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EL MITO DE LOS ORÍGENES DE LA IGLESIA

(Publicado en El Correo Digital - aula de cultura virtual)

 

D. Rafael Aguirre

Catedrático de Teología de

la Universidad de Deusto

Bilbao, 15 de noviembre de 2004

 

Miramos al pasado desde perspectivas e intereses del presente. No hacemos un ejercicio arcaizante ni nos abandonamos a la nostalgia. Volvemos nuestra vista al pasado para descubrir posibilidades inéditas que enriquezcan nuestro presente y abran perspectivas nuevas de futuro. Se suele decir que quienes controlan el presente escriben el pasado y lo ponen a su servicio. La mejor forma de introducir aire fresco en el presente es ver el pasado con otros ojos, descubrir en él huellas y rostros habitualmente ignorados, escribirlo de manera diversa.

 

¿En qué sentido hablo del mito de los orígenes de la Iglesia? No equiparo el mito simplemente con una historia falsa. El mito es historia idealizada y llevada a cabo por un grupo social que busca referencias que le confieran identidad, para lo que ensalza a su fundador y a sus compañeros y presenta una visión idílica de sus inicios. La mitificación de los orígenes se produce en todas las culturas y en los más diversos grupos sociales. Podemos pensar, por ejemplo, en los nacionalismos, que suelen presentar una visión mítica de los orígenes del pueblo: una situación ideal rota, destruida por la influencia o la agresión de factores externos. También se puede hablar de otro tipo de grupos, como los jesuitas o los franciscanos, que idealizan las figuran de Ignacio y de Francisco, de sus primeros compañeros, porque encuentran en ellos un modelo de su propia identidad. Esa visión idílica del pasado, en el fondo, es una presentación utópica de lo que ellos desearían ser en el futuro.

 

Encontramos una visión idealizada de los orígenes del cristianismo desde los más antiguos escritos, desde "Hechos de los Apóstoles", donde se dice que los creyentes tenían un solo corazón y una sola alma, y que lo poseían todo en común. "Hechos de los Apóstoles" oculta las disensiones y los conflictos, incluso las diferencias, que sin duda existían y lo sabemos. Así, en "Carta a los Gálatas", Pablo nos cuenta el conflicto abierto que él y Pedro sostuvieron (y además en público) en Antioquía. Otro tanto sucederá después con la primera historia de la Iglesia que se escribió (siglo IV), que ejerció una influencia decisiva en las épocas posteriores. Su autor, Eusebio de Cesarea, presentó también una visión idealizada de los comienzos de la Iglesia; dice que era como una virgen pura y que reinaba la armonía, la fidelidad perfecta, pero que, cuando murió el último de los apóstoles, se introdujo el fermento del error, las maquinaciones y las disensiones, y se rompió aquel fervor primitivo.

 

Pues bien, esta visión idealizada –pero un tanto ingenua– de los orígenes del cristianismo ha estado enormemente extendida entre el pueblo cristiano. Sin embargo, hay que reconocer que, en realidad, las cosas no sucedieron así. Al principio existía una gran pluralidad de grupos que reivindicaban la memoria de Jesús y que se extendieron con rapidez; sus contornos ideológicos eran imprecisos, poco institucionalizados, y a veces estaban en conflicto entre sí y dibujaban una situación muy compleja. Poco a poco hubo una línea que fue preponderando y se fue imponiendo hasta convertirse en la ortodoxia.

 

Desde luego, no quiero decir que la ortodoxia sea el mero resultado de una correlación de fuerzas; no hay duda de que la línea que se impuso y acabó prevaleciendo tuvo una especial capacidad de adaptarse a la realidad, pero probablemente también tuvo una especial capacidad para recoger la inspiración originaria. Una institución que acepta el estudio crítico de sus orígenes –desmitificador por fuerza– asume un gran riesgo. Se acaban una visión y una adhesión ingenuas. Se descubre la contingencia, la complejidad y la conflictividad que está en el origen de toda la institución. No trato de negar que una institución, en nuestro caso la Iglesia, pueda darse una normatividad; lo que afirmo es la historicidad de la institución tanto en sus elementos conceptuales como en sus elementos organizativos. Por consiguiente, habrá que afrontar a esa institución con flexibilidad, y habrá que tener una disposición para adaptarla a las nuevas situaciones y a las nuevas culturas que vayan surgiendo en el curso de la Historia.

 

El problema de las fuentes es siempre decisivo en la Historia. ¿Cuáles son las fuentes para formular una historia crítica de los orígenes de la Iglesia? Contamos con una serie de escritos que están en el Nuevo Testamento; hay también otros de autores cristianos o de autores eclesiásticos; hay informaciones en fuentes judías; también existen algunas fuentes –pocas, pero de interés– en algunos autores paganos; y después nos encontramos con esos libros apócrifos que en la actualidad suscitan tanto interés (y hasta fascinación). Estos últimos son libros cristianos que no entraron en el canon del Nuevo Testamento, que no se convirtieron en documentos oficiales de la Iglesia. Se trata de una literatura amplia, variopinta, que hay que analizar en cada caso. Como no me puedo extender sobre esta cuestión, haré simplemente dos afirmaciones. En primer lugar, considero que, si bien esta literatura apócrifa aporta muy poco (casi nada) para el conocimiento histórico de la persona de Jesús, resulta de mucho interés para conocer la ideología, tendencias y circunstancias sociales de diversas comunidades cristianas primitivas. En segundo lugar, entre toda esta literatura apócrifa destacan los textos descubiertos en 1948 en el desierto de Egipto, de los cuales hay una magnífica y muy reciente edición castellana. Permaneció enterrada durante muchísimos siglos toda una biblioteca de carácter copto gnóstico del siglo IV que puede recoger tradiciones muy anteriores (del siglo II y quizá, en algunos casos, anteriores).

 

Voy a presentar a continuación un proceso muy complejo de forma necesariamente simplificada –espero que no injusta–. Jesús promovió un movimiento de renovación intrajudía en un momento de grave crisis en Israel. Fue sin duda un líder carismático dotado de una muy profunda experiencia religiosa que encontró un notable eco popular. Sus discípulos formaban un grupo peculiar dentro de Israel, como había otros muchos grupos: la secta de los nazarenos, la secta de los esenios, la secta de los fariseos, la secta de los saduceos, etc.

Jesús se dirigió al pueblo de Israel instándole a que aceptara el Reino de Dios y viviera en consecuencia, pero ni se dirigió a los paganos ni pretendió fundar una institución religiosa aparte de Israel. Tras la muerte de Jesús, su movimiento no se disolvió, sino que continuó, y encontramos en Palestina lo que se suele llamar "el judeocristianismo"; propiamente, la secta de los nazarenos, que, aunque eran plenamente judíos –practicaban la circuncisión y aceptaban toda la ley (incluidas las normas de pureza ritual)–, creían que Jesús era el Mesías de Israel. Y estos judeocristianos se dirigían al pueblo de Israel para que aceptara a Jesús como el Mesías. Nos encontramos en la primera generación cristiana: años 30_60, los años más oscuros y más difíciles.

 

Dentro de este judeocristianismo conviven varias tendencias. En primer lugar, había un judeocristianismo radical –podríamos llamarle "la extrema derecha"– que nunca aceptó a los procedentes del paganismo y que, aunque consideraba a Jesús profeta, tampoco aceptó los desarrollos de la cristología posterior, que tendió a encumbrar cada vez más la figura de Jesús. Eran los ebionitas (hay un documento que se llama "Evangelio de los Ebionitas"), que no se incorporaron nunca a la gran Iglesia, pero que pervivieron durante mucho tiempo, hasta el punto de que Mahoma estuvo en relación con ellos, de manera que la figura de Jesús profeta que aparece en el Corán se debe a la influencia de estos grupos judeocristianos.

 

Hay un segundo grupo judeocristiano, también muy estricto, que lo encontramos en Jerusalén en torno a Santiago, el hermano del Señor. En los años 43_44, Agripa mata a Santiago el Zebedeo, y Pedro tiene que huir de Jerusalén; el grupo de los doce se disuelve como tal, y queda Santiago, el hermano del Señor, como líder de la comunidad de Jerusalén. Aparece en ese momento dentro de la Iglesia madre un cristianismo de carácter dinástico, de forma que Santiago es sucedido por otros familiares de Jesús; este grupo es estrictamente judío, pero acepta –aunque ciertamente con muchas condiciones– la incorporación de personas procedentes del paganismo. Este grupo de judeocristianos acabó incorporándose a la gran Iglesia.

 

Finalmente, hay un tercer grupo de judeocristianos palestinos más abiertos. Reivindican la figura de Pedro y ante los paganos adoptaban una postura aún más abierta.

 

A continuación sucederá un acontecimiento clave que marcó toda la historia posterior. En el año 66, el pueblo judío se subleva contra los romanos, y las tropas de Tito invaden Palestina; llegan hasta Jerusalén, arrasan la ciudad y destruyen el templo. Los hechos introducen una crisis enorme, porque se destruye el templo, el sistema cultual, el sacerdocio, los sacrificios, etc. Es decir, se destruye lo que había sido la columna vertebral del pueblo judío hasta ese momento. Entonces, el pueblo judío tiene que reformular su identidad, para lo que se le ofrecen dos alternativas. Por un lado, tenemos la línea farisea en torno a la ley, que se plasmará en el siglo II en la Mishnah (una recopilación de leyes que más tarde generará el Talmud); ése es fundamentalmente el judaísmo que ha llegado hasta nuestros días. Por otro lado, aparece la alternativa judeocristiana: aceptar a Jesús como Mesías y asumir que con él ha llegado el Reino de Dios. La polémica es intrajudía, pero muy dura (se trata de ver quién prevalece dentro de ese pueblo), y quedó reflejada en muchos textos del Nuevo Testamento.

 

El desenlace lo conocemos. En el seno del judaísmo preponderó la línea farisea, que copó las sinagogas, de las cuales fueron excluidos poco a poco, en un proceso paulatino, traumático y muy duro, los judeocristianos, quienes se fueron configurando como una realidad sociológica y teológicamente diferenciada. Por así decirlo, era el surgimiento de una nueva religión: el cristianismo.

 

De todos modos, no precipitemos los acontecimientos. En una cuestión tan compleja hay que contar con otro factor decisivo: el pagano_cristianismo. Fuera de Palestina se produjo un fenómeno trascendental: hubo grupos de seguidores de Jesús que aceptaron en su seno a paganos, sin someterles a la circuncisión ni obligarles a cumplir la ley ni las normas de pureza ritual. Alrededor de las sinagogas judías de la Diáspora era frecuente la existencia de grupos de paganos que se sentían atraídos por el monoteísmo y por la moral judía. Algunos de ellos llegaban incluso a hacerse judíos: eran los prosélitos. Otros, en cambio, no llegaban a tanto; simpatizaban, incluso participan en el culto de la sinagoga; eran los temerosos de Dios. Pues bien, parece que entre estos temerosos de Dios se reclutaron los primeros paganos que se hicieron cristianos; el hecho se explica porque, en el fondo, para ellos el cristianismo era un judaísmo más accesible, debido a que no les imponía el engorroso rito de la circuncisión ni las normas de pureza ritual que regían los matrimonios o las costumbres alimentarias, que suponían una grave dificultad para su relación con el entorno pagano.

 

Y aquí nos encontramos con un personaje clave, muy discutido en su tiempo y a lo largo de todos los tiempos. Se trata de Pablo de Tarso, un gran estratega, un gran ideólogo y un gran teólogo. Hay una línea central que dirige la estrategia y el pensamiento de Pablo: el universalismo. Él quiere un cristianismo que salte las barreras étnicas, que esté abierto a todo tipo de personas; para hacerse cristiano no hay que hacerse previamente judío. El cristianismo debe poder extenderse y llegar hasta los confines del mundo entonces conocido. El universalismo tiene, naturalmente, otra faceta: las comunidades paulinas poseen una gran capacidad de integración. Son comunidades donde se juntan gentes de muy diferente procedencia, comunidades socialmente heterogéneas y culturalmente mestizas.

 

Esta visión constituye una gran novedad histórica que está, a mi juicio, en la raíz del "éxito" histórico que obtuvo este cristianismo de origen paulino. Naturalmente, Pablo –como todos los innovadores– tuvo que afrontar grandes dificultades y enormes controversias. De todos modos, hay dos principios a los cuales Pablo nunca renunció. El primero fue el principio de la libertad. En todas sus cartas, Pablo no se cansa de repetir que el ser humano es un ser libre de la ley, de las normas de pureza ritual y de toda vinculación étnica. El segundo principio es la unidad de sus comunidades, si bien no cualquier tipo de unidad. En efecto, no se trata de la unidad de comunidades monocolores, sino de comunidades enormemente plurales en las que se reúnen gentes que pertenecen a grupos que en la sociedad estaban a veces incluso seriamente enfrentados. Ésa es la unidad que aparece decisiva para Pablo, y que él considera una verdadera innovación histórica.

 

Pablo está entre dos mundos. Él es judío, y lo proclama con orgullo: él es hebreo e hijo de hebreos. Sin embargo, al mismo tiempo también pertenece al mundo helenista, puesto que es de Tarso, domina el griego y conoce bien los procedimientos de la retórica helenista. Por ello, tiene que afrontar un doble peligro. En primer lugar, se enfrenta al peligro de los cristianos radicales que acusan a Pablo de no haber conocido a Jesús y de despegarse de sus enseñanzas; proclaman, por ejemplo, que para ser cristiano hay que hacerse judío, con ley y circuncisión incluidas. En segundo lugar, están los gnósticos, que disolvían la fe cristiana en una serie de especulaciones filosóficas helenistas, en una actitud propia de élites intelectuales que produjeron mucha literatura y que consideraban que la salvación consistía en la conciencia del yo profundo, de una chispa divina que todos tenemos en nuestro interior, pero que está encarcelada por la materia. Estos dos peligros con los que tuvo que enfrentarse Pablo (el rigorismo legalista de los judaizantes y el subjetivismo individualista de los gnósticos) reaparecerán constantemente, con formas diferentes, a lo largo de la Historia.

 

La tradición paulina continuó después de la muerte del apóstol. Hay una serie de cartas que aparecen como de Pablo, pero que en realidad fueron escritas por discípulos suyos ("Carta a los Colosenses" y "Carta a los Efesios", en torno al año 80; y "Primera y Segunda Carta a Timoteo" y "Carta a Tito", de principios del siglo II). A lo largo de ellas descubrimos un proceso de institucionalización, algo inevitable porque, si no, un movimiento en sus inicios carismático habría dejado de existir. En este proceso de institucionalización podemos descubrir tres factores clave. El primero es la delimitación de un cuerpo doctrinal preciso, de forma que la fe se va presentando cada vez más como el asentimiento intelectual a un conjunto de verdades. El segundo elemento está constituido por el fortalecimiento de la organización del grupo; surgen ministerios y estructuras de gobierno cada vez más claras. Finalmente, el tercer elemento es la acomodación al mundo. En primer término, la acomodación al imperio; así, por ejemplo, se pide respetar a las autoridades imperiales y llorar por ellas. En segundo término, hay también una aceptación de las estructuras patriarcales de aquella sociedad. En este sentido, la mujer, que al principio había tenido un notable protagonismo en el movimiento de Jesús, lo va perdiendo; en este momento, la mujer queda ya muy relegada en las cartas pastorales porque la comunidad cristiana ha interiorizado la estructura patriarcal de la sociedad en el que se encuentra.

 

Este proceso de institucionalización –como sucede siempre– fue muy conflictivo y provocó reacciones adversas. En primer lugar, y aunque pueda parecer un poco extraño, hay que mencionar la redacción de los evangelios. Los evangelios se redactan al mismo tiempo que las cartas post_paulinas a colosenses y efesios, y su finalidad es recuperar la radicalidad de las tradiciones originarias de Jesús, las cuales, con el proceso de institucionalización, se estaban diluyendo. La segunda redacción se encuentra en otras tradiciones y otros escritos que interpretaban a Pablo de una forma muy diferente a como lo hacía la tradición oficial ortodoxa, la que entró en el canon del Nuevo Testamento; pero esas tradiciones a las que me refiero también reivindicaban la autoridad de Pablo y desarrollaban aspectos muy presentes en su mensaje, como la libertad, el carisma, la presencia del espíritu o el protagonismo de la mujer. Dichas tradiciones paulinas apócrifas que quedaron como heterodoxas, pero que fueron muy importantes en Asia Menor durante el siglo II y rivalizaron con las ortodoxas, han dejado escritos (por ejemplo, los hechos apócrifos de Pablo y Tecla, y algunos evangelios apócrifos, entre los cuales destacaría el de María Magdalena, que se caracterizan por reivindicar el papel y el protagonismo de la mujer).

 

Puede considerarse que el proceso formativo del cristianismo termina a finales del siglo II, cuando se establece el canon del Nuevo Testamento. Que el grupo cristiano constituya un cuerpo de escritos y los considere sagrados y normativos significa que tiene ya una identidad propia y separada del judaísmo. El canon del Nuevo Testamento (un conjunto heterogéneo de veintisiete escritos) supuso una selección. Había otros muchos escritos cristianos, pero con una gran característica: su carácter amplio y plural. A diferencia de los cánones que hacían las sectas, que siempre eran muy reducidos, puesto que seleccionaban un escrito con el que se podían identificar plenamente. En cambio, con el canon del Nuevo Testamento no sucede así; en él coexisten escritos aparentemente tan antagónicos como "Carta a los Gálatas" –que afirma con enorme entusiasmo que Cristo ha venido para liberarnos de la ley– y "Carta de Santiago" –que contiene una defensa encendida de la ley judía en todos sus términos–. Coexisten escritos que propugnan actitudes muy diferentes ante el imperio romano; así, las cartas pastorales piden obediencia y sumisión a las autoridades imperiales, mientras que, en cambio, "Apocalipsis" –que también está en el canon– defiende la resistencia y la denuncia del imperio y de sus autoridades. Por tanto, en el canon del Nuevo Testamento –y no digamos nada si incluimos a la literatura apócrifa– descubrimos una enorme pluralidad y una enorme conflictividad. Puede decirse sin exageración que el cristianismo primitivo fue mucho más plural y conflictivo que el cristianismo de nuestros tiempos.

 

Este rápido periplo por los orígenes del cristianismo me da pie para realizar a continuación algunas reflexiones finales sobre el pasado que he reflejado y el presente que vivimos. En primer lugar, quiero indicar que estudiamos el pasado no porque busquemos recetas para el presente, pero sí nos mueve el deseo de recuperar posibilidades perdidas y abrir perspectivas nuevas. En el cristianismo de los orígenes llama la atención la libertad de expresión, el contraste de opiniones –incluso la seriedad de los conflictos–. Ya sé que las cosas han cambiado mucho y que, con el paso del tiempo, las instituciones hacen más firmes y más precisas sus reglas; pero hoy día existe entre muchos cristianos un disenso amplio, indoloro, silenciado en público, con respecto a criterios que inculca con reiteración el magisterio eclesiástico. Es una situación malsana que no refleja unas estructuras fraternas y que oculta un grave conflicto latente. No vale –es muy malo– esconder la cabeza debajo del ala. Pienso por ello que la mirada a los orígenes invita a ampliar la libertad de expresión en el seno de la Iglesia, a no zanjar precipitadamente los debates. Tengo la impresión de que a veces se habla de forma contundente y rápida de temas muy complejos. Hay un tipo de cuestiones para las que quizá sería oportuno un lenguaje menos pontifical y más fraterno que hiciera posible una mayor participación de la comunidad en la elaboración de la voz de la Iglesia, un lenguaje que, en lugar de dar siempre respuestas claras, planteara preguntas e hiciera ver que la Iglesia, sin renunciar a sus propias ideas, está en búsqueda fraterna junto con el resto de la humanidad.

 

En segundo lugar, el estudio crítico de los orígenes introduce la historicidad en la consideración de las estructuras eclesiales, lo cual es muy serio, porque la Iglesia puede darse su propia normatividad –y esto es plenamente legítimo–, pero no puede justificar precipitadamente con argumentos teológicos un proceso histórico. Fijémonos en que Pablo no repite el mensaje de Jesús; Jesús anuncia constantemente el Reino de Dios, y esta expresión prácticamente desaparece de las cartas de Pablo. Más aún: Pablo apenas cita palabras de Jesús, sino que en sus cartas solamente se encuentran algunas alusiones a palabras del Maestro. Creo que Pablo es fiel a Jesús, pero con creatividad y libertad. Para nuestro tiempo diría que hay que evitar una consideración anquilosada de las declaraciones doctrinales y dogmáticas. No basta con repetirlas, sino que necesitan ser reinterpretadas para que sean significativas en el presente.

 

En tercer lugar, deseo referirme a la pluralidad de modelos eclesiológicos que encontramos en el Nuevo Testamento. Están las comunidades paulinas –a su vez muy variadas–, pero también las judeocristianas. Esta pluralidad nos enseña que la unidad de la Iglesia no significa en absoluto uniformidad. Por tanto, el ecumenismo tendrá que entenderse sobre todo como el reconocimiento recíproco de la pluralidad de las diversas Iglesias, bien entendido que esto no elimina la necesidad de unos consensos básicos cuya obtención puede ser difícil, pero que no se identificarán con todos los perfiles de ninguna de las Iglesias actualmente existentes.

 

En cuarto lugar, cada vez me parece con más intensidad que nuestra situación tiene más similitudes con la de Pablo. Imaginemos a Pablo cuando llegaba a Éfeso, a Corinto, a Atenas, a todas aquellas grandes ciudades donde estaban las más famosas escuelas de filósofos y llegaban los más diversos cultos, muchos procedentes de Oriente. Eran ciudades cosmopolitas, un hervidero de vidas, ideas y negocios, donde Pablo no es extraño que un tanto atribulado se preguntara, al llegar a ellas, por dónde empezar a anunciar el evangelio. Pues bien, tengo la impresión de que en Europa occidental estamos en una situación paulatinamente parecida a la de san Pablo: los cristianos somos cada vez más una minoría en medio de un océano de indiferencia religiosa. ¿Qué hizo Pablo? Él, por supuesto, no participaba en los cultos públicos, él era muy crítico con muchos de los valores socialmente hegemónicos y establecidos. Sin embargo, Pablo no se enfrentó directamente contra el culto imperial –habría sido suicida– ni pretendió erigirse en interlocutor directo del imperio –habría supuesto una ingenuidad–. Creo, por el contrario, que lo que Pablo intentó fue introducir los valores evangélicos en el tejido social. Él iba estableciendo comunidades domésticas, socialmente bien asentadas, con estructuras ágiles y flexibles que podían extenderse, con capacidad de acogida, que establecían relaciones con comunidades de otras ciudades.

 

Con todas las transposiciones requeridas por la diversidad de los tiempos y de las circunstancias, creo que encontramos en Pablo una referencia especialmente válida. Pienso que la Iglesia en España y en otros lugares de Europa está amenazada por la nostalgia de otras épocas en las que gozaba de centralidad social y de capacidad para condicionar la vida política. Sin embargo, la realidad sociológica ha cambiado. Además, creo que, por fortuna, en España estamos en un estado constitucionalmente no confesional, lo que para mí es lo mismo que decir en un estado laico. Sinceramente, creo que la época de los nuncios –representantes del Estado Vaticano ante los gobiernos de los diversos países–, que aquella época en que la Iglesia aparecía como interlocutora directa ante los Estados, con capacidad de condicionar las legislaciones, toca a su fin.

 

Hay un tipo de cristianismo que tiene los días contados. Nuestra situación se parece más a la del cristianismo de los orígenes. Aquellos primeros seguidores de Jesús no crearon guetos aislados en su sociedad, en absoluto, pero influyeron y transformaron la sociedad imperial no en virtud del poder de sustitución, sino porque crearon desde abajo una red de comunidades participativas, ágiles, con capacidad de adaptación y de extensión en las que la fe se expresaba como generadora de fraternidad, superadora de tribalismos y discriminaciones, solidaria con los más necesitados, en las que encontraban identidad y reconocimiento gentes marginadas o desorientadas en el mare mágnum del imperio. En contra de lo que a veces se dice (que el cristianismo se extendió porque un determinado emperador lo convirtió en la religión oficial y lo impuso desde arriba, desde el poder político), los emperadores Constantino y Teodosio acabaron reconociendo al cristianismo como la religión oficial porque ya desde hacía tiempo era una ideología emergente que respondía a necesidades muy sentidas, que se había ido extendiendo y convirtiendo en hegemónica en el seno del tejido social del imperio.

 

En este punto, no puedo dejar de referirme –aunque sea a modo de desahogo– a lo que estos días estamos viviendo, aun a riesgo de adentrarme en un terreno muy discutible. En España, desgraciadamente, existe el peligro de que la religión se convierta otra vez en campo de batalla política, de que vuelva a abrirse la vieja cuestión religiosa. Naturalmente, pienso que en ningún caso se volverán a presentar las cosas con la virulencia y la agresividad que tuvieron en tiempos pasados. Por una parte, el gobierno está adoptando una batería de medidas que afectan a la institución eclesiástica y a la conciencia religiosa. Por otra parte, nos encontramos con que la Iglesia española lleva años optando estratégicamente por grupos que se caracterizan por la afirmación de la identidad católica de forma sumamente conservadora. Hay algún periódico bien conocido que se agarra al factor religioso para reproponer la unidad política de los católicos y lanzarlos contra el gobierno socialista, mientras algún otro periódico no menos conocido nos bombardea con frecuentes reportajes que presentan a la Iglesia como una institución en declive y casi en extinción en España.

 

Algunos nos sentimos profundamente incómodos en un conflicto que, pensamos, debe evitarse. Nos sentimos incómodos porque somos partidarios de una Iglesia que acepte la laicidad, que se encuentre cómoda en la democracia, que reconozca que hay unos representantes legítimamente elegidos para legislar para una sociedad plural, que no se puede imponer a toda la sociedad lo que son las exigencias máximas de la moral cristiana. Creemos en una Iglesia que se autofinancie y que ni oculte el evangelio ni se pliegue a las convenciones dominantes, pero que también escuche, aprenda y hable más como hermana cercana que como maestra omnisapiente de la humanidad.

 

Del mismo modo, nos sentimos incómodos porque pensamos que los valores religiosos rectamente entendidos y depurados enriquecen la razón de la modernidad y resultan profundamente humanizadores. En el cristianismo de los orígenes –concretamente en el siglo II– hubo quienes decidieron dar el paso decisivo. Son los padres apologetas, los primeros que realizaron escritos dirigidos no al interior de las comunidades cristianas, sino dirigidos a los paganos, a la sociedad que les rodeaba; intentaban entablar un diálogo para explicar su postura. Entre estos apologetas destaca san Justino –que, por cierto, era oriundo de Nablus, una ciudad del centro de Palestina que, por desgracia, tanto aparece ahora en la prensa–. San Justino afirmaba que el logos divino, el verbo de Dios, se ha manifestado en Jesucristo, pero que también, a su modo, se había manifestado en los filósofos griegos y en muchos poetas paganos. Es decir, adoptaba una postura de apertura y de receptividad no exenta de crítica ante la cultura greco_helenista, y así resulto el cristianismo como una realidad universal, no sectaria, mestiza.

 

Acabaré con dos sugerencias: la primera sobre los orígenes y la segunda sobre los frutos de estos orígenes. Después de todo lo dicho, es obvio que la Iglesia no fue fundada por Jesús, en el sentido de que no se basa en decretos explícitos, fundacionales y suyos con los que habría previsto una nueva institución religiosa (ni mucho menos sus formas organizativas). La Iglesia surge en la Historia a través de un proceso evolutivo. Quizá para el historiador –y desde luego para el teólogo– el problema no es si Jesús fundó la Iglesia, sino si la Iglesia está fundada en Jesús y en los valores que él promovió. La valoración de los orígenes suele ser discutible, dispar y hasta opuesta.

 

Da la casualidad de que este mes de noviembre hace quince años que fueron asesinados en El Salvador seis jesuitas de la UCA (Universidad Centroamericana) y dos mujeres (madre e hija) que trabajaban con ellos. Entre los asesinados había dos vizcaínos, Juan Ramón Moreno (de Bilbao) e Ignacio Ellacuría (de Portugalete). Quisiera que mis últimas palabras fueran de recuerdo y homenaje para estas personas que creo que son de lo mejor que tiene la humanidad.

 

El asesinato se cometió en la madrugada del martes al miércoles; el viernes anterior, Ellacuría había estado en Bilbao, y estuve hablando con él casi toda la mañana en Deusto. La guerra en El Salvador se había puesto aquellos días al rojo vivo, y el ejército tenía rodeada la universidad. Le decíamos a Ellacuría que en aquellas condiciones –y con las amenazas que siempre pendían sobre él– debía esperar, que no debía regresar todavía a El Salvador. Nos contestó que precisamente por eso, él –como rector– tenía que estar allí con sus compañeros. Calculaba que no se atreverían a atacarles, que irían dentro del recinto universitario. Sería demasiado patente la autoría del ejército, nos decía, pero era muy consciente del peligro que corría con su viaje.

 

Ellacuría y sus compañeros tenían una única arma: su ejemplo de vida y su palabra rigurosa, libre y valiente. Les acusaban de que subvertían al pueblo, notable semejanza en su actitud, en las acusaciones y en su muerte con aquel que está en el origen del cristianismo, porque, más allá de todos los mitos posteriores, está la dura e innegable realidad de un crucificado. Es verdad que hay mucha hipocresía y polvo y barro escondido –y utilizo una expresión de Fernando García de Cortázar– en los pliegues de la tiara, pero los mismos orígenes reivindicados por las tiaras siguen generando muchas vidas de entrega, de libertad y de amor, como las que fueron brutalmente asesinadas hace quince años. Por cierto, aquella madrugada, los asesinos también actuaron en el nombre de Dios

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