Los "mártires jesuanicos" y el "pueblo crucificado"
Jon Sobrino
(Tomado de CRIE (México) nº 386, febrero 2000)
Los términos son un poco abstractos, pero creo que se entenderán con facilidad, y nos parece importante repensando estos días. El 16 de noviembre, en efecto, estamos recordando los diez años de los mártires de la UCA, y pronto recordaremos los 20 años de Monseñor Romero y de las cuatro mujeres norteamericanas. Como siempre, son los más conocidos, pero hay una larguísima lista de ellos. Hasta se han hecho calendarios con sus nombres. Sobre esto volveremos, pero comencemos nuestra reflexión.
El Salvador es un pueblo martirial, y sobre ello nos ha tocado pensar muchas veces. Si se me permite un recuerdo personal, cuando en marzo de 1977 asesinaron a Rutilio Grande, Monseñor Romero me pidió que hiciera una reflexión teológica sobre el martirio. Traté de buscar ideas en libros de historia y de teología, pero no me ayudaron mucho: lo que ocurrió con Rutilio, con el anciano y el niño que le acompañaban se parecía poco a los mártires en países comunistas, o en los antiguos países de misión. Más me recordaban a la muerte de un Martín Luther Kng y, ciertamente, a la muerte de Jesús de Nazaret. Y eso sin entrar en la discusión teórica de si son canónicamente mártires o no, si los mataron por el odium fidei o, simplemente, "porque estorban", como decía Monseñor Romero.
Todas esas cosas habrá que tener en cuenta en su momento, pero son secundarias en presencia del hecho "grueso": ha habido gente que, por amor, ha defendido a los oprimidos y en ellos les ha ido la vida. Y lo que hay que recalcar todavía más, ha habido mucha gente, centenares, miles, a la que han matado en masacres, mujeres, niños, ancianos, sin haber hecho nada, ínocentemente, indefensamente. A los primeros les llamamos "mártires jesuánicos" y a los segundos "el pueblo crucificado".
Sobre ambas cosas queremos decir ahora una palabra. Quisiéramos asentar la tesis de que los mártires actuales son, sobre todo, "mártires jesuánicos" que existe en nuestro mundo un auténtico martirio de las mayorías que lo asemejan al siervo sufriente de Jahvé, "el pueblo crucificado" y que, en definitiva, la razón de los mártires jesuánicos está en la defensa del pueblo crucificado. Y si alguien piensa, tal como lo dice aquí de vez en cuando, y como se asienta -con cierto aire de triunfo países de abundancia, en estos acaban de cambiar los paradigmas. Los 1.500 millones de seres humanos. Los Grandes Lagos, Timor Oriental, siguen expresando, ante todo, la existencia de pueblos crucificados. Y en esos lugares -gracias a Dios hay seres humanos que han dado su vida para defenderlos.
Los "mártires jesuánicos"
En América Latina, muchos cristianos han vivido y actuado como Jesús. Han anunciado el evangelio de un reino para los pobres y han denunciado proféticamente el antirreino que oprime y reprime a los pobres. (Y en esto consiste, por cierto, la mayor novedad histórica, en comparación con otros modos de ser cristiano, que también han originado martirios, en otras épocas y lugares). De esa forma se han asemejado a Jesús en vida y por esa razón han sido dados muerte como Jesús. Aquí los llamamos mártires con toda naturalidad porque su vida, su amor y su praxis fueron estructuralmente -según un más y un menos, por supuesto- como las de Jesús. su muerte, de alguna forma, es culminación de una praxis de defensa y de amor a los pobres y oprimidos, tal como lo fue la muerte de Jesús.
No hay aquí odíum fidei explícito, aunque sí hay rechazo de un Dios de justcia, de los pobres, de las víctimas. Si se nos permite una precisión conceptual, el mártir jesuánico es no sólo, ni principalmente, el que muere por Cristo o por causa de Cristo, sino el que muere como Jesús y por la causa de Jesús. Y este tipo de muertes es también lo que ha llevado a repensar la noción tradicional del martirio aunque, como hemos dicho, eso no es lo más importante.
Pensemos en Monseñor Romero. Se lo canonice o no, se lo tenga por mártir o por confesor, su vida y su muerte poseen una excelencia cristiana excepcional, ejemplar, inspiradora, animante, juzgadora y acogedora. Es una verdadera gracia de Dios, de modo que -si se nos entiende bien- si algún día lo canonizan, no es que la Iglesia le esté haciendo un favor a él, por así decido, sino que él está haciendo un favor a la Iglesia, la está agraciando. Pedro Casaldáliga lo puso en palabra al llamarlo "San Romero de América". Ignacio Ellacuría lo hizo en su conocida frase: "con Monseñor Romero Dios pasó por el Salvador". Y la gente sencilla lo hace más a lo sinóptico, como en cápsulas de teología narrativa: "Monseñor dijo la verdad. Nos defendió a nosotros los pobres. Y por eso lo mataron". En otras palabras, Monseñor Romero "se parece a Jesús en vida y en muerte", reproduce la muerte de Jesús que, desde América Latina, es visto como el "sacramento original del martirio". (L. Boff).
Esto que parece nuevo, si uno lo compara con la definición canónica de martirio, es lo más antiguo. En el evangelio de Mateo, Jesús envía a una misión semejante a la suya, a anunciar el Reino, expulsar demonios. Y les anuncia que también sufrirán persecución (Mt 1 0, 16). "Los odiarán por causa mía" (Mt 10, 21-22), "les entregarán a la tortura y les matarán, y serán odiados por todas las naciones por causa de mi nombre" (Mt 24, 9-10), "Dichosos cuando les persigan por mi causa" (Mt 5, 11). Y la teología de Juan lo dice todavía con mayor profundidad: "Los expulsarán de las sinagogas. E incluso llegará la hora en que todo el que les mate piense que da culto a Dios" (Jn 16, 1-4). Y da razón: "cuando el mundo les odie tengan presente que primero me han odiado a mí. El siervo no es más que su señor, si a mí me han perseguido también a ustedes les perseguirán" (1 5, 18-20).
Además del asemejarse a Jesús como causa de la persecución, la teología joanea desarrolló otra tradición sobre la excelencia cristiana de la muerte: la entrega de la propia vida por amor a los hermanos (Jn 15, 13; Jn 3, 16). De esta forma se pronuncian los dos elementos fundamentales de nuestros mártires "jesuánicos" actuales: el amor y la defensa a los hermanos, los pobres, y el llevado a cabo, como Jesús, hasta la muerte.
La conclusión es que los mártires jesuánicos reproducen la vida, la praxis y el destino de Jesús. Reproducen y se introducen en el dinamismo esencial de su vida. Dicho con la mayor sencillez posible, (1) Jesús es asesínado porque estorba, (2) Jesús estorba porque ataca a los opresores; (3) Jesús ataca al opresor para defender al pobre; y (4) Jesús defiende a los pobres -hasta el final- porque los ama.
Como ese Jesús -según un más y un menos, por supuesto- ha habido muchos hombres y mujeres en América Latina. Son conocidos los de El Salvador y Guatemala. Recordemos, ahora que Pinochet los ha desenterrado, al padre Alsina y tanto otros. Recordemos, aunque no mencionamos sus nombres porque nos son desconocidos, a todos los del tercer mundo, en Asia, Africa, Timor. Recordemos a Marfin Luther King, en ese "tercer mundo" suyo. Y junto a ellos, recordemos a hombres y mujeres que se han parecido en vida y muerte a Jesús, aunque no hayan expresado el sentido de sus vidas de formas explícitamente cristiana.Han dado sus vidas trabajando y luchando en movimientos populares. Todos ellos son -análogamente- mártires de Jesús. Nuestro desgraciado mundo los ignora y los quiere enterrar, y camina así a una vida sin calidad, a un progreso sin humanidad, a una libertad sin generosidad, a un amor sin ternura.
El "pueblo crucificado"
Mucha ciencia ha acumulado el primer mundo pero todavía no sabe poner nombre al tercio de la humanidad pobre, a los 800 millones de seres humanos que pasan hambre, y a los 50 millones que mueren de ella. Ha puesto el nombre de "holocausto a los seis millones" de judíos vilmente eliminados, pero no a los 80.000 que murieron en Hiroshima... Aquí en El Salvador, desde abajo y desde lo pequeño, cristianos de gran lucidez, y de gran corazón y de misericordia, han encontrado nombres para ellos, los más excelsos de nuestra fe. Estos desechos de la humanidad, producto en muy buena parte del primer mundo -el que, por ejemplo, se reparte en Africa comercialmente (Denver, 1997)-, el que acumula en manos de tres personas lo equivalente a los recursos de los 600 millones de seres humanos más pobres, son llamados "el siervo doliente de Jahvé", que carga sobre sus espaldas el hambre, las guerras, la indignidad, el desprecio, la muerte, que el primer mundo le ha impuesto. Y son llamados también "el pueblo crucificado", la presencia de Cristo crucificado en nuestro mundo, máxima radicalizacíón de Mateo 25. Cristo no está sólo presente hoy, en el que pasa hambre y sed, en el que está enfermo, desnudo, encarcelado, sino en el que es privado de vida, sobre todo de vida.
Existen los asesinados masiva, inocente y anónimamente, sin haber hecho uso de ninguna violencia, ni siquiera la de la palabra. No entregan activamente la vida por la defensa de la fe y ni siquiera, en directo, por defender el Reino de Dios. Son considerados como "estorbos", que deben ser eliminados para deshacerse con más facilidad de los que trabajan explícitamente por la justicia. Son los campesinos, los niños, las mujeres y los ancianos sobre todo, los que mueren lentamente día a día y mueren violentamente con increible crueldad y en total indefensión. Son, simplemente, matados y masacrados. Y ni siquiera tienen libertad para escapar de la muerte. Son el siervo de Yahvé, los pueblos crucificados.
Si nos preguntamos por su posible martirio y lo comparamos con el de los mártires jesuánicos, la respuesta es compleja. Si se considera el martirio desde la respuesta del antireino a quien lucha activamente por el Reino, el modelo principal -analogatum princeps- es el que se parece a Jesús, ejemplificado en Monseñor Romero, en los mártires de la UCA. Si se le considera desde el cargar con el pecado del antireino, el analogatum princeps son estas mayorías indefensas, que son dadas a muerte inocente, masiva y pasivamente.
Comparadas con la muerte de Jesús, las muertes de estas mayorías, expresan menos el carácter activo de lucha contra el antireino y la explícita libertad con que se les aborda. Pero, por otro lado, expresan más "la inocencia histórica" -pues nada han hecho para merecer la muerte más que el ser pobres- y la indefensión -pues ni posibilidad física tienen de evitarla-. Sobre todo, son esas mayorías las que cargan injustamente con un pecado (la injusticia que les priva de alimentación, salud, educación..., y el desprecio que les priva de palabra, dignidad... que les ha ido aniquilando poco a poco en vida y, definítivamente, en muerte. Estas mayorías son las que mejor expresan el ingente sufrimiento del mundo. Sin pretenderlo y sin saberlo, "completan en su carne lo que falta a la pasión de Cristo". Son hoy el siervo doliente y son el Cristo crucificado. Son las que más trágicamente muestran toda la negrura de la pasión del mundo.
Si nos preguntamos dónde hay más martirio, en la muerte de los mártires jesuánicos -o en la del pueblo crucificado-, sinceramente, no tengo respuesta. La muerte de los mártires jésuánicos es grata a Dios, porque expresa amor. La muerte del pueblo crucificado es lo que desencadena el mayor amor de Dios. Apelamos, pues, a las palabras cristianas últimas para balbucear cómo poder hablar de estas muertes. Y cuando se trata de la muerte del pueblo crucificado, la última palabra es el silencio, o la encarnación en esa muerte.
El pueblo crucificado como referente de los mártires jesuánicos
Ambas muertes participan del misterio cristiano. La fe cristiana afirma escandalosamente que en ambas muertes hay excelencia, siendo esto más escandaloso cuando se aplica a la muerte del pueblo crucificado que a la de los mártires jesuánicos. Poner en relación la excelencia de ambas muertes sólo se puede hacer análogamente, pero no es inútil preguntarse qué es lo que da sentido a qué. Pues bien, el pueblo crucificado es, en definitiva, lo que da sentido a los mártires jesuánicos. Estos se han incorporado activa y libremente a la muerte del pueblo crucificado, lo han hecho para salvarlo, y han sido salvados por él.
Pero queda una pregunta por responder. ¿Y qué es lo que da sentido a la muerte del pueblo crucificado? Esto es lo más hondo del misterio de la fe cristiana y lo que sólo tiene una respuesta de fe, pero no de cualquier fe sino de la que está acompañada de esperanza y es puesta a producir en el amor. La respuesta es que Dios los ama, que son los privilegiados de Dios.
En lo personal no sé ir más allá de esta respuesta, pero quiero insistir en la muerte del pueblo crucificado -precisamente cuando recordamos a los mártires de la UCA-, porque esta muerte es mucho más ignorada que la de los mártires jesuánicos, a veces es totalmente silenciada y quiere ser enterrada por los poderes de este mundo con más ahínco y vileza que otros mártires. Y aun cuando no se las quiera enterrar, siempre queda la pregunta de qué hacer con estos pueblos crucificados. En la Iglesia, en las tradiciones de las órdenes religiosas, por ejemplo, se sabe qué hacer con los niárdres activos, pero casi nunca se sabe qué hacer con los pueblos crucificados. Y eso nos empobrece a todos.
A quienes nos toca estudiar la Escritura sabemos que hay lecturas de los sinóptcos, por ejemplo, que saben qué hacer con los discípulos y los seguidores de Jesús, pero no saben tanto qué hacer con las multitudes que acudían a él de todas partes: pobres, enfermos, pecadores, mujeres, publicanos, ese inmenso mundo de crucificados en la pobreza, injusticia e indignidad. Y sin embargo, de estos últimos dice Jesús que de ellos es el Reino de Dios. Suelo decir también, no por caer en paradoja o ironía que, sin hacer la meditación de las dos banderas de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, dos o tres mil millones de seres humanos han sido elegidos para vivir en pobreza y han sido puestos con el Hijo. Quizás a quienes nos toca dar los Ejercicios sabemos qué hacer con los seguidores que piden ser puestos con el Hijo, pero con frecuencia no sabemos qué hacer con aquellos que han sido crucificados con él.
Algo semejante puede ocurrir con los mártires. En muchas partes, la Iglesia y la teología simplemente no saben qué hacer con ellos. Pero, modestamente, pienso que en América Latina sí sabemos qué hacer con los "mártires jesuánicos", pero con frecuencia no sabemos qué hacer con el "pueblo crucificado".
Este es el problema fundamental. Bien está que haya proceso de canonización, que se discuta -con honradez y ciencia- sobre la necesidad de ampliar la noción del martirio. (En lo personal pienso que hay que ir más allá de ampliar el concepto para que en él tengan cabida los mártires jesuánicos, sino que lo que hay que hacer es cambiar el concepto para que los mártires jesuánicos sean el analogatum princeps). De todas formas, con ser esto tan importante, me parece secundario.
Y no hay que olvidar que son esos mártires jesuánicos los primeros que me piden que no nos centremos en ellos, sino en el pueblo crucificado. Al fin y al cabo, por ese pueblo dieron ellos la vida. Ellos son los que nos piden que estemos junto a la cruz del pueblo crucificado, que respetemos profundamente su misterio -que esconde y transparenta a la vez el misterio de Dios-, que nos dejemos agraciar, perdonar, salvar por ellos. Y que nos desvivamos, hasta dar nuestras vidas, por bajarlos de la cruz.
(Tomado de CARTA A LAS IGLESIAS, El Salvador, octubre, 1999)