la restringe por temor a que se malgaste. Y se alegra cuando el hijo regresa, se alegra tanto que lo admite sin condiciones. ¿Dónde quedan todas las prescripciones, toda esa vida esforzada, disciplinada, en servicio de Dios? Jesús dice que si todo eso se hace para ganarse el estar en la casa del Padre porque no se sabe que se es hijo y se tiene derecho a todo y que el trabajo es entonces mera responsabilidad ante lo propio, no se entrará en el banquete del Reino. Dios también trata de convencer a estos celosos observantes de que son hijos y que pueden proceder con entera confianza y con libertad de espíritu, pero no menos de que, si son hijos, también son hermanos de los pecadores. Pero ¿tendrá éxito? ¿Entrarán en el banquete del Reino?
Como se ve, tampoco es que los pecadores queden bien. Pero Jesús ve que acaban reconociendo su estado miserable y regresan. Y al regresar no son humillados sino acogidos con alegría. Éste es el poder de la palabra de Jesús, que todo lo pone patas arriba para revelar así el designio de Dios y más aún su corazón. Y de paso está, no lo olvidemos, revelando también y justificando su propia conducta, que se corresponde completamente con la de Dios.
2.4 EL PODER DE ACOGER Y ASÍ REHABILITAR A LOS PECADORES PÚBLICOS
Con el ejemplo del capítulo 15 de Lucas ya hemos explicado el sentido de esta manifestación tan singular del poder de Jesús que es el acoger a los pecadores y el comer con ellos. Lo hacía para revelar el designio de Dios y más aún al Dios del Reino (18). Si Dios viene a entregarse de un modo incondicional, todos están invitados, nadie está excluido. Si el Reino viene como gracia, como misericordia, las leyes de la pureza que salvaguardan la santidad de Dios, entendida como separación del mal y de los malos, dejan de tener sentido ya que no reflejan la dirección de Dios respecto de los seres humanos, el semblante definitivo que les muestra al venir para siempre a su pueblo. Él invita a un banquete del que nadie está excluido. La conclusión es que sus representantes no pueden excluir a nadie. Más bien deben ir a invitar a los que no vendrán porque se sienten excluidos. Jesús sabe lo que no saben los jefes religiosos: que estamos en otro tiempo, el de la amnistía total, el año de gracia, un año interminable.
En este caso el poder se manifiesta de dos modos: Ante todo como libertad (19). No la libertad del rebelde sino la del profeta que se sitúa en el hoy de Dios y por tanto de modo soberano respecto de las instituciones tradicionales de salvación y de sus personeros. Ellos custodian tradiciones, un pasado que les da sentido. Él vive en el presente de Dios, que relativiza absolutamente el pasado. Él propone el designio actual de Dios y pide definirse ante él (20). Nada anterior puede servir de excusa para no ponerse a tono con Dios. Si Dios acoge a todos, el que acoge a este Dios que quiere ser ya para siempre Dios con nosotros, también debe acoger a los pecadores. No es celo de Dios despreciarlos, evitarlos, condenarlos. Eso es más bien falta de conocimiento de Dios ya que su gloria se manifiesta en el perdón y perdonar es la manifestación por antonomasia de su omnipotencia (Sab 11,23). Jesús acoge a los pecadores porque tiene el corazón de Dios, porque es su Hijo, tal como se le reveló en el bautismo al cargar con todos ellos.
Esa libertad exigía una tremenda prestancia pues los maestros de la Ley eran el poder sagrado, la jerarquía, en un sentido a la vez religioso y civil, es decir con capacidad para descalificar religiosamente y para reprimir físicamente, y los fariseos tenían un tremendo ascendiente en el pueblo, a la vez que su celo los llevaba con frecuencia a descalificar y discriminar.
Ahora bien, el que esa libertad era la del Espíritu (1Cor 3,17) se muestra por el hecho de que, como se ve en el ejemplo citado, Jesús no discrimina a los discriminadores y está dispuesto siempre a dialogar con ellos dándoles razón de su comportamiento, haciéndoles pensar para que también ellos lo pudieran aceptar y aun practicar. Pero se muestra más todavía por el hecho de que los pecadores públicos cobraron esperanza a través de su palabra y acudían a él para ser acogidos por quien consideraban un hombre de Dios, su enviado, su representante, en definitiva para ser acogidos por Dios. Eran los hijos de Dios que estaban perdidos y fueron recobrados por la mediación de Jesús. Jesús sentía en ese ministerio la misma alegría del Padre.
Dos casos que pinta Lucas recogen lo que sucedía. El primero es el de la prostituta que, enterada de que Jesús estaba donde el fariseo Simón, se atreve a entrar en esa casa en la que se sabía execrada para encontrarse con ese hombre de Dios rico en misericordia; y, al notar su acogida, la mujer agradecida vuelca en él todo su amor. Esta escena patentiza tanto la libertad de Jesús al aceptar a la pecadora en ese ambiente rigorista que condena esa actitud, como su capacidad para suscitar la confianza absoluta en él y con ella el amor que salva. En la escena, como en la parábola del padre enteramente bueno, le hace ver a su anfitrión cómo su observancia de la ley tiene menos peso de humanidad que el gran amor que redimió a esta mujer; no le deja, pues, por imposible, le razona para que se pase a la misericordia que es la actitud que Dios demanda, que es la que corresponde a sus hijos porque es también la suya.
El otro ejemplo es el de Zaqueo, el hombre más despreciado de Jericó, tanto que, a pesar de ser tan rico, no le abrieron paso para que pudiera ver a Jesús, tanto que echó a correr por la calle y se subió a un árbol para verlo, acciones que no corresponden a una persona importante, a alguien respetado y que se respete a sí mismo. Jesús avanza por la ciudad escoltado por sus discípulos, por muchos peregrinos que iban a Jerusalén y por mucha gente de la ciudad que colmaba también las aceras. La gente se alegraba de la presencia de Jesús y le tributaban un caluroso homenaje. Pues bien, estando en olor de multitudes, en medio de esta cálida acogida, vio a Zaqueo y le manifestó que quería hospedarse en su casa.
No se puede imaginar un desaire mayor a la ciudad y algo que causara mayor desconcierto a sus discípulos. El evangelista comenta que todos, no sólo los jefes religiosos sino toda la ciudad y hasta sus discípulos, murmuraban de él. Él se fue con Zaqueo, mientras todos lo abandonaban escandalizados. Es claro que para Zaqueo fue el día más feliz de su vida. Él quería ver a Jesús porque había oído hablar de su misericordia. Pero lo que hizo con él ese día, que fue preferirlo a toda la ciudad, era tan excesivo que él se sintió completamente fuera de sí de tanta alegría. Y por eso fue tan espléndido que al fin muchos en la ciudad reconocerían admirados que Jesús supo hacer bien las cosas, que hizo lo que tenía que hacer, aunque en un primer momento sonara tan revulsivo.
Como se ve, la acogida de Jesús tiene tal peso de realidad humanizadora, agracia tanto, que el agraciado cambia de vida, pasa a mejor vida. Nada de penitencia amarga ni humillación. Es la alegría del Reino. Jesús la trasmite con su presencia (21). Ése es su poder.
2.5 EL PODER DE COMUNICAR REALMENTE A LOS POBRES EL EVANGELIO DEL REINO
Dar una buena noticia a los pobres es la señal mesiánica por excelencia. Ese acontecimiento es así expresión de la fuerza escatológica del Espíritu (22). Como es sabido la expresión se encuentra por dos veces en Lucas (4,18 y 7,22) y es una cita de Isaías (61,1;29,19). La primera mención aparece en una escena que se suele considerar normalmente como redaccional. Es la clave que da Lucas para leer a través de ella la misión de Jesús. La pregunta es si esta composición de Lucas desentraña de modo certero el sentido del ministerio de Jesús. Y es tan claro que sí, que la escena es completamente verosímil, aunque el final sea más difícil de aceptar en su tenor literal, aunque no tanto en su sentido. Lucas presenta a Jesús lleno de la fuerza de Dios, que ése es el significado del Espíritu. No por supuesto una fuerza elemental y ciega sino la fuerza propia de Dios, hecha de sabiduría y misericordia; más aún la fuerza en que él consiste, que es la consistencia del bien, el dinamismo del amor. Ya vimos que hay que retener el dato de que Jesús experimentó en su bautismo cómo el Espíritu lo marcaba con su sello para habilitarlo para la misión para la que el Padre lo elegía. Esta misión, ya lo vimos, es la de anunciar la venida inminente del reino de Dios, pero anunciarla con tal prestancia que de algún modo ya lo hacía presente.
¿Qué tiene que ver el Reino con los pobres? La respuesta de Jesús no puede ser más contundente: que es para ellos. Ésa es la buena noticia. Por eso proclama Jesús dichosos a los pobres que crean en ella (Lc 6,20).
Unir reino de Dios y pobres es decantarse por una de las dos líneas del mesianismo: no por la liberación de la patria, de la nación, sino por la liberación de los carenciados y privados injustamente (23). El mesianismo inicial, es el caso de Saúl y David, ungidos por el profeta Samuel para liberar a su pueblo, se refiere a la liberación nacional. Pero en este caso todo Israel está oprimido, en este sentido todo Israel es pobre. Coinciden de algún modo las dos líneas. Aunque cabe aún preguntarse por el motivo: ¿Dios quiere salvar a Israel porque lo ha elegido, bien porque tuviera mayores cualidades que otros pueblos, bien porque le complació a Dios su modo particular de ser, bien porque así se le ocurrió soberanamente o lo eligió precisamente porque lo vio pobre y oprimido? Si el motivo es alguno de los de la primera parte del dilema, el estatuto de pobre es una mera eventualidad, pero si lo eligió porque se compadeció de él, lo eligió no por ser quien es sino por su estado miserable. El motivo de elegirlo no está en la calidad de la nación sino en la calidad de Dios, en la bondad que lo caracteriza. Se puede comprobar que a lo largo de la monarquía y aun después de la restauración las fuerzas vivas tendieron a considerar la elección ligada a la nación como tal y por tanto tendieron a sacralizar el establecimiento, tanto el sistema de propiedad, como los usos y costumbres, como sobre todo las instituciones religiosas. Los profetas, desde Amós, tendieron a poner las cosas en su sitio. Dios sacó a los Israelitas de Egipto porque estaban oprimidos y él es un Dios liberador, así que, como ahora el establecimiento es opresor, se va a volver contre él (9,7-10). El día del Señor no será de salvación sino de ajuste de cuentas (5,18-27).
Para ellos la diferencia entre el sentido de la realeza en Israel como expresión de la alianza y el modo de concebirse en los Estados de su entorno estriba en que el rey no es monarca absoluto sino un delegado de Dios para instaurar el derecho y la justicia. Dada la desigualdad reinante, su servicio consistía en hacer justicia a los pobres (Sal 72,4.12-14). Pero fuera de Ezequías y Josías, los reyes de Israel y Judá no cumplieron este programa. Por eso se esperaba que la unción del Espíritu descansara de un modo definitivo en alguien que con el corazón de Dios y con su fuerza realizara para siempre ese programa (Is 11,4; Jr 23,4-6;33,15-16). Aunque más densa es aún la línea que, desesperada de los salvadores humanos, deja esa misión al propio Dios, el día de su venida (Ez 34, con la mención también del Mesías: vv.23-24). Lo ve como “baluarte del pobre en peligro”, el que ahoga los cantos de los tiranos (Is 25,4-5), el que abatió a la ciudad encumbrada y la pisan los pies del oprimido, las pisadas de los desvalidos (Is 26,5-6).
Así pues, para Jesús el que el Reino sea para los pobres es la revelación del ser de Dios, que consiste en su exuberante misericordia (Ex 33,19) (24).
¿Cómo proclama Jesús esta buena nueva a los pobres? Ante todo prefiriéndolos. Él empezó su ministerio por los caseríos, aldeas, y pueblos de Galilea, evitando las ciudades helenizadas: Séforis y Tiberíades no parecen en los evangelios (25). Jesús predica por las casas donde lo reciben, en las sinagogas y en los lugares públicos: en las calles y plazas, a la orilla del lago, en sitios despoblados, es decir por donde camina la gente, el pueblo llano que, como el propio Jesús, va siempre a pie y no tiene acceso a lugares exclusivos. La preferencia de Jesús no es excluyente. Ya hemos visto que acepta las invitaciones de la gente importante y predica en las sinagogas, donde acuden todos. Pero al preferir habitualmente los lugares públicos el problema es que son los que se tienen por algo los que ordinariamente se excluyen para no mezclarse con el pueblo llano.
Jesús está con ellos y les habla, no como el líder que halaga y mediatiza y de ambos modos despersonaliza y masifica. Jesús está como uno de tantos, dando lugar y ocupando el suyo, dando confianza y estimulando, respetando y haciendo que aflore la dignidad de cada quien. Jesús, como hace todo eso, no para buscar su gloria sino porque quiere de verdad a la gente y como lo hace en cuanto enviado de Dios, con su modo de estar entre ellos siembra la fe en Dios y hace concebir una gran esperanza. Jesús es el dirigente según el corazón de Dios que conoce a la gente y que se da a conocer, y que da su vida para que ellos tengan vida (Jn 10,10-15).
Por eso Jesús logró que la masa sobrecargada y abatida se fuera poniendo en pie y se movilizara (26). Es decir que de hecho los pobres sí recibieron el ministerio de Jesús como buena nueva de Dios. Por eso le fueron fieles hasta el final. Ellos ante todo fueron quienes lo siguieron. Podemos decir que se fraguó una alianza firmísima entre Jesús y los pobres de su tierra.
El que Jesús comunicara no sólo verbal sino realmente la buena nueva del Reino a los pobres y que por eso ellos no quisieran apartarse de él (Mc 6,32-33;8,2) y disfrutaran escuchándolo (Mc 12,37), nos introduce de modo muy hondo en el tipo de poder que tuvo Jesús. Un poder completamente personal, hecho de pura prestancia, pero siempre que la entendamos de un modo enteramente transitivo. Jesús atraía, insisto, no porque tuviera acumulado mucho saber o riquezas o poder sino porque conoció a los suyos y se dio a conocer por ellos, porque tuvo la capacidad de relacionarse íntimamente con ellos, porque había penetrado hasta el fondo en su situación y en sus resortes, y así ellos al contacto con Jesús sentían que se habitaban y que ponían en movimiento lo mejor de sí. Es el cumplimiento inesperado de la profecía de Isaías: “Aunque el Señor les dé agua tasada y pan medido, ya no se esconderá tu Maestro, con tus ojos verás a tu Maestro; si se desvían ustedes a derecha o izquierda, tus oídos oirán una llamada a la espalda: ‘Éste es el camino, caminen por él’” (30,20-21). Jesús les respetaba tanto, que hasta les pedía que cargaran con su yugo, les llamaba a compartir la responsabilidad por el Reino. Éste es el poder específico de Jesús.
Hay que decir que en las promesas escatológicas de los profetas ocupa un lugar central lo que podemos llamar utopía de la vida: un trabajo no alienado sino fructífero y una vida fecunda, es decir en la que los hijos no se malogren. A eso tan elemental, pero tan imposible para las grandes mayorías a lo largo de la historia y desde luego en la actualidad, la Biblia lo llama la bendición de Dios (Is 65,17-24). Jesús también proclamó esta promesa en las bienaventuranzas: los hambrientos van a quedar hartos y los sufridos van a poseer en herencia la tierra (Lc 6,21; Mt 5,5). También se refirió con frecuencia al gran banquete en el que iban entrar todos los que nunca han participado del banquete de la vida (Lc 14,15-24).
Sin embargo para él todo esto pertenecía al futuro. ¿Concibió alguna manera de vislumbrar esta utopía que Dios tiene preparada? Lo hizo de dos modos: como celebración y como exigencia. Él tuvo poder para convocar a grandes masas. Y en esas convocaciones no sólo se alimentaba el entendimiento, se fortalecía la voluntad y se encendía el deseo; también a veces se celebraba la vida en banquetes campestres llenos de alegría. De cualquier manera que entendamos las multiplicaciones de los panes, bien sea en su tenor literal, bien como la capacidad que tuvo para lograr que todos compartieran, es importante considerar que Jesús fue capaz de poner estos sacramentos humildes y gozosos del banquete del Reino.
La exigencia de Jesús aparece patentizada en la representación solemnísima del juicio final. En ella el único criterio para entrar en el Reino es la solidaridad con los pobres (Mt 25,40). Jesús proclamó que el Padre del cielo se cuida de sus hijos. Pues bien, él cree que esa providencia se ejerce por medio de los seres humanos que se hermanan con los necesitados socorriéndolos. Él se hermanó con ellos y también recibió de otros el don de la ayuda fraterna.
- 6 EL PODER DE IRRADIAR ENERGÍAS SALUTÍFERAS Y MÁS AÚN DE SUSCITAR LA FE QUE CURA
El otro modo de anticipar la utopía de la vida fueron los exorcismos y las curaciones. Como dijimos desde el comienzo, unidas a la enseñanza (27), ellas son el motivo de la popularidad de Jesús (Mc 3,7-12). Es oportuno señalar que en los dos textos que hemos citado de Lucas sobre la evangelización a los pobres aparecen también las curaciones como signo de la acción del Espíritu (Lc 4,18) y de que es el que tiene que venir (Lc 7,22). En ambos las curaciones son signos del enviado escatológico. Obviamente que Jesús no hace milagros porque se tiene por el enviado escatológico y encuentra escrito que ésas son las señales de lo acreditan. Jesús hace esas señales porque tiene el Espíritu de Dios, su mismo corazón misericordioso, y porque la misericordia tiene en él esa calidad recreadora, liberadora, regeneradora, que caracteriza a la misericordia divina. Por eso, porque revela a Dios, es el enviado escatológico (28).
Como revela, no al Dios de los dioses y al Señor de los señores, que corona trascendiéndolas las grandezas humanas, sino al que da vida a los muertos y llama a la existencia a lo que no existe (Rm 4,17), por eso no entabla una dialéctica positiva que va de los que son algo a que sean más sino la dialéctica negativa de recobrar lo que estaba perdido, o como lo expresa Mateo citando los cantos del Siervo, de no quebrar la caña rajada ni apagar la mecha que aún humea sino tomar nuestras dolencias y quitar nuestras enfermedades (cf 12,20;8,17). Ése es el sentido de las curaciones de Jesús: son un signo de que Dios no se resigna a que su creación esté tan menoscabada, no se resigna ante tanta vida disminuida. Dios quiere que los cielos y la tierra estén llenos de su gloria. Y la gloria de Dios es el ser humano lleno de vida. Por eso Jesús, que tiene el corazón de Dios, tampoco se resigna a la resignación de esa humanidad doliente y cura a los enfermos expresando que en su enfermedad no ha tenido parte Dios, que ella de ningún modo es un castigo suyo sino que por el contrario él intervendrá dándoles vida plena: ésa es su gloria (Jn 9,2-3).
Ahora bien ¿cómo da Dios vida? No la da por arte de magia ni de modo automático, la da como redundancia de su relación personal con nosotros. Esto es lo que significa que la vida se da por el conocimiento de Dios, es decir por la relación íntima entre él y nosotros. Ya nos hemos referido arriba al punto. Por eso Jesús cura, no mediante fórmulas y ritos mágicos ni mediante la técnica sino a través de su cercanía humana manifestada en su palabra y su contacto corporal. Cura como expresión de su prestancia humana que irradia salud y vida (eso significa la fuerza que sale de él) y por la calidad humana de esa energía de vida que, como hemos insistido, no pone a los demás en función de él sino que da lugar y hace crecer. Eso lo resumen los evangelistas diciendo que suscita la fe que cura. Fe sin duda en Dios, pero a través de él como su mediador, un mediador que se invisibiliza porque lo que busca es la gloria de Dios y la salvación de la gente. Así pues el poder sanador de Jesús es comprendido como dinamismo creador que fluye de su persona, pero más aún como la capacidad de suscitar la fe que sana, de modo que el sanado sea no sólo receptor agraciado de la salud sino también coautor de ella (Lc 8,48;17,19;18,42) (29).
2.7 EL PODER DE LIBERAR A PERSONAS QUE NO ERAN DUEÑAS DE SÍ
El poder de curar es visto a veces como combate victorioso contra la enfermedad, que aparece así como fuerza que quita vida al ser humano (Lc 4,39;7,8-9). En este caso la acción de curar se aproxima a la noción de exorcismo. Los demonios eran vistos (y son vistos todavía por la mayoría de la humanidad, con ese nombre o con el más frecuente de espíritus, que también aparece en los evangelios con un significado equivalente,) como fuerzas hostiles que se introducían de repente en los seres humanos desbancándolos y convirtiéndose así en los sujetos que obran en ellos.
El exorcismo es el caso más extremo de la dialéctica negativa. El reino de Dios está combatido por fuerzas hostiles, en último término fuerzas diabólicas, ya que dividen a las personas internamente deshumanizándolas. El Reino no podía venir sino venciendo sobre esas fuerzas y liberando así a los seres humanos subyugados por ellas. Pues bien, la anticipación del Reino tenía que tomar en este caso la forma de la liberación. Jesús entendió así sus exorcismos. En él actuaba el Espíritu de Dios (o el dedo de Dios: Lc 11,20) venciendo al fuerte que tenía prisioneros a tantos seres humanos y liberándolos (Mt 12,22-27) (30).
En este caso la actuación de Jesús en un punto es radicalmente distinta de la vista hasta ahora ya que Jesús no se dirige a las personas sino a los demonios que las señorean, y se dirige no dando que pensar sino con imperio. Manda e increpa a los demonios, y éstos le obedecen. Jesús no puede proceder como procede con los seres humanos ya que estas fuerzas son ahumanas, no se atienen a razones sino sólo ceden ante un poder superior al suyo. El poder aparece aquí como imperio. Y sin embargo en dos puntos actúa del mismo modo que siempre: En primer lugar se aproxima al endemoniado con libertad. No está ante él de un modo reactivo, despersonalizándose en tanto se reduce a la contraparte del demonio. Jesús ni teme ni agrede. Está en sus cabales, con naturalidad, con el corazón tranquilo y la mente abierta. Es que sigue el impulso del Espíritu Santo, que es una fuerza que podemos llamar tranquila ya que nada empaña su soberanía y porque su soberanía es saludable, constructiva. El segundo punto es que no vence al demonio por la fuerza bruta, poniéndose al nivel en que actúa el demonio. Lo vence con lo que tiene de más propio: con su palabra. Es la fuerza de la palabra que prevalece sobre las fuerzas oscuras, ciegas, deshumanizadoras.
Si consta en todos los estratos de la tradición que Jesús hizo exorcismos y si para él la derrota del fuerte que tiene prisioneros a seres humanos con el Espíritu de Dios que actúa en él es señal fehaciente de que el reino de Dios ha llegado, esto significa que no podemos ladear este aspecto como algo que queda confinado a su cultura y a otras culturas equivalentes porque en la cultura occidental no se sabe a qué se puede referir. Y sin embargo no podemos negar esta dificultad. Yo pienso que la experiencia que está en el fondo de los endemoniados (que no es lo mismo que la posesión diabólica, porque los demonios no son el diablo) se da en todas las épocas y sociedades, pero que en la sociedad occidental se elabora culturalmente de manera diversa.
Como no podemos desarrollar el tema por extenso porque desborda este artículo, dedicado sólo a estudiar el poder de Jesús, tenemos que decir que Jesús se encontró con personas que no eran dueñas de sí. Por eso su poder en esos casos actuó liberándolas de aquellas fuerzas que las tenían dominadas y que les impedían la libre disposición de sí. En estos casos no actuó sobre las personas, estimulándolas o sanándolas, sino sobre esas fuerzas deshumanizadoras. Pudo actuar sobre ellas porque no se sintió amenazado por ellas, no se tuvo que defender de ellas ni atacarlas en su mismo terreno infrahumano o deshumanizado. Su fuerza estuvo, pues, en la altura inconmovible de su prestancia, lo que tal vez podría equivaler a una plena integración personal, pero no entendida como completa autoposesión sino como confianza absoluta en su Padre y disposición absoluta a cumplir su designio, que le venía sugerido por el impulso interno del Espíritu, que coincidía con su propio corazón misericordioso que se dolía de la deshumanización de la gente y que buscaba su liberación para que pudieran encaminarse con su ayuda a su humanización integral, que consistía en vivir como hijos de Dios y hermanos unos de otros. El saberse en manos de Dios, el saber que nada podría arrebatarlo de esas manos y el estar entregado a la misión de anunciar y hacer presente su Reino, lo situaba desnudamente ante estas fuerzas que no sabían actuar ante la libertad sino que se movían en el terreno de lo compulsivo, de lo obsesivo, de lo reactivo.
2.8 EL PODER DE REUNIR DISCÍPULOS EN FUNCIÓN DEL REINO
¿Dónde está el poder en el hecho de reunir discípulos? Está en que Jesús no es un maestro como los de su cultura que habían sido discípulos hasta convertirse ellos en maestros a los que acudían discípulos que un día llegarían a ser como ellos o más versados. Los discípulos de Jesús sabían que Jesús no había sido discípulo y que ellos seguirían siendo discípulos siempre. Jesús no era un maestro sino el Maestro. Y el seguimiento no estaba centrado en la exégesis de la Ley y el estudio de la tradición exegética oral sino que consistía en participar de su misión. Y para poder hacerlo, debían permanecer con él, sea dejando la familia y acompañándolo siempre, sea estando al tanto de lo de él y acompañándolo cuando se aproximaba a su tierra o cuando ellos podían desplazarse, pero siguiendo en su casa. Es obvio que éste era el caso más frecuente, de tal manera que a quien Lucas aplica el término técnico de la actitud del discípulo (“estar a los pies del Señor”: 10,39) es a una mujer, de la que no se dice que le acompañó, y que sin embargo tiene un papel tan importante que es ella la que unge a Jesús anticipadamente como Mesías (Jn 12,3), gesto del que dice Jesús que habrá de recordarse donde se proclame el evangelio (Mc 14,9).
Así pues, el poder consistió en que, citando las palabras del cuarto evangelio, fue un testigo de la verdad con tal prestancia que muchos oyeron su voz y lo siguieron. En eso consiste el peculiar mesianismo de Jesús: él es Rey porque impera sobre muchos desarmadamente, sin poseer tropas ni aparato administrativo (Jn 18,36-37). La gente lo sigue porque cree en él. Cree en él porque no busca su gloria sino el bien de todos como designio del Padre, y porque lo busca de tal modo que quienes lo siguen se sienten agraciados al ir detrás de él. Escuchan su voz porque tiene palabras de vida eterna (Jn 6,68), palabras que confortan e iluminan, que sanan y liberan, que salvan a la persona entera.
La medida de esa prestancia la da el hecho de que Jesús no es un populista: no halaga a sus seguidores ni sostiene su adhesión con dádivas y promesas. Jesús por el contrario pide que participen de su responsabilidad, y no promete éxito en esa empresa, exige más bien estar dispuestos incluso a sufrir la tortura atroz de la cruz. No sólo eso, el seguimiento ha de ser incondicional: tienen que posponer a la familia, incluso tienen que negarse a sí mismos (31).
La pregunta que surge es si alguien puede exigir tanto, que equivale a todo, legítimamente. La respuesta tiene que ver con la inminencia del reino de Dios. Si éste es el tiempo del Reino, la normalidad queda cancelada y la persona que oye el anuncio debe poner su vida en función del Reino. En él está la salvación y la vida. Perder todo por el Reino es ganarlo. Así pues la prioridad absoluta del seguimiento de Jesús no centra a la persona alrededor de él sino que la convierte en su compañero de camino hacia el Reino. Él también ha puesto toda su vida en función del Reino y su vida no ha quedado truncada sino que por el contrario ha alcanzado toda su plenitud, la que los discípulos reconocen en el Maestro.
Así pues donde parece que se da la mediatización absoluta, digamos la alienación fundamentalista en función de Jesús, lo que se da es la invitación a trascender como él. Pero el poder de Jesús llega no sólo a invitar a ello sino a dar poder para trascenderse efectivamente.
3. REACCIONES ANTE EL PODER PECULIAR QUE IRRADIABA JESÚS
3.1 LOS DISCÍPULOS NO ABANDONAN A JESÚS. ÉSA ES SU PRESTANCIA EN MEDIO DEL DESENCUENTRO
Hasta aquí hemos caracterizado el poder de Jesús, refractado en múltiples vertientes íntimamente conectadas. Nos tenemos que preguntar si este poder fue captado como tal, en toda su integridad y cuáles fueron las reacciones ante este Jesús que se manifestaba de un modo tan humano, pero a la vez tan sorprendente.
Tenemos datos sólidos para establecer que un sector de sus simpatizantes, entre los que se encontraban ante todo el círculo más íntimo de sus discípulos, interpretaron todas estas manifestaciones como indicios de su condición mesiánica comprendida más o menos según el modelo davídico (32). Juan narra que, llevada por el entusiasmo de una de esas comidas comunitarias que organizaba Jesús, la gente concluyó que era el Profeta anunciado por Moisés (Dt 18,15-19), interpretado como caudillo liberador escatológico, como rey de Israel. Jesús tuvo que huir solo al monte (Jn 6,14-15). Los sinópticos en este mismo pasaje (con fundamento histórico, aunque se interprete diversamente) dicen que Jesús tuvo que obligar a sus discípulos a que se embarcaran mientras él despedía a la gente (Mc 6,45). Ligando las dos versiones, parece que ellos serían los instigadores de este entusiasmo mesiánico (33).
En los sinópticos está la escena de la confesión mesiánica de Pedro (Mc 8,27-33). Jesús les manda que no hablen de eso y en cambio les hace ver que, puesto que los jefes no lo han reconocido, le espera la persecución y la muerte, pero que Dios tendrá la última palabra y lo reivindicará. Para Pedro eso es un derrotismo inadmisible ya que equivale a un desfallecimiento en su fe, porque si como Mesías está ungido con el Espíritu para liberar a su pueblo ¿qué poder podría prevalecer sobre la fuerza de Dios? Jesús exige a Pedro que se coloque detrás de él asumiendo su condición de discípulo sin pretender marcarle el camino. Más aún, lo califica de diablo ya que pretende apartarlo del camino de Dios y meterlo por un camino inventado por los seres humanos. Y volviéndose a todos los que lo siguen les pone como condición para el seguimiento negarse a sí mismos, que en este caso concreto significa no aferrarse a sus concepciones religiosas sino abrirse a la novedad del Reino de la que Jesús es portador.
El que Jesús califique la concepción de Pedro como una lógica puramente humana resulta cuando menos sorprendente ya que Pedro podría haber mostrado a Jesús muchos pasajes bíblicos en los que el Mesías iba a derrotar de un modo definitivo a sus enemigos (Sal 2; 110;72,8-11; Am 9,11-12; Za 9,9-10). Jesús se sitúa más bien en la línea de los pasajes en los que el Mesías lo que obra es la reconciliación del pueblo con su Dios (p.ej. Ez 37,22-27). Pero aun en estos pasajes el fruto de la justicia es la paz perpetua, lo que supone la prevalencia sobre los enemigos, si no militarmente al menos como reconocimiento y respeto de su modo de vida superior (34). Jesús sin embargo prevé que los jefes no se van a convertir y que por eso, como no van aceptar ni ser puestos en evidencia ni que él se lleve a la gente, van a acabar matándolo. Los discípulos no pueden comprender que la fuerza de Dios incluya su impotencia de no vencer a la fuerza bruta con la fuerza bruta. Esa impotencia les parece incompatible con el honor de Dios, con su gloria, en el fondo con su divinidad. Y por tanto también les parece que el enviado de Dios, si es verdad que debe preferir los métodos pacíficos, debe estar también dispuesto a prevalecer por la fuerza derrotando a los recalcitrantes. La referencia de Jesús a que Dios lo resucitará les parece demasiado etérea. Ellos creen que el problema está planteado en esta historia y que debe resolverse en ella con sus mismos términos: el derecho y la justicia deben triunfar de cualquier forma que sea. Dios debe aparecer como superior en cualquier campo en que lo reten (35).
Ellos ya no contestarán al maestro, incluso lo seguirán, pero sin aceptar el punto de vista que les acaba de presentar, aferrados a sus imágenes de grandeza, buscando los primeros puestos en un reino como los de este mundo, pero con la fuerza de Dios y lleno de gloria. Ellos sueñan con triunfar sobre los enemigos de Dios y no aceptan un poder como el que propone Jesús, todo lo cualitativo que sea, pero que no se impone a las buenas o a las malas. Los zebedeos están dispuestos a pasar todo tipo de sufrimientos porque esperan la recompensa a sus trabajos, una recompensa completamente terrenal, aunque venida de Dios, convalidada por él. Y los demás se enfurecen contra ellos porque tienen la misma pretensión (Mc 10,35-41).
La escena de la trasfiguración hay que entenderla como el intento de que comprendan que el camino que sigue y les propone Jesús no es de ignominia sino que posee la misma gloria de Dios. Pero ellos no entienden nada y pretenden quedarse allí y no seguir caminando. Por eso la visión acaba en las tinieblas de la densidad de Dios que les insta a que escuchen a Jesús. Pero ellos al bajar siguen aferrados a su interpretación y preguntan por el papel de Elías que tiene que venir a poner todo en orden, se entiende como lo hizo en el Carmelo y más aún después del Horeb: provocando un alzamiento militar. Jesús los vuelve a la realidad. Elías fue el Bautista y lo trataron a su antojo, como harán con él. Ellos se quedan bloqueados.
Ahora bien, si no han aceptado el poder desarmado de Jesús, y siguen hasta el fin soñando en el triunfo político-religioso de Jesús sobre los enemigos de la nación, si incluso algunos de los más allegados, como Pedro, tienen armas, lo que les coloca al margen de la ley y expuestos a la pena capital, y completamente al margen de la dirección de Jesús, sin embargo no lo abandonan, Eso sólo se puede explicar si para ellos Jesús es más que la función mesiánica que le atribuyen, si él es Jesús, una persona irreductible, incomprensible también, que han encontrado y que no pueden abandonar. Ésa es la trascendencia de Jesús, su prestancia personal respecto de sus discípulos, en medio del desencuentro.
3.2 LOS MAESTROS DE LA LEY Y LOS FARISEOS, PERPLEJOS ANTE JESÚS, LE PIDEN UN PORTENTO
Para los dirigentes los indicios de poder que muestra Jesús resultan a la postre inasimilables. No se puede decir que al principio no hubiera vasos comunicantes. Si Jesús enseñaba en las sinagogas y hasta en el templo, dato que podemos dar por cierto, hay que presuponer que Jesús contó con la simpatía o por lo menos con la condescendencia aquiescente de un número significativo de maestros de la Ley y de fariseos. Ellos también captaron su prestancia y juzgaron que no era vana jactancia sino densidad religiosa y por ende humana. Ellos, como el pueblo y los discípulos, también fueron sensibles a sus palabras y a sus signos. Particularmente ellos captaron que Jesús iba derecho a lo más medular de la Ley, es decir a lo que la estructura; y en cuanto personas creyentes que eran, captaron en sus palabras la llamada misma de Dios y hasta admitieron la posibilidad de que fuera en verdad un enviado suyo. Esta convicción les hacía mucho peso, sobre todo a los más abiertos a la revelación de Dios.
Pero había otras características de Jesús que los desconcertaban y les hacían sospechar que él fuera un falso profeta que apartaba a su pueblo del camino que Dios le había marcado. En este caso el peligro era muy serio porque Jesús no inculcaba falsos dioses, las divinidades de los paganos, sino que se valía de lo más santo de la Escritura para desviar al pueblo de los usos sagrados que se remontaban, según ellos a Moisés. Para los que sospechaban esta impostura la actitud de Jesús era muy sutil porque él no abandonaba la Ley, como lo hacían en puntos llamativos los tenidos por eso como pecadores públicos, ni menos aún hablaba en contra de ella. Pero, como el Bautista, no insistía ni en el culto del templo ni en la observancia de las leyes de la pureza. Y es verdad que los evangelios no ofrecen un solo ejemplo de Jesús presentando en el templo ofrendas ni sacrificios. Tampoco hay ninguna enseñanza suya sobre los preceptos de la Ley no escrita que se tenían como exégesis autorizada de la Ley escrita. Más aún, las curaciones en sábado contravenían la interpretación rigorista del descanso sabático que prevalecía en su ambiente y que sería la única que quedó después de Yabne. No sólo eso, también justificó el que sus discípulos no guardaran las leyes de la pureza. Y llegó a proferir sentencias que en su tono enigmático parecían echarlas por tierra: “Nada que entra de fuera puede manchar al ser humano; lo que sale de dentro es lo que mancha al ser humano” (Mc 7,14-15). Esta sentencia es tan escandalosa en su medio que los especialistas que absolutizan el principio de homogeneidad, sostienen que no la pudo proferir un israelita del siglo I (36). Sin embargo, parece difícil negar que Jesús obró conforme a este principio y por ello comió con pecadores públicos, estuvo dispuesto a entrar en casa de paganos y tocó leprosos y hasta cadáveres, cosas mucho más graves que omitir la purificación de las manos antes de comer.
Pero, como dijimos, para Jesús la relativización absoluta de la Ley tomada en toda su extensión (los 613 preceptos que se codificarían después) (37) tenía otra razón más decisiva. Lo esencial de la Ley, lo que la estructuraba (el adorar sólo a Dios y amarlo con todo el ser y amar igualmente al prójimo en el sentido novedoso de hacerse prójimo del necesitado) iba a dar de sí completamente trascendiéndose al iniciarse el reino de Dios. Ante este acontecimiento definitivo la ordenación legal y cultual que estructuraba al pueblo de Dios quedaba superada (38). El conocimiento de Dios (el recibir completamente a este Dios que se hace inmediato) y la misericordia deben en adelante reestructurarlo todo, no en la dirección de la separación excluyente sino de la inclusión salvadora (39).
Bastantes de estos dirigentes tendrían el suficiente sentido religioso y en concreto de la alianza como para predisponerse positivamente a lo que decía Jesús. Pero les resultaba inasimilable la relativización, implícita en unos casos, en otros indirecta, de todo el sistema religioso que ellos representaban, es decir trasmitían, inculcaban y administraban. Las parábolas del tesoro y de la perla escondidos, que piden venderlo todo para adquirir eso encontrado que supera de modo absoluto todo lo demás, aplicadas al ordenamiento religioso con el que se sentían identificados, resultaban tan desmedidas que les resultaron intolerables.
Por eso, la propuesta incesante de que hiciera un signo que lo acreditara (Mc 8,11-13;Lc 11,29-32;Jn 6,30-31). Hemos insistido en que los dirigentes eran sensibles a la prestancia de Jesús, a la autoridad de sus palabras y acciones. Pero como hay aspectos de su conducta y de sus palabras que no cuadran en el establecimiento religioso, por eso piden un prodigio para salir de la duda. Para Jesús esa petición es signo de extravío religioso, que ése es el sentido de “generación adúltera”. Si es claro que no proponen dioses paganos ¿en qué consiste el abandono de Dios de los custodios de la religión revelada? En que han convertido la Ley en el “ídolo mosaico” y así el confinamiento en esas tradiciones sacralizadas les impide abrirse al designio de Dios que consiste en la llegada de su Reino.
Los signos que pone Jesús son lo que revelan al Dios del Reino. Si para ellos no bastan, Dios ya nada tiene que hacer. Esos signos revelan a Dios como el Padre de todos y al Reino como la fraternidad de los hijos de Dios a la que todos están convocados. Los signos que ellos piden revelan a un Dios que se define por el poder, un poder desnudo, en sí, pura poderosidad, independiente de la salvación. Y el Dios de Jesús sólo tiene la fuerza inherente al amor en que consiste, las energías de la vida que brota del amor, el dinamismo creador, entendiendo la creación como el despliegue de su amor.
Jesús no tiene poder para hacer portentos; eso sería una irresponsabilidad con la creación; y lo acreditaría a él como poderoso. Pero él sólo ha sido envidado para salvar lo que estaba perdido y para dar vida con su vida a los desposeídos de vida, para que los que escuchan su palabra rebosen de vida.
Ellos tienen elementos para juzgar lo que tienen que hacer. Y lo que tienen que hacer es convertirse a la propuesta de Jesús antes de que se acabe el plazo (Lc 12,54-59).
3.3 LAS MASAS SIGUEN A JESÚS: ÉSE ES EL MOTIVO DE SU CONDENA
Así pues a la larga Jesús se encuentra cada vez más solo. Es verdad que agradece la fidelidad de sus discípulos respecto de su persona, pero le apena y le duele que no haya logrado convencerlos de su propuesta. Por eso, aunque siguen juntos y lo reconocen como el Maestro, sabe que sus proyectos son divergentes. Respecto de los maestros de la ley, que, no lo olvidemos, eran una especie de funcionarios con capacidad de decidir sobre el estatuto de una persona dentro del pueblo de Dios, las reticencias son cada vez más públicas. El dato, repetido en los evangelios, de que andaban tanteándolo a ver si se le escapaba alguna sentencia que pusiera en evidencia su falta de fidelidad y sumisión a la Ley y por ende a Dios, debe ser retenido como fidedigno.
El otro dato decisivo para explicar el desenlace de esa relación tan volátil es el ascendiente de Jesús respecto de las masas. Éstas no parecen haberse decepcionado de Jesús. El entusiasmo en torno suyo permanece hasta el final (40). Más aún, ese entusiasmo, demostrado en Jerusalén en la fiesta de Pascua, parece haber sido el motivo de fondo para detenerlo y deshacerse de él (41). Me refiero al motivo, no obviamente a las razones invocadas, de las que ya hablamos anteriormente.
Este motivo actuó desde dos vertientes: Una, a la que eran más sensibles las máximas autoridades, que suelen estar preocupadas en último término por el orden, es que la movilización que Jesús provocaba estaba resultando inquietante. Era claro que Jesús no aparecía como un caudillo mesiánico, al estilo de otros que habían aparecido y de bastantes más que aparecerían después. Jesús no era un peligro militar. Pero el entusiasmo que provocaba desbordaba los marcos establecidos. Es verdad que todavía no podía decirse que estuviera en contra de ellos. Pero lo cierto es que había aparecido otro polo de reunión que no tenía que ver con las instituciones establecidas ni estaba autorizado por ellos. En este movimiento de congregación no se descubría nada que pudiera tacharse de pueril o extravagante ni de fanático ni de desviado religiosamente. Eso, que de momento parecía dar cierta garantía, en el fondo aparecía como lo más peligroso. Jesús, ese tipo oscuro, que no se sabía de dónde había salido, al que no se le conocían antecedentes de grupos o escuelas en que se hubiera iniciado, tenía un como instinto para apuntar a lo medular de la Ley, para decir cosas muy gruesas sin descomedirse, y también para soslayar muchas cuestiones sin que se le pudiera acusar de despreciarlas, que a la larga resultaba alguien temible. ¿Qué se estaba fraguando? Algo que ciertamente escapaba a su control, aunque no se pudiera acusar de reprobable. Pero, si no salía de ellos ¿de dónde salía? Aparecía ante sus ojos un poder, un poder religioso, un poder religioso que mucha gente reconocía y que ellos no encontraban motivos para descalificar, aunque pudieran tener indicios. Se iba fraguando una dualidad de poderes: el de ellos, que en definitiva derivaba de Moisés, es decir de Dios, y el de este hombre que no se sabe de dónde viene.
En este estado de cosas que se iba diseñando había dos problemas a mediano plazo. El primero es que acabara embaucando al pueblo, ya que no se podían fiar de alguien sin credenciales. El segundo es que los romanos no podían mirar bien un movimiento no autorizado ni controlado. Si los jefes no actuaban, a la larga tendrían que intervenir ellos. Había que evitar ese peligro de raíz.
Pero el entusiasmo que provocaba Jesús despertaba recelo también desde otro punto de vista, al que eran más sensibles los maestros de la Ley y los fariseos. Era el del liderazgo. La aristocracia sacerdotal y saducea estaba en Jerusalén y en todo caso lejos de la vida del pueblo. Pero ellos desde la sinagoga animaban cotidianamente su vida religiosa. Ellos eran los líderes. Por una parte alumbraban el camino creyente y animaban a recorrerlo, por otra, mediante las leyes de pureza, ordenaban el espacio público según el cumplimiento de la Ley. Hasta ahora ellos eran los guías del pueblo. Pero ahora Jesús se afianza como guía desde otros parámetros. Se trata sin duda del mismo Dios y del mismo pueblo elegido y de la misma alianza. Pero los acentos están desplazados. Para Jesús la fidelidad se decide en el presente y consiste en abrirse al futuro inminente del Reino. Las palabras y las obras de Jesús y más aún su persona arrastran a la gente hacia él y su propuesta. Ellos ¿iban a ser desplazados? Lo que ellos representaban ¿iba a ser sobrepasado? La prestancia de Jesús se les aparecía como una amenaza.
Como se echa de ver, el motivo de recelar de Jesús, de inquietarse por el movimiento que creaba, de probarlo a ver si se le descubría alguna propuesta incorrecta, de intentar en vano desacreditarlo, y de considerar seriamente que había que quitarlo del medio, tenía que ver con la prestancia de Jesús, con su capacidad de expresar situadamente lo más medular de la Ley, con su poder de revelar realmente el reino de Dios con su palabra, con sus curaciones y exorcismos, con su dedicación a los pobres que lograba enaltecerlos, con su acogida a los pecadores que los rehabilitaba. Si la misión de Jesús no hubiera tenido la acogida entusiasta que logró, no habría despertado la oposición cada vez más cerrada de las autoridades. Pero como toda la gente andaba tras él y él no era de ellos, había que acabar con él.
3.4 LA PRETENSIÓN DESMESURADA, IMPLÍCITA PERO PERCEPTIBLE, DE JESÚS, ES EL PROBLEMA DE FONDO
En un estudio sobre el poder de Jesús no puede omitirse que todas estas muestras de poder apuntaban hacia una realidad personal que atraía enormemente, que provocaba mucha alegría, a la vez que sobrecogía haciendo concebir un inmenso respeto; un poder que excedía a cualquiera de las funciones de las que hablamos, un peso de realidad que tenía algo de definitivo, de absoluto. Y sin embargo esa majestad carecía de los atributos de los grandes de este mundo: extremado cuidado corporal, vestiduras exquisitas, séquito ostentoso, la distancia del poder, esa escenografía en la que el que manda queda siempre arriba y en el centro, y todos giran alrededor suyo y le sirven de pedestal. Por el contrario, esa majestad se percibía en una persona vestida como la gente común y corriente, que caminaba a pie, que era accesible a todo el mundo y que, lejos de llamar la atención sobre sí, se interesaba sinceramente por los demás y remitía todos a ese Dios a quien tenía por Padre, a ese Padre a quien respetaba como Dios. Esa majestad afloraba en un ser humano que se caracterizaba a sí mismo como manso y humilde de corazón (Mt 11,29) (41).
En la teofanía de Isaías aparece la santidad de Dios tan trascendente que no cabe en el templo, pero a la vez se nos invita a verla derramándose sobre sus creaturas de tal modo que ese peso de Dios en ellas se sobra, ya que es tan excesivo que ni los cielos ni la tierra en toda su grandeza lo pueden contener. Pues bien, de un modo semejante pero incomparablemente mayor, la presencia de Dios en Jesús, al ser correspondida por él sin ninguna resistencia sino con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas, se trasunta en todo su ser. Insisto que esto no puede ser entendido como una gloria mundana ni tampoco como una gloria sobrehumana, por ejemplo un aura iridiscente, un brillo extraterreno, una clarividencia que todo lo penetra o la capacidad de hechizar a todos para que sigan sus dictados.
La gloria de Jesús, digamos su belleza, es la de una persona que vive de Dios y para los demás, que vive así la paz de la confianza absoluta y el dinamismo tranquilo de la disponibilidad total; es la belleza de una persona que tiene el corazón limpio y está volcada misericordiosamente a los demás; es la nobleza y la irradiación de una persona que conoce la vida y el corazón humano porque vive con toda verdad y sin avidez. Es el peso de alguien tan humano como sólo el Hijo de Dios puede serlo (42) .
Al ser tan humana, es una gloria tan trasparente que puede pasar desapercibida ya que se ve como la manifestación misma de la realidad. Pero, como la de Dios, da consistencia, da peso, libera, da verdad y vida al que se acompasa a ella. Y sin embargo quien busca su propia gloria, bien sea de manera individualista, bien sea identificándose con una institución a la que sacraliza, no puede percibir la gloria de Jesús. No sólo eso, lo que capta en él de densidad de realidad lo interpreta como realidad negativa, sea ilusión, impostura o pertenencia al mundo diabólico.
Así pues hay que retener de los textos evangélicos que si hasta el bautismo Jesús aparece como alguien sin especial prestancia, poder o autoridad, y si luego se da a conocer como alguien que habla y actúa con autoridad, poco a poco tanto los discípulos, como la gente, como los jefes van captando que Jesús trasunta una autoridad digamos excesiva, es decir más allá de lo funcional, una autoridad, pues, que inquieta ya que remite a la realidad trascendente (43).
Esto lo capta el pueblo de modo intuitivo y no le inquieta sino que lo pone en movimiento, le da esperanza en el sentido estrictamente teológico, le da alegría. Por eso subrayan los sinópticos que ante los signos la gente reacciona con los sentimientos que despierta la teofanía y glorifican a Dios. En Jesús captan la presencia de Dios y por eso no se quedan en él sino que se remiten a Dios.
En los discípulos la reacción es doble: por una parte el reconocimiento de que se les escapa, que no lo pueden encajar en sus esquemas: “¿Quién es éste?” (Mc 4,41), dicen en su estupor. Por eso acatan sus exigencias. Y sin embargo no dejan sus pretensiones ni sus concepciones religiosas y hasta esperan que Jesús acabará por mostrase como ellos lo conciben. Lo increíble es que ni Jesús tome ninguna medida disciplinaria al ver que no le hacen caso, ni ellos lo abandonen al comprobar que no es el que ellos esperan. En este sentido la confesión de Pedro según el cuarto evangelio (“¿a quién iremos, si tú tienes palabras de vida eterna?”: 6,68) expresa no tanto la aceptación de la propuesta de Jesús sino más bien la captación de que su persona les da vida y que por eso no pueden separarse de él, a pesar de que se les escapa y que esa trascendencia los desazona y atemoriza.
A los jefes la sospecha de ese peso de realidad que desborda lo funcional les incomoda tremendamente y les parece una pretensión indebida. La expresión del cuarto evangelio: “No te apedreamos por ninguna obra buena sino por blasfemia, porque siendo un ser humano te haces Dios” (10,33) no parece pensable en labios de unos judíos hablando con otro judío. No parece verosímil ni que Jesús pretendiera hacerse Dios ni que los jefes hubieran podido verbalizar de este modo la pretensión de Jesús. Pero, aunque ni uno ni otros lo conceptualizaran así, hay que decir que el peso de realidad que irradiaba Jesús, la manera tan estrecha como ligaba su acción a la de Dios y la fuerza absoluta que daba a sus palabras apuntaban a alguien con el mismo peso de Dios. En este sentido hay que sostener que los desarrollos del cuarto evangelio están basados en la impresión que produjo Jesús, aunque su teorización adecuada necesitara de la experiencia de la Pascua y de muchas décadas de reflexión para que se pudiera llegar a plasmar (44) .
El misterio de su persona, que desborda sus acciones, es la base para lo que los bultmannianos llamaron cristología implícita en los sinópticos y más aún en la existencia de Jesús de Nazaret. No podemos reducir la Pascua al mero desvelamiento de este misterio y a la justificación por parte de Dios de esta pretensión de Jesús (45). Pero, si hay que afirmar que la Pascua es un acontecimiento para Jesús que acaba por constituirle completamente en su condición de Hijo de Dios con la prestancia que esto conlleva, también hay que insistir en que la resurrección corona trascendiéndolo un proceso que ya se venía dando en la vida de Jesús (46).
En este sentido es pertinente decir que a Jesús lo asesinaron porque su autoridad desbordaba todo lo acontecido hasta ahora en la historia de Dios con su pueblo, tanto la autoridad de Abraham y la de Moisés como por supuesto la de los profetas. Como no quisieron abrirse a ella, acabaron con Jesús. Pero, hay que recalcarlo, pudieron acabar con él porque esa prestancia no se impuso sobre ellos a la fuerza, porque esa gloria se proponía libremente, más aún se entregaba tan gratuitamente que se ponía a merced de los demás, tanto del pueblo, como de los amigos, como de los enemigos. Tomada por éstos la decisión de quitarlo del medio, faltaba una ocasión para hacerlo plausiblemente.
4. PODER E IMPOTENCIA DE JESÚS EN LA FIESTA DE LA PASCUA
- 1 EL INCIDENTE DE JESÚS EN EL TEMPLO, OCASIÓN INMEDIATA DE SU CONDENA. SENTIDO DEL INCIDENTE Y DISCUSIÓN SOBRE SU AUTORIDAD
La ocasión la dio la actuación de Jesús en la fiesta de la Pascua. Prescindiendo de la reelaboración de cada evangelista, puede aceptarse el hecho de que al acercarse a Jerusalén, Jesús fuera reconocido por los peregrinos galileos que subían a la fiesta y que entraran con él manifestando en la capital el orgullo que sentían por el profeta de Nazaret de Galilea. Podemos imaginar una entrada festiva de varias decenas de miles, un hecho que asombraría a la ciudad e inquietaría a las autoridades. El hecho es presentado en los cuatro evangelios como una manifestación inequívocamente mesiánica, aunque pacífica. Puede asumirse como una interpretación válida, aunque como hecho histórico bastaría la expresión, que citamos, de Mateo (21,11) en la que la gente que lo acompaña caracteriza a Jesús como el profeta de Galilea (47).
Los evangelistas reseñan en esas fechas una intensa actividad de Jesús en el templo, fundamentalmente de enseñanza al pueblo, pero también de disputas con las diversas fracciones dirigentes: saduceos, maestros de la Ley y hasta un grupo combinado de fariseos y partidarios de Herodes. Es claro que, sobre todo en Marcos, parece una composición programática a través de la cual Jesús queda calificado como el Maestro, no sólo delante del pueblo sino ante los dirigentes que, habiendo quedado mal en las confrontaciones, al final no se atreven ya a plantearle cuestiones (Mc 12,34). Ya hemos visto que, prescindiendo de este ordenamiento del material para mostrar la tesis de Jesús Maestro, sí es cierto que los maestros de la Ley y los fariseos llegaron a reconocer la prestancia de Jesús y fueron impactados por su manera de situarse ante el misterio divino, de aludirlo y revelarlo.
Pero la actuación que pasó el límite de lo tolerable fue su irrupción en el templo volcando las mesas de los cambistas e impidiendo el tráfico de animales (48). Este acto tuvo que ser de escasa magnitud, es decir que no paralizaría ni el cambio de moneda ni la afluencia de ganado para los sacrificios, ya que ese hecho sería tan grave que no pudo no haber intervenido la guardia del templo o los romanos que controlaban todo desde la torre Antonia. A no ser que lo entendamos como la irrupción momentánea de una majestad tan sobrecogedora que se hubieran quedado todos paralizados. En los evangelios se describe por el contrario la acción de Jesús de derribar mesas e impedir la circulación de animales. Claro que esta acción tuvo que ir revestida de un componente de autoridad que se impone (49), ya que, si no, no es comprensible que no la hubieran resistido los mismos afectados e incluso los devotos que preparaban sus sacrificios y ofrendas. Por la razón aducida, además de porque las fuentes no permiten interpretarlo así, ya que sólo mencionan la actuación de Jesús, hay que descartar la acción de un comando al estilo de los zelotas o una acción masiva.
Sin embargo por muy reducida y momentánea que fuera, sí fue percibida en su significatividad, por lo que las autoridades tuvieron que intervenir. ¿Cuál pudo ser el sentido del acto? Desde luego que no una purificación, porque en sentido técnico el templo no había sido profanado. Los estudiosos señalan al respecto el cuidado de los romanos para no ofender el sentimiento religioso de los judíos. No puede significar sino la destrucción simbólica del templo ya que, si se paralizan las ofrendas y sacrificios, el templo pierde la función asignada por la Ley. Esta destrucción puede entenderse en un doble sentido: en el de Jeremías que anuncia la destrucción del templo porque quienes acuden a él emplean las ofrendas y sacrificios para poder pecar con la seguridad de ser absueltos sin necesidad de conversión (Jr 7) o en el sentido de que en el Reino no habrá templos porque Dios será inmediato a cada creyente y habitará en persona en medio del pueblo. Así lo expresa abiertamente el cuarto evangelio (Jn 4,20-24) y el Apocalipsis dice que en la Jerusalén celeste no habrá ningún templo ya que su templo es Dios y el Cordero (21,22). Por eso Jesús será acusado de haber dicho que él iba a destruir el templo. Y aunque él no haya dicho estas palabras, sí parece cierto que habló de que iba a ser destruido; más aún, sí relativizó absolutamente su papel de mediación ya que en su propuesta lo omitió completamente. Desde estos antecedentes, parece congruente que ese signo haya sido captado de esa manera (50).
Por eso es explicable que una comisión oficial del sanedrín lo emplazara judicialmente requiriéndole que diera cuenta de la autoridad con que había actuado (Mc 11,27-28). Debemos convenir que las autoridades tenían no sólo derecho sino también deber de hacer esta indagación. La base de la pregunta es que las autoridades legítimas del templo eran ellas, y era obvio que ellas no lo habían autorizado para paralizar las actividades sagradas del templo. Una intromisión tan grave en la marcha del templo no podía justificarse como una ocurrencia propia, sean cuales fueren las razones invocadas. Por eso la pregunta ¿con qué autoridad actúas así? equivale a esta otra ¿quién te ha dado autoridad para actuar así? La única respuesta satisfactoria sería que Dios mismo le hubiera autorizado (51). Pero ¿cómo el Dios que había concebido y prescrito todos los usos del templo iba a autorizar a alguien para cancelarlos?
Jesús responde al emplazamiento de los jefes con otro emplazamiento: la pregunta por la autoridad del Bautista. Para el pueblo era indiscutible que el Bautista había sido envidado por Dios; pero ellos no lo habían reconocido. En absoluto las autoridades institucionales tenían que reconocer que podían existir también autoridades carismáticas. Ellos tenían la obligación de realizar el discernimiento y reconocerlas. Pero en el caso del Bautista no habían cumplido con su obligación ya que ni lo habían desautorizado como falso profeta ni lo habían reconocido como enviado de Dios. ¿Qué derecho tenían a interpelarlo unas autoridades que no cumplían con su deber? El pueblo sí había discernido y ellos no. En su caso él había dado señales claras de que él era el enviado escatológico de Dios. La autoridad de Jesús es la de sus palabras y sus obras. Ellos ya tienen elementos de juicio. El pueblo ya ha decidido y por eso acuden a él, y ellos se han negado a reconocerlo como se negaron a reconocer al Bautista. Su autoridad está en la misma línea que la del Bautista. Él la reconoció y se hizo bautizar por él y recibió la misión de anunciar y hacer presente el Reino, para cuya llegada había preparado Juan al pueblo. A él lo ha autorizado el mismo que autorizó a Juan. ¿Quién lo autorizó? ¿Lo autorizó Dios o no? Ellos tienen la obligación de discernir y pronunciarse (52).
Los jefes no quisieron pronunciarse y de esa manera se desautorizaron como jefes (53). Por eso Jesús no respondió. Delante del pueblo Jesús ve confirmada su autoridad, y las autoridades se la reconocen implícitamente al retirarse sin palabras.
Hay estudiosos que interpretan el pasaje en el sentido de que Jesús no reconoce a los jefes autoridad sobre él. Su autoridad viene de Dios y sólo a Dios ha de dar cuenta. Así interpretan también su silencio ante el sanedrín y deducen que murió porque según los jefes se ha excluido del pueblo de Dios al no reconocerles su autoridad sagrada (Dt 17,12) (54). Como acabamos de ver, la cosa es más sutil. Jesús reconoce en los jefes el derecho y el deber de discernir la autoridad carismática de Juan, que está ligada a la suya, aunque la suya la sobrepasa, ya que está dentro del tiempo del Reino que es el tiempo de consumación de toda la historia anterior de Dios y su pueblo, tiempo que Juan vislumbró situándose en su umbral. Hemos insistido en que para Jesús la Ley, como expresión de la alianza, tiene un dinamismo profético que camina hacia una consumación que la trasciende, como anunciaron los profetas del exilio (Jr 31,31-34;Ez 36,25-28) (55). Los representantes de la Ley deben vivir abiertos a este dinamismo, a esta irrupción de Dios. Si se cierran, ya no son representantes del Dios vivo sino del ídolo mosaico. Jesús ha dado señales. Ellos tenían la obligación de discernirlas y consiguientemente de reconocer la autoridad que Dios le había dado. Pero ellos no quisieron reconocer a Juan y persistiendo en esa actitud no lo reconocen a él. Jesús no los deja por imposibles, les pone a pensar, dándoles oportunidad de que recapaciten. Ésa es la autoridad de Jesús, nunca prepotente, siempre razonable y dialógica, buscando la salvación, confirmando al pueblo en su discernimiento y llamando a reflexión a los dirigentes.
Pero los dirigentes no rectifican sino que por el contrario deciden ya su muerte, pero después de la Pascua para evitar que la gente arme un tumulto para defenderlo. Sin embargo, al ofrecerles Judas la posibilidad de prenderlo sin que la gente se entere, deciden proceder de inmediato.
4.2 LA AGONÍA DEL HUERTO, CLAVE PARA INTERPRETAR LA PASIÓN. IMPOTENCIA Y PODER EN LA AGONÍA
Un capítulo imprescindible en el estudio del poder de Jesús es la agonía del Huerto (56). Lo primero que hay que recalcar es que la experiencia que Jesús vive allí no sólo es nueva respecto de lo vivido hasta entonces sino de buenas a primeras parece incompatible con ello. En primer lugar se ve invadido por el terror, un terror tan intenso que el vértigo que le produce está a punto de dominarlo haciendo que su libre voluntad pierda el control de su vida. No sólo es nueva para él la experiencia de un miedo tan intenso sino que parece contradecir el punto central de su mensaje y el fundamento de su prestancia. Para él la fe y el miedo son contradictorios. En la escena de la tempestad en la barca, Jesús, completamente sereno y dueño de sí, increpa a los discípulos, aterrorizados por la posibilidad de ahogarse: “¿por qué se dejan llevar por el miedo? ¿Aún no tienen fe?” (Mc 4,40). Al jefe de la sinagoga a quien le vienen a decir que no moleste a Jesús porque ya no había nada que hacer porque su hija había muerto, le responde: “No temas, ten fe y basta” (Mc 5,36). Y a los que le siguen les dice que no se preocupen por la comida o el vestido; los que no creen son los que se preocupan por eso. Ellos tienen que buscar el reino de Dios y su justicia y su Padre les dará lo que necesiten (Mt 6,31-33). Esta enseñanza de Jesús recoge su experiencia más medular: la certeza de su pertenencia al Padre como Hijo querido, tal como vimos en el bautismo. “Mi Padre me lo ha entregado todo; nadie conoce al Hijo sino el Padre y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11,27). O, como dice el padre al hijo mayor de la parábola: “Hijo mío, tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo” (Lc 15,31). Esto siempre lo ha oído Jesús de su Padre, y de ahí su firmeza inconmovible y su entrega total a la misión. Y éste es el hilo conductor de su vida. ¿Habría que decir que Jesús se ve desolado porque ya no es hijo de Dios?
Así lo percibieron los herejes ya en el siglo I: Jesús era un hombre común y corriente. Sobre él vino el Espíritu de Dios en el bautismo y lo abandonó en la pasión. Por eso dice la carta de Juan, respondiéndoles, que el Espíritu no está sólo en el agua (en el bautismo) sino también en la carne (antes del bautismo) y en la sangre (en la pasión). Esta herejía tan primitiva está basada en la identificación de Dios con el poder, entendido como la capacidad de imponerse sobre todos por las buenas o por las malas. Alguien que antes del bautismo aparecía como un ser humano común y corriente no podía ser el Hijo de Dios, y menos aún alguien que en el Huerto yace derrumbado, mordiendo el polvo como los vencidos. Dios es el Todopoderoso.
Lo mismo que decimos del miedo, debemos decir de la tristeza: “Me muero de tristeza”, dice aquél que ha venido al mundo como una gran alegría para todo el pueblo (Lc 2,10), aquél que viene no como heraldo del juicio terrible sino como portador de la buena y hermosa noticia de la salvación. Aquél que invita al banquete del Reino, que se presenta como el novio que viene a la boda, aquél que hace la única oración que conocemos en su vida pública lleno de la alegría del Espíritu, aquél que sabe que la recompensa para el siervo fiel y diligente es entrar en el gozo del Señor, aquél que presenta a Dios como el que se alegra cuando un pecador se vuelve a él. ¿Cómo este Jesús se ve de repente muriéndose de tristeza?
¿Qué ha pasado? ¿Cómo se ha derrumbado tan de repente la prestancia de Jesús? Lucas pone en labios de Jesús esta explicación: “Ésta es la hora del poder de las tinieblas” (22,53). Juan habla del combate final con el príncipe de este mundo (12,31;14,30;16,11). Desde este horizonte apocalíptico la historia va a tener un final, que lo dictará Dios y será de salvación. Pero antes de que triunfe el bien, el mal se exacerbará hasta el paroxismo y combatirá al bien hasta parecer vencerlo. Pero ese mismo exceso mostrará su impotencia, y el fin lo marcará Dios solo. Se discute mucho si Jesús participó de ese horizonte. Es claro que reaccionó contra algunos aspectos de él: por ejemplo los cálculos de fechas y signos, que estarían en contra de la simplicidad de la fe que, porque confía en Dios, no intenta sonsacarle ningún dato. Más aún reacciona contra esa imaginación de seres celestes y demoníacos que relegan a los seres humanos a la condición de espectadores de un drama cósmico. Pero Jesús sí retiene el dato importantísimo de un fin de la historia en el que Dios tendrá la última palabra que será de salvación, aunque acentúe complementariamente que cada uno debe acogerla. Parece que él también retiene el dato de esa lucha absoluta. No hay en él nada de esa imaginación terrorífica, pero sí el dato escueto de que al manifestarse el bien absoluto, la no apertura a ese bien toma la forma de mal absoluto, aunque los dos absolutos no sean equiparables.
¿Por qué la impotencia de Jesús? Porque no puede dejar de ser bueno, porque no puede vencer al mal con el mal, porque respeta la libertad de quienes no se convierten, que siguen siendo para él sus hermanos. Ésa es su infinita tristeza: que sabiéndose el último enviado de Dios, no lo han acogido, y quienes lo han rechazado se condenan a sí mismos. Ése es el vértigo que lo invade. Si, como dijimos respecto del bautismo, él tuvo la capacidad de llevar realmente a los pecadores en su corazón, el comprobar que ellos no querían estar ahí, que no querían aceptar la alianza filial y fraterna que él les ofrecía de parte de su Padre, le hacía sentir la condenación que ellos se estaban gestando. Así esto que aparece como impotencia es en realidad el extremo de la dialéctica negativa: al no echar de su corazón a los que lo rechazaban y en ese rechazo rechazaban a Dios, experimentaba la situación objetiva de esos hermanos que no querían ser hijos de Dios. Dentro de él, de su solidaridad, estaban las tinieblas de la obcecación, de algún modo las tinieblas del infierno.
Es una experiencia destructora, insoportable. Pero no podía renunciar a ella, si quería seguir siendo hermano, que, como vimos, equivalía a tener el corazón y el Espíritu de Dios, a ser su Hijo querido. Por eso, la oración para que pase la hora, porque le desgarra, le destroza; pero en el fondo para que se haga la voluntad de Dios, que es la de ser Padre de todos a través de la fraternidad de Jesús. Por eso Jesús debe beber este cáliz hasta el final. Y lo bebe. El haber llegado hasta experimentar las tinieblas infernales de la obcecación y el rechazo por no renunciar a la fraternidad de los que lo rechazaban, ésa es la cota máxima de su poder. Un poder que revela todo lo humano que puede llegar a ser un ser humano. Pero el haber aceptado esta solidaridad crucificante como acto de filiación, como obediencia a su Padre que en él había decidido inquebrantablemente ser Padre de todos, da la medida del poder de llegar a ser Hijo de Dios. Sufriendo aprendió a obedecer, y así, consumado como Hijo, se convirtió en causa de salvación para todos. Eso lo aprendió con oraciones, a gritos y con lágrimas (Hbr 5,8-9.7).
¿Será una mitización indebida pensar, conforme lo imaginó la apocalíptica, que Jesús, además de la lucha interior, tuvo que librar dentro de sí la arremetida de todas las fuerzas del mal que, conscientes de que en esta hora se decidía el destino de la humanidad, descargaron sobre él toda su fuerza letal para que cejara en su intento y se rindiera a la evidencia contundente de que en la historia siempre han mandado y mandarán las fieras, porque la historia no es el reinado de la humanidad, porque el género humano nunca llegará a ser humano según el paradigma del Anciano de todos los días, del Padre celestial? ¿Será una trascendentalización vacía pensar que el Hijo de hombre fue tentado realmente por el príncipe de este mundo para que reconociera que él era el más fuerte y lo humano de la humanidad iba a ser siempre una magnitud recesiva? Quitando lo que esto tiene necesariamente de representación ¿no anida aquí una profunda verdad, un misterio? Y si es así, la victoria de Jesús en esta lucha silenciosa ¿no es entonces el triunfo de la humanidad, la posibilidad ya siempre abierta de que en el mundo pueda prevalecer lo humano con las mismas armas de Jesús?
4.3 JESÚS EN LA CRUZ: EMPLAZAMIENTO DE LOS JEFES Y RECONOCIMIENTO DEL CENTURIÓN. REVELACIÓN DE SU PODER
Ésta es la clave para leer la Pasión. Las razones que aparecen en los juicios ya las hemos expuesto. Para nuestro tema tiene sentido referirnos a dos aspectos de su tortura en la cruz. El primero es el emplazamiento de los jefes a Jesús para que baje de la cruz, si de verdad es el Mesías. Parece poco probable como hecho histórico, pero es absolutamente verosímil como algo que comentarían entre sí y de todos modos como el reflejo de su mentalidad. El razonamiento, que tantas veces ha sido esgrimido por representantes religiosos, suena así: si Dios estaba con él, tenía que haber vencido. La derrota es la señal más evidente de que su causa no era la de Dios. Como se ve, es el mismo razonamiento de Pedro. El quicio del argumento es que Dios se define por el poder, es el Omnipotente. Por eso su representante plenipotenciario, el que dice que ya llega su reino y que con sus signos lo hace presente, en definitiva tiene que probar que viene de Dios imponiéndose. Si no lo logra, todos los demás indicios carecen de fuerza probatoria (57).
Para el tema que nos ocupa éste es el punto fundamental. Ya vimos que Jesús se niega a hacer prodigios porque ellos no revelarían a su Padre, a su Dios, sino a un ídolo. El poder de Dios es la fuerza inherente al amor. Un poder por tanto que no puede destruir porque es creador, que no puede violentar las libertades porque el amor no se impone, que no puede si quiera imponerse a base de dádivas porque el amor no se compra ni se vende.
Así pues, el que Jesús no baje de la cruz, y antes que eso el que no echara de su corazón a los que lo iban a asesinar y estaban rechazando a su Padre, es la prueba de que la autoridad de Jesús es la de Dios. Y no la del ídolo que nos hacemos al proyectar al infinito nuestra voluntad de poder.
El segundo aspecto es tan desconcertante que parece casi inasimilable. Marcos titula su evangelio como la buena noticia de Jesús Mesías, Hijo de Dios. Pues bien, en él el único ser humano que llega a reconocer a Jesús como Hijo de Dios es precisamente el jefe del pelotón que lo está asesinando (58). Todo el evangelio va narrando cómo Jesús revela su identidad y su misión. Lo revela de un modo tan paradójico, tan antitriunfalista que ni enemigos ni discípulos, cegados por sus propias expectativas, en el fondo coincidentes, lo reconocen. Pues bien, el único que lo reconoce es el que pudo mirar de frente lo que había llegado a ser este hombre, si la vida del ser humano se consuma en la muerte, sobre todo cuando, como en este caso, muere consciente y en la edad adulta. El centurión nada tiene que ver con el pueblo judío ni con sus disquisiciones religiosas. De lo que él sabe es de cómo mueren los ajusticiados. Él los ha visto morir o rabiosos, maldiciendo a sus enemigos y hasta a los dioses y a toda la humanidad, o abatidos, completamente desalentados, deseando sin deseo que se acabe todo ya. Él no ha visto a nadie que muera dueño de sí, sin ofender ni temer, como abierto a la vida, como reconciliado con todos, como si estuviera en las manos de Dios. Él no sabe razonar mucho, pero sí sabe que una muerte así es tan humana, que en esa situación tan inhumana resulta sobrehumana. Por eso desde su horizonte religioso lo confiesa como un hijo de Dios. Para los cristianos que leían este evangelio sería terriblemente doloroso que los discípulos lo hubieran traicionado, negado y abandonado, que sólo quedaran unas mujeres a lo lejos como acompañantes fieles, y que el único que confiese lo que ellos confesaban fuera un pagano y no un pagano cualquiera sino precisamente el que estaba acabando con él, el que había acabado con él. Esa mirada experimentada en crueldad, pero no completamente endurecida por ella, esa mirada del asesino es la que es capaz de comprender el poder de ese muerto, el poder que demostró en su muerte, el poder que cristalizó su vida.
4.4 EL PODER DE DAR LA VIDA Y DE ENTREGAR EL ESPÍRITU
Esto último lo dice también el cuarto evangelio con unos recursos narrativos completamente distintos. El evangelista reivindica la autoridad del testimonio del discípulo amado, que fue el único que no lo abandonó sino que lo acompañó hasta el fin. La protesta que hace el evangelista de que su fuente fue testigo de vista es tan solemne que no veo cómo se la pueda recusar, sea lo que sea del género literario de su escena. No parece que él haya querido narrar los pormenores materiales sino desvelar el sentido del acontecimiento. Lo decisivo es que “él sabe que dice verdad” y nosotros lo creemos porque nos parece fehaciente.
Pues bien, para condensarlo todo en un punto decisivo, él narra la muerte de Jesús diciendo: “inclinando la cabeza, entregó su espíritu” (19,30). Nos describe así en un mismo hecho su suprema pasión, que es la muerte, y su suprema acción, que es la entrega de su espíritu. En primer lugar entregar el espíritu equivale a lanzar su último suspiro, que es quedarse ya sin aliento, es decir morir, cosa perceptible en no pocas muertes. Pero el último acto de Jesús, exhalar el último aire que le queda en los pulmones, vaciarse de aire, que es su muerte, es también el acto más total y libre de Jesús que es entregar su espíritu, es decir su persona, entregarse como Hijo que es al Padre y entregarle también el Espíritu recibido de él; pero también entregarse como hermano nuestro a su Dios que es su Padre, y entregarnos a nosotros el Espíritu, el don del Padre, que es así también el don de Jesús resucitado.
El discípulo amado, meditando en ese acontecimiento del que fue testigo, fue capaz de comprender que la muerte no pudo hacer presa en Jesús porque él murió dando su vida, poniéndola en manos de su Padre y entregándonos a nosotros la fuente de su vida, su espíritu. Por eso la otra cara de su muerte es la acogida de Dios y la efectiva donación de su Espíritu a nosotros (59), lo que llamamos la resurrección, que el cuarto evangelio llama la Pascua, que es así la glorificación del Hijo.
De este modo el poder de Jesús se consuma al morir dando su vida, y dándonos su vida precisamente cuando se la estábamos quitando. Cuando él era entregado a la muerte, él se entregaba por los que lo estaban entregando, él entregaba la fuente de su vida a los que le quitaban la vida. Éste es el poder de Jesús: el poder creador del amor, que vence el mal a fuerza de bien. Pero todo esto, no lo olvidemos, a gritos y con lágrimas. Por eso Marcos dice que murió lanzando un fuerte grito.
Esta presentación del poder de Jesús acaba en una especie de paradoja que se convierte en una apuesta. La paradoja, que casi suena a sino trágico, es que el poder más cualitativo sea asesinado por el poder más negativo que cabe, que es el de matar. ¿De qué sirve la máxima calidad de la prestancia humana, si se la puede suprimir desde fuera por un poder tan antihumano que la desconoce? Es cierto que al morir, Jesús consuma su densidad humana y la vuelve perennemente fecunda, pero no lo es menos que ese ser, tan humano como sólo el Hijo de Dios puede serlo, murió a merced de quienes tenían, digamos, el único poder de matar. Lo más cualitativo ¿ha de ser también lo más indefenso? Es cierto que quines lo matan no pueden quebrar su prestancia y que él en ese trance la colma, pero no lo es menos que lo matan.
Para nosotros esta paradoja se resuelve en una apuesta: la de que la fecundidad del que da la vida y de los que dan su vida prevalece sobre la esterilidad de los que quitan la vida.
5 EL PODER DE JESÚS, RESUCITADO COMO HIJO DE DIOS, RELUCE EN QUE COMUNICÓ EFECTIVAMENTE EL ESPÍRITU Y EN QUE ATRAE
No podemos interpretar la resurrección ni como la mera convalidación de la vida de Jesús, en el tema que nos ocupa, de su poder, ni, menos aún, como la revelación de un tipo de poder, el de imponerse a la fuerza sobre todos los demás, que antes no había aparecido. Popularmente, esta última es la imagen que prevalece: Jesús vino de incógnito para probarnos; y, en efecto, al no presentarse con un poder incontrastable, su presencia y su propuesta puso al descubierto la verdad oculta de cada corazón (Lc 2,35). Una vez que cada quien se juzgó a sí mismo en la opción que tomó respecto del acontecimiento que fue Jesús, él volverá para ejecutar esa sentencia con el mismo poder de Dios, que da a cada uno su merecido sin que nadie pueda sustraerse a su dominio soberano. En su vida mortal Jesús había venido proponiendo; una vez resucitado vendrá disponiendo con un imperio absoluto y eterno. Jesús en su existencia humillada habría velado a Dios; sólo sus signos milagrosos habrían descorrido un poco ese velo. Ahora, resucitado, lo revela completamente. No podemos entender así la resurrección de Jesús (60).
Habíamos contemplado a Jesús muriendo dando su vida, dándola precisamente cuando se la quitaban. Ésa fue, decíamos, la máxima expresión del poder de Jesús: dar la vida en el momento en que le privaban de ella, darla a su Padre y a los que lo asesinaban y a todos los seres humanos, sus hermanos.
La pregunta es si esta donación de Jesús llegó en efecto a sus destinatarios. Y tenemos que decir que sí. Llegó a Dios y él tuvo la experiencia de que Jesús era completamente su Hijo ya que remitía completamente a su Padre la vida que había recibido de él. El dolor del Padre por el rechazo de su enviado quedaba sobrecompensado por su complacencia por esta suprema realización de su condición filial. Pero como quien se entregaba a Dios era el hermano, el que moría entregado a sus hermanos los seres humanos, Dios no podía acoger a su Hijo sin acoger en él a la humanidad, Así Jesús, paradójicamente cumplía su misión, la consumaba, en el momento en que parecía fracasar. Así nos acabó de salvar Jesús, o por mejor decir nos salvó Dios al acoger la vida de Jesús que murió entregándosela.
Ahora bien ¿cómo pudo acoger Dios su vida? En el acto de entregársela había dejado de existir el sujeto humano que la entregaba. Por tanto esa vida entregada ya sólo vivía en Dios, porque la entrega total había coincidido con el morir. Resucitarlo sólo puede significar recrearlo, porque había dejado de existir como ser del mundo y como ser en sí. No es volverlo a este mundo. Jesús ha muerto a este mundo. Vive en Dios, vive él mismo, pero vive la vida de Dios, vive humanamente la vida de Dios. Pero, como Jesús no es un individuo vuelto sobre sí sino que se define como hermano, vive la vida de Dios como primogénito de toda la humanidad, como las primicias de toda la cosecha de la historia.
Jesús resucitado tiene, pues, la misma consistencia de Dios, su misma prestancia, su misma gloria, su misma autoridad, su mismo poder; pero no como un Dios al lado de Dios sino como el Hijo de Dios. Y en él toda la humanidad lo tiene. Por eso las cartas deuteropaulinas pueden decir que hemos resucitado en Cristo y en él estamos con Dios (Ef 2,6; Col 2,12); no hemos resucitado, obviamente, en nosotros mismos, pero sí en él, que es nuestro hermano y que nos lleva en su corazón.
Ahora bien, esto que decimos sabemos que es cierto, pero no sabemos qué es ni cómo sucede. “Ni ojo vio ni oído oyó ni cabe en el entendimiento humano” (1Cor 2,9). Tendremos toda la eternidad para irlo saboreando, porque nunca acabaremos de contemplarlo y entenderlo. Tendríamos que ser Dios. Y no lo somos ni seremos. Seremos lo que somos: hijos en el Hijo. Y seremos transformados cuando con Cristo hayamos resucitado nosotros también. Ésta es nuestra esperanza. Esperamos lo no que no vemos. Y lo esperamos con paciencia (Rm 8,24-25).
¿Pero cómo sabemos que esto es así, que en efecto Dios acogió la vida de Jesús y él está con Dios viviendo humanamente la misma vida de la comunidad divina? Lo sabemos porque sí nos consta con certeza que tuvo el poder de dar su vida a los seres humanos y de entregarles su Espíritu. En primer lugar nos consta esto último. Ningún investigador de la vida de Jesús puede poner en duda que en sus discípulos más cercanos hubo un cambio tan súbito y drástico que equivale a una vida nueva. Para decirlo de la manera más sencilla, el pueblo y los dirigentes tuvieron la experiencia de que quienes habían estado con Jesús y a última hora lo habían abandonado cobardemente tenían ahora la prestancia misma de Jesús y proseguían su misión con la fuerza del mismo Espíritu. Pero no es que habían tomado el relevo de Jesús sustituyéndolo. En su mensaje había una novedad respecto del de Jesús: ahora el centro del mensaje era que Dios había resucitado a Jesús y por tanto que con ese acto comienza propiamente el fin del mundo, para decirlo en términos apocalípticos; o que Dios había entronizado a Jesús a su derecha, expresándolo a la manera de los salmos mesiánicos de entronización; o, dicho en el lenguaje del culto, que el Sumo Pontífice Jesús había entrado para siempre en el sancta sanctorum y como había entrado como apoderado nuestro, como nuestro hermano, ya estaba restablecido para siempre el acceso de los seres humanos a Dios, ya estaba realizada en él, que pertenecía a las dos orillas, la alianza eterna de Dios y su pueblo, de Dios y la humanidad. Ellos proclamaban, pues, que el reino de Dios ya había comenzado, los signos anticipadores de Jesús habían dado paso a la realización cabal en Jesús como primogénito de la humanidad. Esto que decían, lo expresaban, no con la elocuencia de las escuelas de retórica ni con la contundencia de los poderosos, sino con tal convencimiento, con tal densidad humana y con tal valentía que esas actitudes eran la prueba más fehaciente del mensaje que proclamaban. Esta renovación de los discípulos es el hueso de la historicidad de la resurrección de Jesús (61).
Ahora bien, para ellos esa fuerza era la fuerza del Espíritu de Jesús, entregado por el mismo Jesús al dejárseles ver, al dárseles a ver, resucitado. Para ellos era claro que esa certeza y ese valor no habían salido de ellos mismos, no habían sido el resultado del recuerdo de Jesús que los llevó a la decisión de proseguir su misión, decisión que habría generado en ellos un entusiasmo tan profundo y exaltado que contagió en primer lugar al colectivo de los discípulos y luego a los oyentes, que, sobre todo los peregrinos galileos, eran en buena medida simpatizantes. No hay ningún rastro en los documentos de este tipo de proceso y abundan por el contrario los elementos que hacen ver que no estaban preparados para la irrupción de Jesús resucitado, incluso que no les fue fácil abrirse a esa realidad inesperada, que sin embargo acabó por imponérseles por su peso agraciador. Fue Jesús vencedor de la muerte el que se les dio a ver y el que les habló enviándolos a la misión y entregándoles su mismo Espíritu para que esa misión tuviera la fuerza de Dios, la misma fuerza que habían visto en él y ahora se les aparecía como vencedora de la muerte, es decir como verdaderamente incontrastable, aunque no como ellos habían pensado, que era aniquilando a los enemigos, sino venciendo al mal con el bien, con esa humanidad que ahora tenía la gloria de Dios, su peso irradiador, su hermosura (62).
¿En qué consiste hoy para nosotros el poder de Jesús resucitado? (63). En tres manifestaciones. La primera, de la que no nos consta directamente sino por fe, es que, como hemos dicho, en él estamos acogidos por Dios como hijos en el Hijo. En Jesús estamos ya en Dios(64).
Esto no puede entenderse, si no creemos que alguien pueda vivir realmente en aquel que lo ama y que lo ama hasta el punto de definirse por ese amor (65). Es el caso de Jesús. No que Jesús existe como alguien en sí, que, entre muchas acciones suyas que de algún modo lo caracterizan constituyéndolo, está la de amar a los seres humanos. No, Jesús nos ama de tal modo que ese amor lo define como nuestro hermano. En este sentido decimos que Jesús es tan hermano nuestro como Hijo de Dios. Aunque estas dos dimensiones no pueden verse como independientes y menos aún en competencia, sí tenemos que decir que el que coexistieran en él definiéndolo cuando entre sí eran opuestas, lo desgarró hasta casi matarlo. Sólo pudo soportar el dolor al saber que también Dios quería igual que él que siguiera siendo hermano de los que lo rechazaron al no aceptarlo a él y buscar su muerte y no parar hasta matarlo.
Jesús no es realmente nuestro hermano, si su actitud es una mera intencionalidad que no es capaz de trascender hasta nosotros afectándonos. Pero sí nos afecta. El que Jesús sea nuestro hermano es una respectividad que nos constituye antes de cualquier opción nuestra e incluso a pesar de la opción de rechazarla. Esto significa que siempre tenemos a nuestra disposición (es la dote que nos da esta relación trascendente) el ser hermanos de Jesús, el aceptar estar en él en Dios, el ser aceptados por Dios en su intimidad como hijos en el Hijo.
La segunda manifestación, de la que ya hemos hablado respecto de los apóstoles, es la posesión del Espíritu. Jesús al morir nos entregó su Espíritu. Lo entregó a toda la humanidad y a cada ser humano. Cada ser humano, si obedece al impulso del Espíritu, puede dirigirse a Dios como el propio Jesús, puede reconocer y seguir a Jesús, y puede vivir humanamente según el paradigma de Jesús (66). Naturalmente que si no ha oído hablar de Jesús de Nazaret y más aún si en su horizonte no está el concepto de Dios o su existencia, ni el dirigirse a Dios ni el seguir a Jesús serán actos temáticos. Pero sí pueden ser actos humanos porque el Espíritu ora en nosotros con gemidos inefables (Rm 8,26) y se puede seguir a Jesús sin conocer su nombre. El Espíritu es el que nos recrea como seres humanos al modo de Jesús, es decir como hijos de Dios y como hermanos de los demás, dando a estos términos los contenidos que les dio Jesús. Esta manifestación del poder de Jesús resucitado es la más íntima (el Espíritu mueve desde más adentro que lo íntimo nuestro) y la más discreta. Pero, si se hace silencio y se vive con atención, venciendo el ensimismamiento y la dispersión, sí es posible detectar este impulso y factible dejarse conducir por él. Es la manifestación de Jesús más universal. En ella consiste por ahora la universalidad del acontecimiento cristiano. Ahora bien, cuando la persona que se deja conducir por el Espíritu lo hace dentro del cristianismo, se continúa la misión de modo explícito (67). Ésta ha sido la coherencia de la Iglesia a través de la historia. Aun en medio de los pecados y triunfando de ellos al modo de Jesús, siempre ha habido en la Iglesia gente como los apóstoles, gente como Jesús, en cuanto seguidores suyos (68).
El tercer modo como se manifiesta el poder de Jesús resucitado es atrayéndonos. Esto podemos entenderlo de dos maneras conectadas. La primera es que Jesús atrae por la densidad de su ser. El ejemplo más sencillo es la atracción gravitatoria. El grado de densidad circunscribe un campo y dentro de él ese cuerpo atrae al de menor densidad. Jesús tiene el grado de densidad de Dios, aunque resulta incomprensible afirmar esto de un ser humano. Queremos precisar que cuando decimos el de Dios no queremos decir un grado de densidad de la misma envergadura que el que tiene Dios sino que decimos que es literalmente el de Dios, ya que la relación mutua entre ambos es absoluta. Si este grado de densidad se da humanamente eso quiere decir que Jesús atrae a lo humano que tenemos los seres humanos para que eso humano dé de sí en cada uno hasta humanarlo completamente. Humanarlo es cristificarlo ya que la humanidad que atrae es precisamente la de Jesús de Nazaret resucitado. También desde este punto de vista el hecho cristiano es universal e incondicionado. Por eso para los cristianos no son las mismas las posibilidades de humanización que las de deshumanización. La fuerza de humanización es infinita, así, insisto, resulte incomprensible aplicar este atributo a una realidad humana, aunque esté llena de la gloria de Dios, más aún específicamente de la gloria del Padre. Ahora bien, esta fuerza, como es humana, no atrae independientemente de la libertad, no arrastra; aunque sí libera la libertad, pero no sin el concurso de la libertad propia. Por eso de ningún modo está garantizada la humanización de nadie.
La segunda manera como Jesús nos atrae es al contemplar su historia. En la contemplación de los evangelios confluye el impulso del Espíritu y la atracción de Jesús. Cuando contemplamos los evangelios con fe, incluso con esa fe humana que es la apertura a las escenas que nos narran y a la figura de Jesús que van dibujando, lo que ahí se hace presente es el propio Jesús resucitado atrayéndonos desde esas páginas y su Espíritu moviéndonos hacia él. Cuando leemos los evangelios abiertos al impulso del mismo Espíritu con el que fueron escritos, es el propio Señor el que está realmente presente en esas narraciones. Está presente como Palabra que es de Dios. Esa palabra viva se nos despliega en su existencia mortal, ya que el Jesús, vivo hoy como Señor en el seno del Padre, es el mismo que vivió en Galilea en el siglo I, que es el que los evangelios presentan fidedignamente desde el desvelamiento pascual de su misterio. Esa Palabra, que es realmente el Señor Jesús, nos habla soberanamente para que la escuchemos como discípulos y la sigamos. Pero soberanamente no significa imperio despótico y ni siquiera exigencia disciplinar. Quiere decir que su figura se levanta ante nosotros con la belleza y el peso de la verdad, la verdad que es la pura realidad, la de nosotros, la de la historia, la de la creación y la de Dios. Pero todo eso no como un tratado o un discurso sino aconteciendo ante nuestros ojos e invitándonos así a entrar en este acontecer, dándonos esa oportunidad transformadora y plenificadora.
Si esto pasa cuando un discípulo lee como tal los evangelios, acontece mucho más cuando quien los contempla es una comunidad reunida en el nombre de Jesús y por tanto abierta estructuralmente a los pobres, que son sus hermanos más pequeños y queridos y los destinatarios privilegiados del Reino. Estas comunidades sienten, como los discípulos de Emaús, que sus corazones arden de emoción, de deseo, de amor, de la luz de vida que es el propio Jesús cuando él se hace presente en la contemplación despaciosa de los evangelios, cuando no la impulsa la confirmación de la propia mentalidad y decisiones sino que busca oír la voz de su Señor con todo el corazón, con toda la mente y con todas las fuerzas. En esta lectura orante comunitaria se experimenta el poder del Resucitado de un modo tan connatural, tan humanísimo, tan gustoso y tan estimulante, a la vez que tan radicalmente cuestionador y transformador que es claro que es el poder característico y exclusivo de él.
6 EL PODER DE JESÚS ¿PARADIGMA HUMANO DE PODER?
El planteamiento no es meramente retórico (69). No lo es por dos motivos. El primero porque Jesús no es paradigma real de la humanidad en su conjunto o de alguna época o cultura en concreto, y el segundo porque no es tan obvio conceder que lo pueda llegar a ser, es decir que es bueno para la humanidad que lo sea. Ante todo como un juicio de hecho tenemos que convenir que en nuestra cultura mundializada ése no es el paradigma de poder que tiene vigencia, y no conocemos ninguna sociedad en la que de hecho haya funcionado como modelo. Esta afirmación puede parecer un tanto sorprendente habiendo vivido el occidente tantos siglos en régimen de cristiandad. Desde luego que tenemos que conceder que para seres humanos altamente significativos sí ha funcionado el poder de Jesús como horizonte real de sus vidas. Pero esto ha sido así en cuanto sus vidas han sido moldeadas por una aventura espiritual de seguimiento discipular a Jesús, no en cuanto sus vidas eran expresión de los usos y costumbres tenidos por válidos en su sociedad y más en concreto sancionados por la autoridad eclesiástica como y deseables y posibles.
Creo que es precisamente en la concepción de poder y en su vivencia en lo que las Iglesias cristianas más se han apartado del modelo de Jesús. Si la Iglesia aceptó tan rápidamente la tutela del impero romano, si sus dignatarios aceptaron tan naturalmente el rango senatorial, si se exaltó tanto el poder del sacerdote que poco faltó para endiosarlo es porque ya antes del siglo IV habían entrado estos gérmenes en la Iglesia. Si el sistema jerárquico del Seudodionisio acabó por configurar a la Iglesia en su idealidad y en su estructura, siendo tan frontalmente contrario a la encarnación kenótica de Jesús de Nazaret y por tanto a cuanto hemos dicho en este estudio, es porque de hecho fue la jerarquía terrestre la que se sacralizó y se proyectó sobre la jerarquía celeste, que sirvió así de ejemplar para aquélla cuando no era más que la idealización de su estructura. Las cruzadas, la inquisición, las guerras de religión y más en general el empleo sistemático del poder de coacción no fueron abusos episódicos sino consecuencias extremosas pero lógicas de un modo de concebir el poder de Dios, de Jesús y consiguientemente de la Iglesia, salidos, no del contacto discipular con ellos sino de las concepciones culturales. No se puede negar, sería querer tapar el sol con un dedo, que la institución eclesiástica aceptó el poder y la gloria mundanos que rechazara Jesús, el poder y la gloria que Pedro veía aparejados a su condición de Mesías. En la práctica eclesial no hay aún un deslinde suficientemente claro en este punto, aunque a nivel teórico el concilio Vaticano II sí haya asentado otro horizonte.
Pero nos interesa más entrar al punto segundo porque es el que actúa como trasfondo en el primero. Es cierto que el paradigma de Jesús ha sido contradicho frontalmente. Es el caso de Nietzsche a nivel antropológico y de Hobbes a nivel político. Nietzsche es sensible a la prestancia de Jesús, a su belleza inigualable, pero le parece excepcional y por tanto no paradigmática. Las propuestas de Jesús sólo tienen sentido desde su prestancia, que es única en la humanidad; en cualquier otro caso son degenerativas para la humanidad, destructivas de su salud vital, ya que no son manifestaciones, como en el caso de Jesús, de su superabundancia, sino productos de la debilidad que, en vez de salir al aire libre e intentar crecer, busca sobreprotecciones que la degradan más. A diferencia de Jesús, el cristianismo equivale para él a resentimiento inmoral e infecundo. No se puede negar que este planteamiento pone al descubierto un peligro en el que ha caído la institución eclesiástica cuando ha propuesto (hoy lo sigue haciendo) un cristianismo masificado y tutelado por una élite providente y paternal Ya hemos visto cómo Jesús se dirige preferentemente a los pobres, pero no para sobreprotegerlos sino para estar con ellos dándoles que pensar, estimulándolos, movilizándolos, pidiéndoles que compartan su carga. Ahora bien, si la misericordia puede ejercitarse sin respetar la dignidad de aquel a quien se ayuda, sin tener fe en él, cuando se ejerce de igual a igual y en una relación tendencialmente recíproca, es la actitud más humana.
Hemos traído a cuento a Nietzsche no con el ánimo de exhumar una disputa libresca sino porque hoy es uno de los patrones del postmodernismo ya que verbaliza y propone desenfadadamente una actitud de fondo que está muy en boga: vivir radicalmente desde los propios impulsos vitales. ¿ Y cuáles son los impulsos dominantes en la figura histórica del occidente mundializado? Fundamentalmente serían poder hacer lo que quiero y ocupar puestos como manifestación de poder. Para ambos objetivos se necesita dinero e independencia, y algún tipo de capacitación sobresaliente. Los dos objetivos por una parte se potencian mutuamente, pero por otra entran en relación inversa. En efecto, cuanto más arriba esté, tendré más posibilidades para realizar lo que quiero y para hacer sentir a otros mi poder. Pero llegar a una gran solvencia económica y a un puesto elevado exige dedicar a ello muchísima energía, que no puede emplearse en hacer lo que quiero; más aún llegar y más aún mantenerse en esa posición supone entablar una serie de compromisos con instituciones y personas que impiden hacer lo que quiero y manifestar mi propio poder. Por eso los objetivos tienden a restringirse a extravagancias de tiempo libre, a la fragilidad de otros vínculos y, si la capacidad es notable, a cambiar de trabajo. Para no tener que vivir con tantas tensiones muchos prefieren dedicar esfuerzos a alcanzar una estabilidad básica que dé seguridad y, ateniéndose a esos parámetros para no ponerla en peligro, optimizar el vivir desde lo que uno quiere tratando de minimizar compromisos y responsabilidades que ya no expresen el querer actual. Claro que este plan de vida no tiene mucho que ver con la propuesta de Nietzsche, pero resulta confortable no traer a colación las servidumbres aceptadas y cultivar el horizonte, bastante restringido en la realidad, de la vitalidad y el deseo sin coacciones morales ni societales. Por eso se ha instaurado un ambiente público de premisividad e indiferencia respecto de lo que piensen y hagan los demás, con tal de que se mantengan dentro de los cauces establecidos, que son muy rígidos en unas cuantas cosas y muy laxos en lo demás.
Hay que decir con toda claridad que este ambiente pretendidamente autárquico que liga el poder al dinero y al mando, al tener cosas y al ser servido, al satisfacer apetencias, es la negación del paradigma de poder que reluce en la vida de Jesús de Nazaret. En ese paradigma no se considera la prestancia en el sentido propio de la densidad del ser que irradia. No se toma en cuenta el grado de humanidad, con el dinamismo que lleva en sí. Calidad humana no es volumen de masa inerte cuantificable, no es una magnitud susceptible de ser depositada, conservada como un tesoro. Son energías que humanizan adonde llegan. El poder que aparece en Jesús es poder recibir en todo momento la vida de Dios, no pretender constituirse desde sí, en sí y para sí, sino definirse por la vida que se recibe de Dios, definirse como Hijo suyo. Recibir como don la vida de Dios dispensa de envidiar esa vida o pretender arrebatarla o convertirse en un pequeño Dios. Da, pues, libertad, libertad que se emplea en hacer la obra del Padre que es hacerse Hermano nuestro para que en él lleguemos a ser todos hijos de Dios y hermanos entre nosotros. Así pues, el poder de Jesús es doble: abrirse a la vida de Dios y vivir de ella y hacernos hijos y hermanos, si aceptamos su relación como él acepta la del Padre.
El poder de Jesús como paradigma de humanidad es así el poder de la relación: el poder de llevarnos mutuamente en el amor, de edificarnos mutuamente, y antes que eso el poder de abrirnos al don de Dios que es su Hijo y su Espíritu y de vivir a partir de ellos como hijos suyos. Este poder que se nos da, como en el caso de Jesús, triunfa en nosotros: en nuestra debilidad, en nuestras opacidades, en nuestras esclavitudes, en nuestros pecados, en nuestras impotencias. Este poder en todo amar y servir en respuesta a que somos hijos de amor es la base de nuestra prestancia humana, de nuestra belleza; es nuestra gloria.
Este dinamismo creador, estas energías de vida, esta fuerza del amor se expresan de muchos modos, pero son especialmente característicos de esta figura histórica la cultura de la democracia, un modo de estar entre los demás tratando de entender y de entenderse, que debe expresarse en todos los ámbitos de la vida; la cultura de los derechos humanos que debe convertirse en un respeto proactivo; la cultura de la vida que debe sacar las consecuencias de que todos participamos en este sistema de sistemas que es la tierra, y que es razonable que lo hagamos solidariamente. Desde el paradigma de Jesús lo que libera y capacita para este modo de vida, al que Jesús atrae soberanamente, es el ponerse en manos de Dios y obedecer al Espíritu.
Este horizonte es muy deseable para una buena parte de la humanidad, pero muchos, a pesar de sentirse vivamente atraídos a él, no acaban de hacerlo suyo porque les parece que la humanidad no está madura para ingresar en él, que todavía no ha llegado el tiempo o, según otros, que nunca llegará, y este horizonte nunca podrá pasar de una idea reguladora o si se quiere de una coordenada indispensable, pero reconociendo que existe otra coordenada incompatible con ella: la decisión de una parte considerable de la humanidad de entregarse en sus relaciones interpersonales, familiares, sociales, laborales, ciudadanas y políticas al ejercicio de otro tipo de poder: el de imponerse sobre los demás en contra de ellos por las armas y el dinero. Para muchos el paradigma de poder de Jesús de Nazaret vale como dirección asintótica, incluso como lo único aceptado como bueno. Pero entonces habría que aceptar como mal menor el uso de una violencia pública, intentando que sea lo más justa y saludable posible, para neutralizar eficazmente el uso de la violencia privada y más aún para disuadirla. Habría que decir que cuanto más gente se entregue a vivir un poder como el de Jesús, o más propiamente hablando a participar del poder de Jesús, de modo que ese tipo de poder configure un ambiente, menos violencia coactiva será necesario usar. Aunque siempre habría que mantenerla para que no se le ocurra a una minoría dominar despóticamente sobre los demás. ¿Es posible pasar más allá? ¿Es razonable hacerlo? ¿Tendremos que decir que el paradigma de Jesús vale para los individuos, pero que no es posible aplicarlo irrestrictamente en la sociedad mientras haya seres humanos que puedan elegir el poder de coacción? El que Jesús dijera a sus discípulos: “los jefes de las naciones dominan despóticamente a sus súbditos y los grandes los oprimen; pero ustedes, nada de eso” (Mc 10,) ¿significa que quería crear una sociedad de contraste que hiciera ver otra posibilidad de vida social, y que esos seguidores a modo de levadura fueran transformando la figura histórica, pero sin llegar nunca a esa sociedad estructurada en base al servicio mutuo que él quiso establecer? ¿Es eso lo que significa que su reino no es de este mundo: que un reino sin soldados ni policías no tiene cabida en esta historia y que por eso lo expulsaron a la fuerza de ella?
Acabo con estas interrogantes que no sé responder, pero apostando a que el paradigma de poder de Jesús es el único humanizador y que somos llamados a investirlo y que se nos capacita para que vayamos en esa dirección. Las hermanas y hermanos que en estos tiempos han seguido hasta el fin este camino nos certifican, como los antiguos, que esa es la verdadera vida, la vida más hermosa y la más fecunda.
NOTAS
- Meier, Un judío marginal, t I. EVD, Estella 1997, 290-297,318-323,358-360; Castillo, El reino de Dios. DDB, Bilbao 2001, 46-50; Dodd, El fundador del cristianismo. Herder, Barcelona 1977,141-143
- Trevijano, Orígenes del cristianismo. UP Salamanca 1996, 318-320
- González, Jesús en Galilea. EVD, Estella 2000, 122-144
- Faber-Kaiser, Jesús vivió y murió en Cachemira. A.T.E. Barcelona 1976
5. Meier, o.c. II/1 1999, 151-159. “La sumisión de Jesús al bautismo de Juan como signo de arrepentimiento orientado a la remisión de los pecados implica al menos la identificación de sí mismo con la humanidad pecadora que busca una forma de rectitud concedida por Dios a través de Juan” (Fitzmyer, Catecismo cristológico. Sígueme, Salamanca 1997,44). Para Dodd lo mueve la solidaridad. o.c. 145
- Sobre la historicidad de esta experiencia, Dunn, Jesús y el Espíritu. Secretariado Trinitario, Salamanca 1981,113-117; Meier, id 146-149; Flusser, Jesús en sus palabras y en su tiempo. Cristiandad, Madrid 1975,42-44; Dodd o.c. 145. Brown arremete contra la existencia de una experiencia revelatoria absolutamente nueva y por tanto en discontinuidad con lo que Jesús había sido hasta entonces (Introducción a la teología del Nuevo Testamento. Sígueme, Salamanca 2001,98-99). Así parece entenderlo Jeremias: En el bautismo “Jesús tiene conciencia de ser poseído por el Espíritu (...) inaugarador del tiempo de salvación (...) Jesús experimentó su vocación” (Teología del NT, vol. l Sígueme, Salamanca 1974,73). También piensa que en este acontecimiento “Dios se le descubrió como un padre se descubre a su hijo (oc 80). Por eso únicamente él, Jesús, podrá revelar a otros el verdadero conocimiento de Dios” (oc 79). Así habría que entender según él la respuesta de Jesús al requerimiento de la comisión del sanedrín: “Mi autoridad se basa en lo que sucedió cuando yo fui bautizado por Juan” (74). Nosotros proponemos una experiencia poderosa de Dios y del Espíritu, y en ese sentido un conocimiento nuevo, en respuesta al acto suyo de bautizarse, ambos en continuidad con lo que él era y lo que había sido su vida, ya que su constante experiencia de Hijo era una experiencia humana y por tanto procesual y en base a acontecimientos.
- Dunn insiste con gran energía y perspicacia en esta experiencia única de Jesús con estos dos elementos: se le revela Dios como Padre y siente sobre sí la fuerza escatológica del Espíritu. Pero no ve la relación con el acto de Jesús de bautizarse (o.c. 113-121). No he encontrado explicitada esta conexión en los estudios sobre el bautismo de Jesús, y sin embargo en ella veo la clave de la vida de Jesús.
- Flusser, asociándose al parecer de Jeremias, habla al respecto de “una escatología en desarrollo” para caracterizar la posición de Jesús: “Él es el único judío antiguo conocido que no sólo anunció que se estaba al borde del final de los tiempos sino, a la vez, que el nuevo tiempo de la salvación había comenzado ya” (oc 53). Del mismo parecer es Käsemann, Ensayos exegéticos. Sígueme, Salamanca 1978, 186.
9. Brown o.c. 80-83
10. Se puede leer la Misná en la edición de Carlos del Valle, Sígueme, Salamanca 1997. Sobre su talante afirma en la introducción: “Apenas queda un resquicio de la vida personal y colectiva que no quede bajo el imperativo de la halajá. A este respecto la Misná constituye un caso singularísimo en la historia de la humanidad, ya que establece el monumento visible de una sociedad teocrática que está movida por dos ideas fundamentales, la pureza y la santificación” (23). Para una introducción sistemática: Strack-Stemberger, Introducción a la literatura talmúdica y midrásica. Biblioteca Midrásica, Valencia 1988, 29-217. Sobre el estudio de la Torá y la vida y la ley, ver Schürer Historia del pueblo judío en tiempos de Jesús, II, Cristiandad, Madrid 1985, 415-496;601-630. “Es característico de la Torá considerar la vida en su totalidad como un dominio cultual (oc 453), “El pensamiento religioso era relativamente libre, mientras que el comportamiento estaba estrictamente disciplinado” (id 464).
11. Para estudiosos judíos de Jesús y también para un cierto número de exegetas cristianos los paralelos de las sentencias de Jesús con otras de la Misná indican que las sentencias del evangelio son sólo la punta del iceberg, es decir que tienen como sustrato toda la Torá no escrita, que sería así no sólo lo que Jesús habría practicado como expresión obvia de su relación con su Padre en el seno del pueblo escogido sino también el sustento de su doctrina, que como las de los demás rabinos enfatizaba ciertas líneas, pero acatando toda la ley hasta en su menores detalles. Creo que esta comprensión de Jesús que lo asimila a los rabinos, aun concediéndole peculiaridades, incluso revolucionarias, respecto del judaísmo, no hace justicia al Jesús de los evangelios, que para los cristianos es el verdadero rostro de Jesús de Nazaret. Si uno recorre las páginas de la Misná, tiene que reconocer que ésa no es la patria espiritual de Jesús. Él coincide con el judaísmo que allí se expresa en organizar toda la vida en todas sus dimensiones desde la pertenencia a Dios y el cumplimiento de su designio. Pero para Jesús esto no se logra por la objetivación taxativa de todo lo que se va viviendo sino por el despojo absoluto de la pretensión propia para buscar sólo la gloria de Dios. Como Jesús tiene el corazón de Dios, su espontaneidad más íntima coincide con el designio de Dios. Por eso, en vez de la minuciosidad casuística, lo característico de Jesús es la relación abierta desde su condición de Hijo y Hermano en orden a instaurar el mundo fraterno de los hijos de Dios, es decir buscando que cada uno reciba el don de su fraternidad y se constituya en hijo en el Hijo y se capacite como él para propagar esa fraternidad. Klausner reconoce esta diferencia de talante en esta síntesis del judaísmo: “La ‘religión judía’ abarca una gama amplia: comprende toda ‘sabiduría de la vida’, todo conocimiento que satisface las necesidades de la nación; no aísla la religión de la enseñanza y de la vida. En su esencia no es tanto una religión como una visión nacional del mundo, de base religiosa. Incluye filosofía, jurisprudencia, ciencia y normas para el comportamiento decente, tanto como las cuestiones de creencia y prácticas ceremoniales que constituyen lo que generalmente se considera una religión” (Jesús de Nazaret, Paidos. Buenos Aires 1971,189)
- Díez Macho apunta que el derash neotestamentario es de cumplimiento (La historicidad de los evangelios de la infancia. El entorno de Jesús. Fe Católica Eds. Valencia 1977,17). Lo mismo dice Trevijano del evangelio de Mateo, y de Lucas dice que “entiende toda la Biblia como profética” (o.c. 185) y que “presenta a Jesús mismo como iniciador del pesher cristiano practicado por los primeros misioneros” (id 186)
- Jeremias, El mensaje central del Nuevo Testamento. Sígueme, Salamanca 1972, 128-134; Malina, El mundo del Nuevo Testamento, EVD, Estella 1995, 181-222. Para Díez Macho ésa es la raíz profunda de la oposición farisea (o.c. 101-118)
- “Según Jesús, el hombre debe ser incondicional en el amor al prójimo, puesto que también Dios es incondicional” (Flusser, Jesús. Cristiandad, Madrid 1975,97). Así caracteriza este autor judío esta posición de Jesús, causa de su destino: “La concepción que tenía Jesús de la justicia de Dios (...) lleva a la predicación del Reino, en el que ‘los últimos serán los primeros y los primeros últimos’. Lleva también del Sermón de la Montaña al Gólgota, donde el justo morirá como un criminal. Tal concepción es profundamente moral, pero, al mismo tiempo, está más allá del bien y del mal. A la luz de esta intuición genial, todo lo ‘importante’, las virtudes habituales y la personalidad más consumada, la dignidad terrena y el orgulloso empeño por el cumplimiento formal de la Ley, son deleznables y vanos. Sócrates hizo cuestionable el aspecto intelectual de la persona, Jesús el aspecto moral. Ambos fueron ajusticiados. ¿Es una simple causalidad? (oc 99-100).
- “Mientras en la Misná la fuente creadora es la tradición, la costumbre o la argumentación, en el NT predomina la inspiración o revelación directa” (Aranda: Literatura judía intertestamentaria. EDV, Estella 1996, 458). “Por esta seguridad inmediata de conocer y de anunciar la voluntad de Dios, que va asociada a la intuición directa y natural del maestro de sabiduría (...) es como Jesús se distingue de los rabinos. (...) lo que importa es que tuvo que comprenderse como el instrumento del Espíritu vivo de Dios, que el judaísmo aguardaba para el fin de los tiempos” (Käsemann oc 184). Vermes reconoce que a Jesús “no le preocupaban los preceptos concretos y sus límites específicos, con sus exégesis tradicionales y racionales o escriturales o basadas en la revelación” (La religión de Jesús el judío. Anaya, Madrid 1995, 224). La causa es su horizonte escatológico, ausente completamente del judaísmo que “tiene en su núcleo una dimensión social y prevé un futuro continuo para el grupo y para sus miembros, de manera que puedan corregir males existentes y avanzar hacia la perfección a lo largo de un camino sin limitación de tiempo predeterminado por Dios” (id 225).”La religión de Jesús el judío es una manifestación rara, quizás única, de entusiasmo escatológico puro” (id 226). “El ansia escatológica, a diferencia de la visión religiosa que da por supuesto el futuro y enfoca la vida en un marco de grupo sólidamente establecido, exige una ruptura completa con el pasado, se concentra exclusivamente en el momento presente y lo hace no desde una perspectiva comunitaria sino desde una perspectiva personal” (227). Define la propuesta de Jesús absolutamente encarnada por él mismo “como la majestuosa doctrina profética de la religión del corazón” (230; su caracterización: 232-244). Para el judío Vermes Jesús fue un iluso (id 245-246).
- Sobre las parábolas ver Gnilka, Jesús de Nazaret. Herder 1993, 111-133; Kemmer, Les hablaba en parábolas. ST 1982; Cerfaux, Mensaje de las parábolas. FAX 1969; Sider, Interpretación de las parábolas. San Pablo 1997; Theissen, El Jesús histórico, Sígueme, Salamanca 1999, 355-387; Schillebeeckx, Jesús, Historia de un viviente. Cristiandad, Madrid 1981, 141-162
- Contreras, Un padre tenía dos hijos. EVD, Estella 1999, sobre todo 207-242; Bartolomé, La alegría del padre. EVD, Estella 2000, sobre todo 98-100,119-123; Jeremias, Interpretación de las parábolas. EVD, Estella 1982, 114-119; Harnisch, Las parábolas de Jesús. Sígueme, Salamanca 1989, 175-202
- Las comidas de Jesús como símbolos del banquete escatológico del Reino: Aguirre, La mesa compartida. Sal Terrae, 1994, 59-68,79-89,121-133; Bartolomé, oc 111-114; Fitzmyer, El evangelio según Lucas III. Cristiandad, Madrid 1978, 669-690. Jeremias: Teología del NT, 139-142
- Para Duquoc la libertad es la manifestación más genuina e inequívoca de la autoridad de Jesús: Jesús, hombre libre. Sígueme 1976, 27-65.
- “La realidad de Dios y la autoridad de su voluntad están siempre presentes inmediatamente y en Jesús se convierten en un acontecimiento. Esta inmediatez de su enseñanza no tiene ningún paralelismo en el judaísmo contemporáneo. De tal manera que Jesús se atreve a evaluar la expresión misma de la ley según la voluntad de Dios inmediatamente presente” (Bornkamm, Jesús de Nazaret, Sígueme. Salamanca 1975,60)
- Otto – Schramm, Fiesta y gozo, Sígueme, Salamanca 1983, 125-171
22. Dunn o.c. 101-112; Jeremias, oc 127-129
23. Para tener una idea de las expectativas mesiánicas en tiempos de Jesús ver Schürer, oc,631-713; Brown oc 173-180; Klausner, Jesús de Nazaret. Paidos, Buenos Aires 1971, 125-220 Flusser, El Cristianismo, una religión judía. Ríopiedras, Barcelona 1995, 45-61; para el Mesías de los pobres ver Sobrino, La fe en Jesucristo. Trotta, Madrid 1999, 207-223; Un acercamiento sugerente es el de Lohfink, N., A la sombra de tus alas. Desclée De Brouwer, Bilbao 2002,217-238. Para Bornkamm “el carácter ‘mesiánico’ de su ser está incluido en su palabra y en su acción y en la inmediatez de su manifestación histórica” (oc 189)
- Sobre la buena nueva para los pobres Jeremias oc 133-144; Sobre el reino y los pobres: Castillo, El reino de Dios. DDB, Bilbao 2001,35-53,191-243; Sobrino oc 95-108,110-120,224-228; Meier oc II/1 402-403,459-461; Glz. Faus, La Humanidad Nueva. Sal Terrae 1984, 83-101
- Así Sanders, La figura histórica de Jesús. EVD, Estella 2000, 130-131
- “El Reino de los Cielos es para Jesús no sólo el señorío final de Dios, que ya irrumpe ahora, sino también un movimiento querido por Dios que se extiende sobre la tierra y entre los hombres (Flusser oc 55). Jesús “lo que deseaba crear era un movimiento” (id). Schnackenburg recalca que "lo que Jesús entonces puso en marcha fue un 'movimiento de reunión' " (Existencia cristiana según el NT, I. Estella, Verbo Divino 1970, 113). Ésta es también la imagen que desarrolla Castillo a lo largo de todo su libro citado.
- “Jesús es recordado como un maestro que conjuga su magisterio con distintos milagros íntimamente relacionados con su enseñanza, y esta combinación parece única” (Brown, oc 75-76)
- Sobre los milagros ver Meier II/2 713-719; 1109-1113; Latourelle, Milagros de Jesús y teología del milagro. Sígueme 1990; Leon-Dufour (ed), Los milagros de Jesús. Cristiandad 1979; Id. Estudios del evangelio. Cristiandad 1982, 122-220; Fitzmyer, Catecismo Cristológico. Sígueme, Salamanca 1984, 41-45; Gnilka, Jesús de Nazaret. Herder 1993, 155-190; Sanders, La figura histórica de Jesús. EVD 2000, 155-190; González Faus, Clamor del Reino. Sígueme 1981; Shillebeeckx, oc, 163-181; Sobrino, Jesucristo liberador. Trotta, Madrid 1991,122-128; Mussner, Los milagros de Jesús. EVD 1970
29. Dunn o.c. 126-136
- Dunn o.c. 90-100; Brown asocial las curaciones y los exorcismos a la victoria escatológica del reino de Dios sobre los poderes hostiles, que comienza con su ministerio (o.c. 74-78). Jeremias piensa que la versión más antigua de los relatos de milagros “da importancia central a la autoridad de Jesús” (oc113): “viene con la autoridad de Dios no sólo para ejercitar la misericordia sino también y principalmente para emprender la lucha contra el Maligno” (117). “Son manifestaciones de que ha amanecido el tiempo de salvación y de que comienza la aniquilación de Satanás” (118). Lo mismo sostiene Flusser oc 152-154.
- Ésta es la tesis de Hengel, Seguimiento y carisma, Sal Terrae, Santander 1981, 65-129; ver además Levine, Un judío lee el NT. Cristiandad, Madrid 19 167-207; Bornkamm, Jesús de Nazaret 151-159; Gnilka oc 203-236; Aguirre, La mesa compartida 89-133; Sanders 140-150; Shillebeeckx 198-208
- Brown o.c. 87-94
- Dodd, El fundador del cristianismo. Herder, Barcelona 1974, 153-159; Mateos – Barreto, El evangelio de Juan, Cristiandad, Madrid 1979, 319-321; Brown, El evangelio según Juan, Cristiandad, Madrid 1979, 476-469,472-476; Leon–Dufour, Lectura del evangelio de Juan. Sígueme, Salamanca 1995, II, 91-99. Para Taylor (Evangelio según san Marcos, Cristiandad 1979, 384) el verbo obligar en este contexto indica la tensión propia del entusiasmo mesiánico; se remite a Jn 6,15.
- Para este corrimiento del significado del Reino, Brown o.c. 73-74. Schürer oc 637-713. Aun en los casos en los que el Mesías se interpreta como una figura sobrenatural que no emplea las armas sino la palabra, la usa para vencer a sus enemigos. Esto sucede ya sí en la profecía clásica, p.ej. Is 11,4).
- Ése es el trasfondo del libro de Klausner (cf nota 23) que me parece muy representativo de lo que a judíos actuales y aun de tiempos de Jesús les resulta “irreconciliable con el espíritu del judaísmo”, aun reconociendo que Jesús “no se dirigiera deliberadamente contra el judaísmo de su época” (10 y passim).
- Sanders, por ejemplo, sostiene que lo relativo al sábado y a las leyes de pureza no puede retrotraerse a Jesús sino que es la disputa de la naciente Iglesia, compuesta cada vez más de judíos y gentiles, con el judaísmo (oc 229-248). Lo mismo opina Legase refiriéndose de modo general a la Ley, aunque discutiendo el pasaje que comentamos de Marcos (El proceso a Jesús / La historia. DDB, Bilbao 1995,64-66). Sobre la rigurosidad del sábado en la Misná, ver Valle oc 219,221-287 con notas útiles. Aranda sostiene que lo de la pureza en la Misná provendría de los fariseos de antes del año 70, pero que hasta tiempos de Jamania y más aún de la destrucción definitiva del templo no estaría completamente socializado sino sería propio de una secta.
- Levine, oc 192; Vermes, La religión de Jesús el judío, Anaya, Madrid 1995,63
- Así lo expresa Käsemann a partir de las contraposiciones “a la Escritura y al mismo Moisés” del Sermón del Monte: “No se encuentra ningún otro paralelismo en el terreno judío ni puede haberlo. Porque el judío que lo hiciera se separaría de la comunidad del judaísmo o bien traería la torá mesiánica y sería el Mesías” (oc 180). Ver sobre el punto: Davies, El sermón de la Montaña. Cristiandad, Madrid 1975,151-184,201-208).Para Aranda ese tipo de formulaciones serían impensables en la Misná (oc 458). Lambrcht piensa más bien que la contraposición es no con la ley sino con las tradiciones. Jesús interpreta la ley según la intención original de Dios y la cumple acomodándose a su voluntad verdadera (Pero yo os digo... Sígueme, Salamanca 1994, 81-123,222-244)
- Sanders oc 219-227,250-259
- Castillo, El miedo a los pobres. RLT 49 (2000) 3-18; Dodd oc 166-177; Bornkamm oc 166,168. Gnilka da bastante relevancia al motivo: oc 327-336. Éste es un tema mayor en la cristología de Sobrino, desarrollado por él con gran amplitud, sensibilidad y realismo (oc 111-141,211-259). Díez Macho oc 119-127. Légasse echa por tierra de modo convincente el que la multitud popular hubiera pedido a gritos la muerte de Jesús (oc 96-98).
- “Su aparición carece de aquel esplendor que para el judío piadoso acompaña al día y a la figura del mesías. Las circunstancias de su aparición son modestas” (Braun, Jesús, el hombre de Nazaret y su tiempo. Sígueme, Salamanca 1975, 57). Kasper acaba su estudio sobre la pretensión de Jesús con estas significativas palabras: “Esta pretensión resaltada hasta lo último la encontramos en Jesús sin fanfarronería ni jactancia, sin un comportamiento que recuerde poder, influencia, riqueza y consideración. Es pobre y sin patria. Está entre sus discípulos como quien sirve” (oc 127).
- “El hombre Jesús de Nazaret reveló en su humanidad tal grandeza y profundidad, que los apóstoles y los que lo conocieron, luego de un largo proceso de comprensión, sólo pudieron expresar: humano así como fue Jesús sólo puede ser Dios mismo” (L. Boff, Jesucristo el Liberador. Latinoamérica Libros, Buenos Aires 1975, 187). Braun insiste en que la autoridad de Jesús vive del contenido que representa; eso es lo absoluto. Los títulos con que se lo designa dependen de cada época y dicen menos que el seguimiento en base a la relación real con él (oc 119-127). No estoy de acuerdo con la relativización absoluta de los títulos, sí con su referencia real a la persona concreta que es Jesús de Nazaret, referencia que se realiza en su seguimiento.
43. Dunn o.c. 136-160. Käsemann, oc 180-187; “La cristología implícita dirige nuestra atención hacia lo específico de Jesús” (Gnilka oc 312; para el desarrollo de esta idea: 312-325). “En Jesús se había experimentado a Dios mismo” (id 311). “Jesús se ponía ante sus oyentes en el lugar que sólo Dios podía ocupar ante el hombre. No lo sustituía -¡tal blasfemia estaba lejos de las intenciones de Jesús!-, pero reclamaba que Dios actuaba en él y por él; y que por consiguiente, sus acciones eran la ‘acción de Dios’, como don, exigencia y juicio” (González de Cardedal, Cristología. BAC, Madrid, 2001, 77). En este sentido estudia Jeremias el “yo enfático” (oc 291-296). Para Fuller Jesús con su anuncio y actividad “enfrenta a todos los hombres con la presencia y acción salvadora de Dios que irrumpe en la historia” (Fundamentos de cristología. Cristiandad, Madrid 1979, 146). Muy original y convincente Moingt, El hombre que venía de Dios. DDB, Bilbao 1995,I,34-43
44. Es la afirmación, poco matizada pero verídica en el fondo, de Glz. de Cardedal o.c. 104
- Es la tesis de Pannenberg, Fundamentos de cristología. Sígueme, Salamanca 1974 ,67-82
- Respecto de la condición de Hijo ver Brown o.c. 87-104; Sobre Hijo del Hombre en un sentido que supera el mayestático del AT, id 104-114. “La certeza con que Jesús habló y actuó implica la conciencia de una relación única con Dios. (id 115).”Su implícita relación con Dios era más que la de un mediador; Dios no sólo obraba a través de él, sino en él (id 116).
- Así lo presenta Flusser oc 125-126
48. Legase oc 51-53; Flusser oc 126-130; Sobrino oc 264-266; Gnilka 337-341,373-375; Sanders oc 277-298.
- Así lo ve Dodd para quien la fuerza “fue sencillamente la autoridad personal” (oc 169)
- Legase oc 53-64
- Así lo plantea Bonnard: “En presencia de un gesto insólito como el de Jesús en el templo, el hombre de la Biblia no se plantea la cuestión del genio o de las cualidades sicológicas de aquél que lo realiza, sino la de su competencia en el sentido jurídico y religioso”. “El pensamiento judío no conoce más autoridad real que la dada (édoken) por Dios, no en el sentido de cualidades intrínsecas o geniales sino de un poder delegado para cumplir una misión” (Evangelio según san Mateo. Cristiandad, Madrid 1977, 462)
- “Pedía a los sacerdotes que reconocieran, tardíamente, que el movimiento que había sido iniciado por Juan y que él mismo había conducido a una nueva fase, era obra de Dios. El llamamiento quedó sin respuesta” (Dodd oc 174)
- Dodd analiza en este contexto la parábola de los viñadores homicidas y concluye: “Israel sigue siendo la viña del Señor, pero la institución existente está condenada; el nuevo Israel vendrá puesto bajo otra dirección” (oc 175). Bravo también se refiere a la secuencia destrucción simbólica del templo-emplazamiento sobre su autoridad que desautoriza a las autoridades-parábola de los viñadores (Jesús, hombre en conflicto. Sal Terrae, Santander 1986,203-205
- Schillebeeckx oc 286-288
- N. Lohfink tiene un emotivo y convincente estudio sobre Jesús como el único ser en el que se ha cumplido de modo absoluto la Nueva Alianza profetizada por Jeremías. Ésa es su prestancia, que nos incluye justificándonos y salvándonos (oc 117-133). Antes había insistido en que la Torá tiene una estructura abierta ya que no acaba en Josué, con la ocupación de la tierra prometida y por ende con el cumplimiento de las promesas, sino sólo al borde, viéndola y sin poder tomar posesión de ella. Por eso cada libro de la Biblia es un desarrollo hacia el cumplimiento, sin llegar empero a él (oc 15-33)
- Taylor oc 668-672. Para él Jesús se asume dolorosamente como el Siervo de Is 53: “Se expone voluntariamente al juicio que recae sobre sus hermanos”. Es un “sufrimiento mesiánico”. “La oración sugiere que Jesús tuvo que aprender que llevar el pecado implicaba la necesidad del sufrimiento redentor”. “La experiencia de Jesús se concibió como conflicto con los poderes satánicos”. Baltasar, El Misterio Pascual. En MS III/II. Cristiandad, Madrid 1971, 203-108; Schillebeeckx interpreta esta escena en otra clave. En la disputa sobre su autoridad “Jesús se sabe obligado únicamente ante Dios, que lo ha enviado a Israel” (oc 288). “Pero el Padre no interviene (...) Históricamente es difícil negar la lucha interior de Jesús entre la conciencia de su misión y el silencio externo de aquel al que él solía llamar ‘mi Padre’. En cualquier caso el conflicto de Getsemaní, al menos en su núcleo, no puede eliminarse históricamente y, entre ‘las palabras de Jesús’ en la cruz, la única que consta con certeza histórica es su fuerte grito” (290). La interpretación de Flusser oc 131-132
57. Bonnard oc 599. En este sentido entiende lo que tiene de blasfemia la declaración mesiánica de Jesús ante el sanedrín: “el Mesías esperado debía estar dotado de todo el poder necesario para vencer a sus enemigos (...) Ahora bien ¿quién más débil que Jesús ante Caifás?” (id 582); Taylor oc 716-718
- Bonnard oc 607; Taylor 723-724; Sesboué, Jesucristo, el único mediador I. Secretariado Trinitario, Salamanca 1990, 139-140; Moingt oc I,48
- Brown oc 1228-1229; Léon-Dufour, Lectura del evangelio de Juan vol. IV, Sígueme, Salamanca 2001,130-132; Mateos – Barreto oc 823-824
- Kessler, La resurrección de Jesús. Sígueme, Salamanca 1989,289
61. Moingt oc I, 19-31; II,23-24,76-80
62. Kessler oc 109-179. “‘Dios envió a su Hijo’ para que pusiera fin a las antiguas relaciones de poder (sometidas a la ley, al pecado, a los poderes y a la muerte) e inaugurase la nueva era de la libertad, ‘otorgándonos la categoría de hijos’ (Gal 4,4s;cf Rm 8,3s)” (284).
63. id 279-301. Como no consiste en la capacidad de imponerse sobre todo y sobre todos independientemente y aun en contra de su voluntad “las categorías de poder y soberanía sufren de ese modo una inversión radical y una redefinición decisiva” (289). Creo sin embargo que la explicación de Kessler es insuficiente: insiste en que es amor ofrecido que busca y ruega. Falta añadir que no sólo se ofrece sino que nos lleva realmente y nos atrae, y así nos recrea y vivifica.
64. “Jesús lleva al hombre a la presencia de Dios” (Kessler citando a Hipólito, oc 289)
- Es el aporte invalorable del romanticismo, como se expresa, por ejemplo, en toda su complejidad en Fausto de Goethe, donde el deseo en todas sus formas, trascendiéndose dolorosamente, conduce finalmente a hacer el bien y al amor, y donde el eterno femenino conduce a lo alto. Es también la tesis del popular drama de Zorrilla, Don Juan Tenorio. En su final dice doña Inés “Yo mi alma he dado por ti,/ y Dios te otorga por mí/ tu dudosa salvación. Misterio es que en comprensión/ no cabe de criatura:/ y sólo en vida más pura/ los justos comprenderán/ que el amor salvó a don Juan/ al pie de la sepultura” (oc Cátedra. Madrid 2000, 218). El amor que lo salvó no es, está claro, su propio amor sino el de doña Inés, lo mismo que el de Margarita en el caso de Fausto. También llega a la misma conclusión Peer Gynt de Ibsen. Al final del drama, en la encrucijada entre la vida y la muerte, pregunta a la mujer que le amó: “¿Dónde estuve ‘yo mismo’, el íntegro, el auténtico? ¿Dónde estuve con el sello de Dios en la frente? Y Solveig le responde: “¡En mi fe, en mi esperanza y en mi amor!” (Teatro completo. Aguilar, Madrid 1952,787). El que anduvo perdido y por eso va a ser fundido para hacer otro ser distinto, conservó su yo auténtico en la mujer que le amó. Ella lo preservó en sí y por eso él, reencontrado con ella, puede reintegrarse a sí mismo.
- Trigo, “Derramaré mi Espíritu sobre toda carne”. ITER 17 (1998) 99-121
- Trigo, Crisis civilizatoria y espiritualidad cristiana. ITER 20 (1999) 55-120 o Puebla, UIGC, 2001
- Es la tesis del libro de Dunn, Jesús y el Espíritu. Ver, por ejemplo, la conclusión oc555-580; ver también Moing oc II 85-88 y Kessler oc 301-310
- Como telón de fondo de este apartado incluiremos una bibliografía sintomática de su complejidad inexhaurible: Ellacuría, Historicidad de la salvación cristiana. RLT 1 (1984) 5-45 o Mysterium Liberationis. Trotta, Madrid 1990, I, 323-372; Sobrino, Terremoto, terrorismo, barbarie y utopía. Trotta, Madrid 2002; Duquoc, “Creo en la Iglesia”. Sal Terrae, Santander 2001; Torres Q., Recuperar la salvación. Sal Terrae, Santander 1995, 204-223, Moltmann, El futuro de la creación. Sígueme, Salamanca 1979, 125-143; González, F., Fe en Dios y construcción de la historia. Trotta, Madrid 19998, 159-188,311-320; Metz, Por una cultura de la memoria. Anthropos, Barcelona 1999. Directamente sobre el tema: González F., La Humanidad Nueva. Sal Terrae, Santander 1984, 577-611; Moltmann, El camino de Jesucristo. Sígueme, Salamanca 1993, 312-324,357-460; Kessler oc 320-341; Trigo, Jesús, paradigma absoluto de humanidad. En Jesucristo, prototipo de humanidad en América Latina. Obra Nacional de la Buena Prensa, México 2001, 85-128, especialmente la conclusión: 120-128.
Resumen: Tras una introducción en la que se aclaran los términos y se justifica el método, se emprende un análisis genético-estructural del poder de Jesús. El punto de partida es su vida en Nazaret como uno de tantos. A continuación se presentan las diversas manifestaciones de su poder tal como las expresan los evangelios. Después se recogen las reacciones de los discípulos, del pueblo y de las autoridades a un poder que aparecía como excesivo, inquietante y desconcertante por su carácter carismático y enfático, a la vez que por la ausencia de los atributos convencionales del poder. Se pasa luego a considerar el poder y la impotencia de Jesús tal como aparece en la semana de Pascua, que se abre con la “entrada triunfal”, se desarrolla en las disputas con los dirigentes y llega al clímax en el episodio del templo que provoca la decisión de matarlo. Seguidamente se estudia lo que acontece en Getsemaní y en el Calvario para acabar en la resurrección. El análisis concluye presentando la relación de Jesús resucitado con nosotros. El estudio se cierra preguntando si el poder que se revela en la vida de Jesús es paradigma del poder humano o sólo una idea reguladora.
Ochagavía, El poder de Cristo. Teología y Vida, vol XX, n°4 (1979) 300