Del libro de Rafael Aguirre La Mesa Compartida (Sal Terrae1994) 135-163
1. El Reino de Dios, centro de la predicación de Jesús
El centro de la predicación de Jesús no es su propia persona, ni tampoco la explicación de la Ley, como podría esperarse de un maestro judío, ni tan siquiera Dios en sí mismo. Jesús anuncia el Reinado de Dios <2>. Lo dice de forma programática el evangelista Marcos en un resumen, probablemente redaccional, pero que recoge fielmente la predicación de Jesús: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Noticia» (Mc 1, 15) <3>
Jesús es un judío que se inscribe en la rica y compleja tradición de su pueblo, y en ello insisten mucho los estudios históricos y teológicos actuales. Y es precisamente el gran avance que en nuestros días está adquiriendo el conocimiento de la tradición judía del siglo I lo que más luz está proyectando para el conocimiento de los evangelios y de la persona de Jesús <4>. Pues bien, de entrada, Jesús no hace grandes disertaciones sobre el Reinado de Dios, porque se trata de algo que está muy vivo en la tradición de sus oyentes. Lo cual no es óbice para que a lo largo de su ministerio vaya reinterpretando y profundizando el sentido de Dios y de su Reinado.
¿Cómo se entendía en el judaísmo del tiempo el Reinado de Dios? Había tres formas de interpretarlo, según distintas corrientes de pensamiento:
1) Los rabinos lo entendían de forma ética: en la medida en que uno se somete a la Ley, está aceptando el Reinado de Dios. «Aceptar el yugo del Reino de los Cielos» era sinónimo de cumplir la Ley.
2) En el culto se celebraba el Reinado de Dios sobre toda la creación, que, de suyo, es una realidad intemporal y siempre vigente.
«Que de toda la tierra rey es Dios: ¡salmodiad con destreza! Reina Dios sobre las naciones, Dios, sentado en su sagrado trono». (Salmo 47,8‑9).
3) Hay una tercera corriente judía que espera la afirmación histórica de la soberanía de Dios por medio de una nueva intervención salvífica suya. Es la línea profética, con la que fundamentalmente empalma Jesús.
Lo más específico de Jesús es su afirmación de que el Reinado de Dios, que es de Dios, es decir, que responde a una iniciativa divina, está teniendo lugar con su persona y actuación; que la esperada revelación definitiva se está realizando, y la soberanía y el poder de Dios están haciéndose presentes de una forma nueva en el mundo. Esto es una buena noticia, porque Dios se acerca a los hombres con una oferta de humanización y vida nueva. «Si por el Espíritu de Dios expulso yo a los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios» (Mt 12,28). «El Reino de Dios está ya entre vosotros» (Lc 17,20). Ha llegado el momento decisivo hacia el que aspiraba toda la historia de Israel: «¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis Y no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, y no lo oyeron» (Le 10,23‑24). Una misma imagen se repite con distintos matices en las diversas parábolas vegetales: la semilla ya está actuando y fecundando la tierra, y el fruto es la consecuencia irreversible (Me 4; Mt 13).
Jesús está en la línea de toda la tradición bíblica, que nunca especula sobre Dios en sí mismo, sino que habla de un Dios que se revela en la historia con un proyecto de salvación para la humanidad. Y esto se expresa de diversas maneras, según las diversas tradiciones bíblicas: como liberación en el Éxodo; como fidelidad en la Alianza; como providencia en la tradición sapiencial como justicia en los profetas.
El sentido profundo de los milagros de Jesús es indicar que la soberanía de Dios, su Reinado, ya está abriéndose camino en el mundo. La misericordia, el restituir la salud a los enfermos, el hacer vivir a los muertos, el devolver la dignidad a los alienados y la libertad a los oprimidos, el dar de comer a los hambrientos... son signos reales del Reinado de Dios en la historia. El Dios de Jesús es un Dios de vida que se manifiesta devolviendo su rostro humano a la sociedad; y la sociedad se transforma y humaniza en la medida en que se acerca al Dios verdadero.
Jesús efectúa obras que son signos de la irrupción real de la soberanía de Dios en la historia; pero son sólo signos. Para Jesús, la manifestación de la plenitud del Reinado de Dios es algo que se espera para el futuro. Las parábolas vegetales mencionadas reflejan la tensión entre el Reino ya presente, pero aún escondido y germinal, y su espléndida manifestación futura. La imagen del banquete es frecuente para describir la plenitud aún futura del Reino (Mt 8, 11‑ 12; 22,1‑14; Le 14,15‑24). Con frecuencia las referencias al Reino futuro se realizan en un contexto de juicio y recompensa (Mt 16,28; 25,34; 19,23).
2. Función social del lenguaje sobre el Reinado de Dios
En la cultura religiosa del judaísmo existían diversas posibilidades terminológicas para expresar las relaciones del hombre con Dios (mundo futuro, Paraíso, alianza, juicio ... ) <5>. Jesús utiliza de forma casi exclusiva la expresión «Reinado de Dios», que procede de la experiencia sociopolítica y que era muy poco usual en el judaísmo de su tiempo. Incluso utiliza determinados giros que no tienen paralelo en el judaísmo contemporáneo («entrar en el Reino de los Cielos»; «heredar el Reino»; «se acerca el Reino de Dios»; «el más pequeño en el Reino»; «las llaves del Reino»; «os precederán en el Reino». ..) <6>. Esta observación es muy importante, porque la adopción de un lenguaje implica privilegiar un determinado tipo de experiencia de la realidad, a la vez que conlleva una forma precisa de interpretarla.
Es interesante, en este punto, hacer notar la diferencia, a la hora de presentar el Reino de Dios, entre la mentalidad profética y la apocalíptica, porque, más allá de la ubicación correcta de Jesús, se trata de dos mentalidades recurrentes a lo largo de la historia (también en nuestros días) y que responden a actitudes muy diferentes, pese a ciertas semejanzas formales.
La apocalíptica habla de la cercanía de un Dios que va a afirmar "el mundo futuro" tras la destrucción de «este mundo», que está radical e insalvablemente empecatado.
La mentalidad profética también denuncia con vigor el pecado y alienta la esperanza en la salvación futura, pero, a la vez, invita a descubrir los signos de la presencia de esa salvación de Dios en el corazón de la historia. En esta línea, pero de una forma muy especial, se mueve Jesús. «Reino de Dios» es una categoría muy apta para expresar la interpenetración histórica de la salvación. Jesús anuncia la manifestación futura de Dios y de su Reinado y denuncia el pecado que se opone a ello; pero, sobre todo, proclama como buena noticia que Dios ya está presente con el poder de su amor en medio de los hombres, e invita a descubrirle y a vivir desde esta realidad.
¿Se puede encontrar la raíz veterotestamentaria y judía del uso que hace Jesús del Reino de Dios? Hoy se acepta comúnmente que el Deutero‑Isaías y Daniel están en el trasfondo de la predicación de Jesús, y en ambos se usa la expresión con una función social similar. El Deutero‑Isaías se dirige al pueblo que está en el destierro de Babilonia, y su objetivo es suscitar la esperanza de los oprimidos prometiéndoles una intervención liberadora de Dios, que es vista como la afirmación histórica de su reinado:
«Sacúdete el polvo, levántate, cautiva Jerusalén... que son hermosos sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas noticias, que anuncia la salvación, que dice a Sión: Ya reina tu Dios» (ls 52,2.7).
El segundo libro es el de Daniel, escrito en un momento de máxima desgracia y sufrimiento del pueblo: en tiempos de la persecución de los seleúcidas. Se trata de un libro apocalíptico que ‑mediante el recurso a las imágenes, habitual en este género literario‑ establece una contraposición entre los reinos terrestres injustos y perseguidores y el Reino de Dios, que al final prevalecerá, hará justicia y se identificará con el reino de los santos (cf. el conocido capítulo 7, con la contraposición entre los reinos de las bestias y el reino del hombre, que recibe la gloria, el poder y el honor de parte de Dios).
El estudio del Deutero‑Isaías y de Daniel ‑cercanos ya al tiempo de Jesús‑, que proporcionan el trasfondo bíblico utilizado por el mismo Jesús en su predicación y que son también los libros en que está más presente la teología del Reino de Dios, nos enseña algo decisivo sobre la función social de esta expresión. La esperanza religiosa se expresa en términos de Reino de Dios en momentos de especial sufrimiento y desgracia colectiva. Es la afirmación de Dios como promesa y utopía comunitaria de liberación y justicia. La esperanza en el Reino de Dios parte de una singular conciencia de opresión y de injusticia, pretende expresamente denunciar poderes históricos concretos y vincula inseparablemente la fe en la fidelidad de Dios con su intervención justiciera y liberadora.
También Jesús se dirige a un pueblo que se encuentra en una situación sufriente y muy dolorosa: la ocupación romana era el último eslabón de una serie de duras turbulencias políticas; la cultura helenista estaba introduciendo una grave crisis de identidad en la conciencia judía; los herodianos eran denostados, y la autoridad sacerdotal estaba desprestigiada, y con razón; las dificultades económicas eran enormes, y proliferaban los fenómenos de disgregación social (emigración, bandidismo ... ); la pobreza era un fenómeno generalizado de masas, hasta el punto de que no pocos tenían que venderse como esclavos... No es posible describir ahora con detalle todas estas circunstancias históricas, pero las evoco porque es muy importante que las tengamos bien presentes. En efecto, pienso que a la teología, y a nuestra cultura religiosa en general, le sigue costando mucho tomarse en serio y hasta sus últimas consecuencias el carácter histórico de Jesús. Concretamente, olvidamos que el mensaje de Jesús solo se puede entender atendiendo a las circunstancias históricas del pueblo al que se dirige y a la función que ahí desarrolla. Lo que vale para el momento fundante de la fe de Israel, vale también para Jesús: Dios se revela no sólo con ocasión del sufrimiento de su pueblo, sino en relación con ese sufrimiento y con una voluntad determinada de erradicar ese sufrimiento <7>.
En analogía con Daniel y con el Deutero‑Isaías, pero con mucha más insistencia que ellos, Jesús recurre al símbolo del Reinado de Dios, dando así expresión religiosa a la situación real de la inmensa mayoría del pueblo judío en la Palestina del siglo I. El Dios del Reino expresa la esperanza real del pueblo sufriente.
3. El Reino del Padre
3. 1. Dios y el hombre en la experiencia del Reino
Dos polos, íntimamente relacionados, son claves para entender las actitudes y el mensaje de Jesús: 1) su experiencia de misericordia ante la situación de los hombres y del pueblo, su solidaridad con el dolor, que se traduce con frecuencia en indignación ante lo que lo provoca; 2) su experiencia profunda de que Dios es Padre, amor gratuito que se derrama como perdón infinito y como fuente de vida insospechada.
Jesús utiliza para dirigirse a Dios una expresión peculiar, Abbá, palabra aramea que significa «Padre» <8>. Se trata de una palabra que, al parecer, los judíos no osaban utilizar en sus relaciones con Dios; o, en todo caso, era
imamente utilizada, a diferencia de lo que vemos hacer rarís a Jesús, que la usa siempre, no sólo para hablar de Dios, sino sobre todo, y esto es lo novedoso, cuando se dirige a El en oración. Una buena prueba de que los cristianos captaron desde el principio la profunda novedad que encerraba este uso de Jesús es que incluso las comunidades en las que ya no se conocía el arameo seguían utilizando la palabra Abbá (cf. Rm 8,15 y Gal 4,6). Y es que el Abbá nos introduce en el corazón de la experiencia religiosa de Jesús. Se trata de una palabra que servía originariamente a los hijos (no sólo a los niños) para dirigirse a sus padres en el ámbito de las relaciones familiares. El fiel judío individual de ninguna manera se atrevía a plantear así su vinculación con Dios.
¿Qué tipo de experiencia de Dios se manifiesta en su invocación como Abbá por parte de Jesús? En primer lugar, expresa confianza absoluta, intimidad y cercanía a Dios, a quien experimenta corno fuente de bien y de vida, como origen primero y esperanza última, como perdón y misericordia... En segundo lugar, pone de manifiesto una actitud de obediencia, fidelidad y disponibilidad para cumplir su voluntad. Este segundo aspecto se olvida con frecuencia, pero es fundamental en la sociedad patriarcal del tiempo de Jesús, que fue la que acuñó la expresión Abbá.
Esta experiencia de Dios es la raíz última que explica el mensaje de Jesús, las actitudes de su vida y la conciencia de su misión. Porque experimenta a Dios como amor, proclama la venida de su Reino, de su proyecto salvador para los hombres (la «teología» de Jesús y su «escatología», lejos de oponerse, están profundamente relacionadas entre sí) <9>; porque experimenta a Dios como Padre, comprende que la afirmación histórica de su realidad es la fraternidad entre los hombres; porque Dios es Padre, se manifiesta como fuente del ser, como comunicación de su propia vida, como llamada a la vida en plenitud de todos los hombres.
3.2. Reino de Dios y Pueblo de Dios
En la mentalidad bíblica, el concepto de «Reino de Dios» es correlativo e inseparable del de «Pueblo de Dios». En este punto, conviene evitar un doble malentendido. El Reino de Dios no es algo que se dirija a cada persona aislada ni, menos aún, que se refiera a la dimensión privada o íntima del individuo. Pero tampoco es algo que se dirija de forma inmediata y directa a toda la humanidad. El Reino de Dios dice relación a un pueblo concreto, cuya misión es acogerlo y hacer visible históricamente el carácter transformador y humanizante de la aceptación de la soberanía de Dios. Si el Reino de Dios quiere hacerse presente en la historia, necesariamente tendrá que hacerlo en algún punto concreto del espacio y del tiempo. Es la razón profunda del tema ‑tan delicado y tergiversado‑ de la elección de un pueblo. Dentro de la tradición judía, la esperanza en el Reino de Dios responde a una escatología ,,,profundamente terrena y nacional, aunque la renovación de Israel alcance, de forma mediata, a las naciones paganas.
Jesús se sitúa en este horizonte, que es el de la tradición bíblica, y dirige su misión a Israel, esforzándose para que éste cumpla con su vocación de Pueblo de Dios, acepte la,soberanía de Dios y, de ese modo, se convierta en «luz para las gentes» y «señal para las naciones».
Pero Jesús se dirige a todo Israel, sin ningún tipo de discriminación; en lo cual hay, sin duda, algo ciertamente notable y característico de su actitud. En efecto, otros movimientos religiosos contemporáneos, que también buscaban la renovación del pueblo judío, se dirigen a una elite espiritual, alejándose y hasta despreciando a la masa del pueblo. Es el caso de los fariseos (palabra que etimológicamente significa «los separados»), que cultivaban en el interior de la secta el conocimiento y la práctica de la ley, pero se mantenían rígidamente separados de los demás. Este elitismo está más acentuado aún en los esenios de Qumrán, que incluso físicamente se separaban del resto del pueblo judío, al que consideraban corrompido, y se retiraban al desierto, donde practicaban numerosos ritos de purificación. Por el contrario, Jesús se dirige a toda la gente. Más aún, se acerca con una especial predilección a una serie de personas (publicanos, pecadores, mujeres, niños ... ) discriminadas negativamente por las convenciones religiosas de la época. Esta actitud de Jesús expresa lo más íntimo de su mensaje teológico: el Reinado de Dios no se basa en el cumplimiento de la Ley, sino que consiste en la acercamiento gratuito y misericordioso de Dios, con una oferta de perdón y de salvación insospechada.
En el mensaje de Jesús, la liberación del yugo de los romanos, que era un aspecto esencial de la esperanza mesiánico‑davídica de su tiempo, no desempeña un papel relevante; lo cual plantea una serie de problemas críticos en los que no podemos entrar ahora. Por una parte, es posible que este tema fuera objeto, en ocasiones, de alguna alusión un tanto críptica, debido a su conflictividad; por otra, es probable que en el curso de la tradición los aspectos del mensaje de Jesús más críticos con respecto al Imperio se amortiguaran para evitar la persecución y no poner impedimentos a la extensión del cristianismo. Sin entrar en estas cuestiones, hay algo claro: Jesús considera que el Reinado de Dios no se identifica con la expulsión del poder extranjero. El mal tiene unas raíces más profundas y pasa por el interior del mismo Israel. No cabe ninguna marginación, pero tampoco cabe autoseguridad alguna. Todos tienen necesidad de convertirse y acoger la soberanía de Dios.
Ciertamente, el Jesús terreno se dirigió a Israel y no se propuso ir a los gentiles, pero su concepción del Reino de Dios tenía unas virtualidades internas que le iban a permitir superar las fronteras étnicas.
3.3. El Dios de los pobres
Jesús se dirige a todo Israel, pero también afirma que Dios, el Padre, se conmueve, ante todo y sobre todo, por los pobres, por los hambrientos, por los que lloran, por los que sufren..., de modo que la afirmación histórica de su presencia, es decir, su Reinado, es consuelo, esperanza y liberación para todos ellos. Sus sufrimientos, las injusticias que soportan, se oponen al Reinado de un Dios de vida y son expresión histórica del pecado.
Cuando Jesús proclama programáticamente el Reino de Dios, añade que es «buena noticia» para los pobres (Mt 5,3‑12; 11,5; Lc 4,18; 6,20‑26; 7,22). «Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios».
Cuando Jesús proclama el Reino de Dios como buena noticia para los pobres, no está pensando en premiar sus virtudes morales. No se trata de que los pobres y los sufren sean especialmente buenos y piadosos. Quizá lo sean, o quizá no; pero, en cualquier caso, no es ésta la perspectiva de las bienaventuranzas. Con frecuencia, la pobreza es profundamente deshumanizadora y poco propicia para fecundar virtudes. La tradición bíblica central y, desde luego, Jesús no idealizan románticamente la pobreza. Al contrario, la pobreza ‑tomada ahora en el sentido amplio, pero bien histórico, de expresión del sufrimiento‑ es un mal que se opone a la voluntad de Dios, el cual, por el honor de su nombre y por coherencia con su amor, quiere y debe liberar a los pobres y a los que sufren. Quiere esto decir que la bienaventuranza de los pobres, en su sentido original, no es primariamente una enseñanza moral, sino teológica; no pretende hablamos de las disposiciones subjetivas del hombre, sino de cómo es Dios y cómo actúa cuando interviene en la historia.
Pero, naturalmente, la situación objetiva no determina totalmente la relación personal de cada individuo con Dios. Jesús llama a todos a la conversión, a una reorientación de todo su ser, desde lo hondo del corazón hasta los comportamientos de la vida cotidiana, en función de Dios y de su soberanía en la existencia personal y colectiva. Pero los pobres son también un lugar privilegiado de la llamada de Dios y, por tanto, de la conversión, como se pone de manifiesto en la solemne parábola con que concluye Jesús sus enseñanzas en el evangelio de Mateo: en los hambrientos y sedientos, en los enfermos y encarcelados, en los emigrantes y desnudos, nos sale al paso el mismo Hijo del Hombre (25,31‑46).
Los pobres son lugar de manifestación de Dios, no porque sean los buenos, sino precisamente porque son pobres. Ellos, con su misma existencia, hacen patente el pecado del mundo ‑lo que se opone a la voluntad de un Dios, que es misericordia‑ y denuncian nuestras complicidades con dicho pecado. En nuestra actitud ante el prójimo necesitado se pone de manifiesto la naturaleza auténtica y profunda de nuestra relación con el Misterio del Ser y con el Amor Infinito, más allá de las verbalizaciones que de ella podamos hacer. El hombre tiene una enorme capacidad de autoengaño, y fácilmente confunde la trascendencia real (lo que nos hace salir en verdad de nosotros mismo) con una imagen mental de la trascendencia, que sigue estando dentro de nosotros mismos y que quizá nos sirve como compensación psicológica ante tantos problemas de la vida o como objeto de un hábil trabajo profesional. Pero es ante el clamor de justicia y de amor de los sufrientes donde verdaderamente nos trascendemos y salimos de nosotros mismos. La reflexión de la primera Carta de Juan ha tematizado de muchas formas y reiteradamente estas ideas: «quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve» (4,20); «todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios; quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor» (4,7‑8).
Se ha dicho, y pienso que con razón, que Jesús proclama a Dios, no contra su negación (el ateísmo), sino contra su manipulación (la idolatría). Jesús, tan comprensivo y cercano con los pecadores y «alejados», es sumamente duro y crítico con quienes son oficialmente más religiosos, y llega a censurar como sus vicios peores lo que ellos esgrimen como sus grandes virtudes. Jesús denuncia las utilizaciones de Dios para encubrir la injusticia y autojustificar el egoísmo; denuncia una fe en Dios que no va acompañada de la afirmación de su Reinado en sus relaciones con el prójimo. «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que pagáis el diezmo de la menta, del anís y del comino, y descuidáis lo más importante de la Ley: la misericordia, la justicia y la fe!» (Mt 23,23). De particular fuerza me parece el texto de Mt 7,21‑23, donde Jesús rechaza a personas muy «carismáticas» que alegan su estrecha vinculación con él: ¡han profetizado en su nombre, y en su nombre han hecho milagros y expulsado demonios... ! (7,22). No se niega que esto sea verdad, pero se afirma que de nada sirve («Jamás os conocí; apartaos de mí»: 7,23), porque lo que de verdad contaba era realizar «la voluntad del Padre», «obrar la justicia» (7,21.23).
4. La moral del Reino de Dios
4. 1. La vida bajo un nuevo horizonte
El Reinado de Dios es la causa de la vida de Jesús ‑centro de su mensaje y clave de sus actitudes‑, y por eso mismo es el concepto que mejor puede articular todas sus exigencias morales. El Reinado de Dios exige del hombre una respuesta y comporta una moral. Pero propiamente no es que la actitud moral haga acceder al Reino de Dios, sino que, más bien, el Reino de Dios, que se le entrega en Jesús, exige y posibilita un nuevo comportamiento por parte del hombre.
Jesús anuncia que la soberanía de Dios, anhelada por toda la tradición bíblica, irrumpe irreversiblemente con su persona y su ministerio. Es una presencia de Dios como misericordia y esperanza, pero que ni se impone ni deslumbra. El Reino de Dios no se compara con los imperios del mundo, sino con la pequeña semilla, que se pudre y muere para fecundar la tierra; con la invisible levadura, que hace fermentar la masa; con el grano de mostaza, tan diminuto pero tan cargado de futuro... Ante todo, Jesús invita a creer en el Reino de Dios, es decir, a creer en esa nueva dimensión de la realidad, invisible, pero ya actuante y que un día habrá de manifestarse en plenitud.
Aceptar el Reino de Dios es un principio nuevo de vida que abre un horizonte insospechado y confiere una enorme libertad. Quien de verdad cree que vive sostenido por el amor de Dios, ni se angustia ni se obsesiona por las preocupaciones de la vida, ni por sus necesidades materiales, ni por su futuro; su máxima preocupación es «buscar el Reino y su justicia», es decir, hacer en la historia la voluntad del Padre celestial (Mt 6,33). En este texto (Mt 6,25‑33) encontramos una reflexión típicamente sapiencial, que recurre a la providencia de Dios y al ejemplo de las aves del cielo y los lirios del campo, pero que Jesús sitúa en el contexto de la revelación escatológica del amor de Dios. Los motivos sapienciales presentes en su predicación tienen un carácter argumentativo y pretenden abrir a los interlocutores a su gran anuncio de la cercanía nueva y salvadora de Dios <10>.
«Para la realidad del Reino de Dios y para las consecuencias que el hombre ha de sacar de él, Jesús utiliza formas argumentativas, como imágenes, comparaciones, parábolas y exhortaciones razonadas, que intentan ganarse el asentimiento y el convencimiento del interlocutor» <11>.
El Reinado de Dios es, ante todo, una experiencia de alegría y de gozo. Es como un tesoro que, cuando uno lo descubre, le llena de alegría (Mt 13,44). Jesús está convencido de que Dios es algo bueno para el hombre. Quien pasea por el campo e ignora el tesoro escondido en él, no lo echa en falta; pero quien lo ha descubierto alguna vez, sabe que es lo más valioso, sin lo cual ya no puede vivir y por lo que merece la pena entregarlo todo.
El Reino de Dios es el valor supremo, que polariza a toda la persona y exige de ella una actitud radical. El principio de la moral judía es que sólo amas a Dios si le amas «con todo tu corazón, con todo tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6,4). Jesús vuelca toda esta obediencia judía monoteísta sobre el Padre que experimenta actuando en la historia.
Sólo se acepta de verdad el Reinado de Dios, es decir, su plan salvífico para la historia, cuando se convierte en el valor supremo. El hombre tiene que estar dispuesto a «vender todo lo que tiene para comprar el campo» (Mt 13,44.46). «Nadie puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará a otro, o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al dinero» (Mt 6,24).
La radicalidad exigida por el Reino de Dios en los textos evangélicos guarda una estrecha semejanza con la radicalidad exigida por el seguimiento de la persona de Jesús (Mc 1, 16‑20; 10, 17‑27). Ningún maestro de la Ley o líder religioso planteó jamás tales exigencias. En cualquier caso, lo que se pone de manifiesto es la relación íntima e indisoluble entre el Reino de Dios y la persona de Jesús, tema que será desarrollado por la Iglesia posterior. La aceptación del Reino de Dios pasa por el seguimiento de Jesús y, viceversa, el seguimiento de Jesús no termina en la relación con su persona, sino que, en última instancia, supone acoger y servir a la causa del Padre en el mundo (el Reino de Dios).
La aceptación del Reinado de Dios abre un nuevo horizonte, que no se basa en un mero cálculo racional sobre las posibilidades del presente. Pero, al verse solicitado por encima de sus propios cálculos y posibilidades, el hombre descubre una perspectiva singularmente humanizadora y razonable. La seducción del Reino de Dios se traduce en un talante moral que tiene que acreditarse, en el diálogo democrático de la sociedad secular, por su capacidad de humanizar, de descubrir profundidades de la realidad y de suscitar caminos nuevos viables. Por otra parte, la creencia en la nueva dimensión de la realidad se basa en la promesa de Dios: el Reino de Dios ofrece nuevas posibilidades de actuación humana. La tradición teológica dice que el imperativo de Jesús (sus exigencias) viene precedido por su indicativo (la presencia de su gracia).
El Reinado de Dios alerta sobre las insuficiencias de todos las realizaciones históricas y de los valores sociales vigentes, suscita capacidad crítica y denuncia la tendencia absolutizadora de los reinos del mundo, aunque no compite con ellos en el mismo plano. Es el sentido último de la disputa sobre el tributo al César (Mc 12,13‑17). La pregunta es muy concreta: «¿Es lícito pagar tributo al César o no?». Como siempre, Jesús replantea la cuestión llevando a sus interlocutores a un plano distinto y más profundo: «lo del César dádselo al César, y lo de Dios a Dios». Esta respuesta introduce un elemento por el que no preguntaban los fariseos y herodianos, y en el que Jesús pone todo el énfasis (está al final de la frase, y sobre él recae toda la fuerza): dad a Dios lo que es de Dios. Jesús no pretende dictaminar qué es lo que pertenece al César, y probablemente no responde de forma directa a la cuestión de la licitud del tributo. Se centra en inculcar lo que sus interlocutores olvidan: la vigencia y supremacía de los derechos de Dios. En este episodio no está en juego la separación de las esferas política y religiosa (tal interpretación es un anacronismo), sino la reivindicación de los derechos supremos de Dios, que se convierten en instancia crítica también de las pretensiones del César. El Reino de Dios no es una alternativa de organización social, pero sí abre perspectivas, alienta posibilidades nuevas y desvela la imperfección y el pecado de todo lo histórico; es una apertura permanente a todo lo que de positivo pueda surgir en la historia, un impulso continuo hacia cotas de mayor libertad y fraternidad .
Jesús parte de una conciencia aguda del anti‑reino, de lo que históricamente se opone al plan de Dios. En buena medida, el Reino de Dios es descrito como una inversión de los valores dominantes en el mundo (Mc 10,42‑45): «Los últimos serán los primeros» (Mt 20,16). Es un ideal de superación de las estructuras injustas y patriarcales; de ahí la bienaventuranza de los pobres y el papel de la mujer en el movimiento de Jesús. El Reinado de Dios se afirma como fraternidad de hombres y mujeres.
Jesús apremió a sus interlocutores a tomar una decisión, dado el carácter crítico del tiempo presente. Precisamente porque el Reino de Dios esta irrumpiendo, es ahora el tiempo decisivo, la ocasión irrepetible que no hay que dejar escapar (Lc 10,23‑24; 12,57‑59; 16,1‑9). El que no se lo juega todo para acoger ahora el Reino de Dios saldrá malparado en el juicio y no participará de su plenitud futura. Precisamente porque el Reino es una realidad ya actuante, se acerca imparable su manifestación futura y gloriosa. La semilla ya se ha sembrado, y nada puede impedir que llegue a madurez (Mc 4,2‑9). Así se entiende la clara referencia que hace Jesús al juicio. Quienes rechacen la invitación divina serán excluidos del futuro Reino de Dios. Jesús ataca a quienes se cierran a su mensaje. Se lamenta de las ciudades galileas (Mt 11,20‑24), reprende a «esta generación malvada y adúltera» (Mt 12,39), en muchas parábolas amenaza a los oyentes judíos que no aceptan la invitación actual del Reino (Mt 21,28‑31; Lc 13,6‑9; 14,16‑24)... Es la hora decisiva, y Jesús amonesta con dureza a los endurecidos.
Este tema se aclara más si comparamos la actitud de Jesús con la de Juan Bautista <12>. Para el precursor, la cercanía de Dios se traduce en la inminencia del juicio, y en ello se basa la llamada a la conversión, que es el tema dominante de su predicación: «Ya está puesta el hacha a la raíz de los árboles; y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego» (Mt 3, 10). Para Jesús, la cercanía de Dios es acogida y misericordia gratuita e incondicional; la respuesta del hombre no es la condición de la salvación, sino la consecuencia de ésta, ya concedida. Dice Schrage que «la actuación del hombre es una consecuencia, no un presupuesto de la venida del Reino de Dios. Ahora bien, se convierte en juicio cuando por parte del hombre no produce las consecuencias pertinentes» <13>.
En Jesús la fe no es exactamente lo mismo que la conversión, a la que precede y supera con mucho en importancia. En efecto, lo primero que se le pide al hombre es fe, entendida ésta como confianza y aceptación de la cercanía de Dios, sea cual sea el estado en que se encuentre, porque Dios se hace gratuitamente cercano a todos. En un segundo momento, Jesús también exige conversión, es decir, la reorientación de toda la vida hacia Dios y su voluntad; pero la conversión surge de la experiencia del tesoro ya descubierto, de la alegría del encuentro con el don. La reorientación de toda la existencia hacia Dios, la conversión, procede de la «seducción» que previamente Dios ejerce con su proyecto de amor (cf. Jr 20,7). Esto es muy importante Para situar correctamente la motivación moral de Jesús.
«Lo que él anunciaba era la buena nueva de la misericordia y la bondad divina, Y sólo para el caso de que los oyentes se cerraran a este evangelio de Dios se añadía un anuncio de amenaza. Lo que Jesús intentaba despertar era la aceptación creyente y confiada de su proclamación del reino de Dios, para congregar a los hombres bajo este reino y moverlos a un nuevo comportamiento. Es, pues, evidente que el primer lugar corresponde a la fe y a la conducta agradecida y amorosa que brota de esta fe» <14>.
La exégesis actual no deja dudas de que Jesús esperó para un futuro cercano e inminente la plenitud del Reino de Dios. Basada en esta Persuasión, la llamada escuela de la escatología consecuente sostuvo que la moral de Jesús, tal como se encuentra en el Sermón del Monte, es una moral del interim; es decir, sus extraordinarias exigencias se basan en la convicción de que sólo hay que contar con un plazo muy breve antes del fin <15>.
Pero, en realidad, el aspecto temporal de la venida del Reino no juega un papel importante en la predicación de Jesús, que se resiste frecuentemente ‑a diferencia de la apocalíptica‑ a todo tipo de cálculo y especulación. Sus exigencias morales se basan fundamentalmente, no en un acontecimiento futuro, sino en la certeza de que el Reinado de Dios ya está en marcha y de que el hombre está incorporado al insólito plan de su amor, que se desarrolla en la historia. Es este hecho el que abre un nuevo horizonte y plantea grandes exigencias, pero también confiere inéditas posibilidades.
4.2. El amor como imitación del Dios del Reino
El Reino de Dios no proporciona sólo perspectiva nueva y motivación propia al actuar humano; también indica lo esencial de su contenido. En efecto, se trata del Reino del Padre, de quien es fuente de vida y oferta gratuita de misericordia y perdón. Acoger este reinado es incorporarse al dinamismo de Dios que se desarrolla en la historia. Aceptar la soberanía del Dios de Jesús es aceptar la soberanía del amor gratuito y promover la vida. La gran exigencia moral del hombre es convertirse en canal transparente y eficaz para que el amor gratuito y engendrador de vida se transmita y crezca en la historia.
Normalmente, Jesús evoca el misterio de Dios a través de las parábolas. Y hay una parábola en el evangelio de Mateo que nos lleva a la raíz del comportamiento del hombre. Un señor perdona a su siervo una deuda impresionante (diez mil talentos), que no podía pagar de ninguna manera, simplemente porque se compadece de las súplicas de aquel hombre, al considerar la situación en que habría quedado (18,23‑27). Pero, cuando ese siervo sale, se encuentra con un compañero que le debe una pequeña suma (cien denarios); entonces lo agarra y lo mete en la cárcel para obligarle a pagar. Los compañeros cuentan al señor lo sucedido, y el señor se lo reprocha diciendo: «¿No debías tu también tener misericordia de tu compañero, como yo tuve misericordia de ti?» (18,34). Propiamente, no se trata de responder a Dios cuanto de corresponder a lo que Él es y hace: «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6,36). En la versión mateana del Sermón del Monte, a partir de 5,20 se presenta «la justicia superior» que debe caracterizar a los que aspiran al Reino de Dios. Se desarrollan seis antítesis entre el comportamiento viejo y el comportamiento nuevo exigido por Jesús que muestran una gradación progresiva y culminan en 5,38‑48: la cumbre del mensa e moral de Jesús es una invitación a superar, en la relación con el prójimo, el cálculo del propio interés, las actitudes de mera reciprocidad; a vencer al mal a fuerza de bien (cf. Rm 12,2 l); es una invitación, incluso, al amor a los enemigos, expresión máxima y desconcertante de la gratuidad del amor. ¿Por qué todo ello?: « ... para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos» (Mt 5,45). El amor desinteresado y gratuito nos hace hijos de Dios, nos incorpora a la vida divina, que quiere manifestarse y extenderse, y nos identifica con la misericordia (Lc 6,36) y con la perfección (Mt 5,48) de Dios mismo.
A diferencia de lo que muchas veces ha sucedido y sigue sucediendo, el Reino de Dios no es para Jesús un ideal en cuyo nombre se puedan absolutizar fanáticamente determinadas causas históricas. Al contrario, para Jesús el Reino de Dios lleva al respeto incondicionado a la persona del prójimo; de otra forma, no significaría la soberanía del amor, el cual se afirma, ante todo, como respeto a la libertad del hombre y como confianza en sus posibilidades. La soberanía de Dios apunta a un horizonte de fraternidad y de justicia, pero, al mismo tiempo, es una exigencia cotidiana de romper el círculo de violencia en el que parece encerrada la historia de la humanidad (Mt 5,38‑42). Cuando surge un amor de este estilo, que aúna la pasión por la justicia con el respeto total por cada hombre concreto, entonces algo de verdad nuevo irrumpe en nuestra historia. Es la suma de la plena radicalidad de la moral de los fines, la utopía del Reino, con la plena radicalidad de la moral de los medios, sin la que no hay utopía a la medida de los hombres concretos (o, si se prefiere, sin la que la utopía amenaza con convertirse en un monstruo que aniquila a los hombres concretos). Parece como si en la moral evangélica latiera la pretensión de sustituir la vieja «ley del más fuerte», tan decisiva en la evolución de las especies, por la «solidaridad con el más débíl» como fuerza generadora de lo realmente Nuevo.
La vinculación que Jesús establece entre el amor a Dios y el amor al prójimo se fundamenta, en última instancia, en su concepción del Reino de Dios (Mc 12,28‑34; cf. v. 34). El reconocimiento del hombre como hermano no es sino la afirmación histórica de la soberanía suprema de un Dios que es Padre. En la parábola del buen samaritano, que dice lo que debe entenderse por «amor al prójimo» (Lc: 10,29‑37), Lucas emplea un lenguaje provocativo, como ocurre casi siempre en las parábolas, para sacudir las convenciones vigentes y dar que pensar. El legista quiere saber «quien es mi prójimo»; pero Jesús invierte otra vez el planteamiento: «¿quién fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?». El punto de partida de la moral no es la preocupación del justo por la construcción de su personalidad moral, sino la urgencia de que se haga justicia al que sufre. Aquí también vale aquello de que sólo quien pierde su vida la gana. La pobreza y la opresión del hombre son lo que más frontalmente se opone al Reinado del Dios de Jesús. El comportamiento del samaritano, el considerado heterodoxo e impuro, se contrapone al del sacerdote y el levita. El samaritano hizo el bien de forma efectiva, desinteresada y con riesgo personal: «tuvo misericordia» (10,37) del caído en manos de los bandidos. En esta parábola (que quizá sería mejor llamar «relato ejemplar») no se menciona nunca el nombre de Dios, ni falta que hace: quien obra tal misericordia reconoce su Reinado. Es el gran mandamiento de Jesús (10,37).
4.3. El Reino de Dios y la Ley
La relación de Jesús con la Ley es un asunto bastante complejo y en tomo al cual se originó un intenso debate en la Iglesia primitiva. No es idéntica la actitud ante la Ley en los diversos escritos del Nuevo Testamento. Y esto se debe a que el tema de la Ley no fue central en la predicación de Jesús.
Jesús era un judío y, en principio, aceptaba la Ley religiosa de su pueblo; pero su predicación se centraba en el Reino de Dios. No es un escriba preocupado por crear un cuerpo de doctrina sobre la Ley y sobre su validez e interpretación. Jesús habla y actúa a partir de la experiencia singular y profunda de Dios como Padre, que se está haciendo ahora misericordiosa y salvíficamente cercano a los hombres. Y habla a partir de esta experiencia de Dios, no a partir de la Ley, con una autoridad verdaderamente insólita. La Ley queda relativizada, porque la salvación no consiste en su cumplimiento, sino en la aceptación del Reino de Dios que se hace presente con Jesús.
Se ha dicho que Jesús es el exegeta de Dios, no el exegeta de la Ley, algunas de cuyas tradiciones interpretativas, tenidas por sagradas, denuncia abiertamente, porque encubren y falsifican la voluntad de Dios (Mc 7, 5‑13); también pide un cumplimiento de la misma no meramente externo, sino que implique a toda la persona desde su interior (Mt 5,27ss). En este sentido, radicaliza la Ley o, mejor, radicaliza la obediencia a Dios. En algunas ocasiones radicaliza las exigencias de la Ley, pero sin contravenirla (Mt 5,21ss.33ss). Pero también hay ocasiones en que el Reinado de Dios le lleva a criticar aspectos de la misma letra de la Ley (Mt 5,31‑32 y par.: Mc 10, 11‑12; Mt 5,38‑48). Jesús vive y expresa la experiencia de Dios como la experiencia de su voluntad humanizadora (su Reino) y como libertad inaudita y provocadora.
4.4. El Reino de Dios y la recompensa
¿Habló Jesús de la recompensa?; ¿la entendió como algo que se gana, al modo de un jornal, o como un don libre y gratuito de Dios?; ¿qué relación hay entre recompensa y Reino de Dios?
Es evidente que la «teología del mérito» ha degenerado a veces en deformaciones ridículas y en interpretaciones mercantiles de las relaciones del hombre con Dios. Esto ha sucedido tanto en el mundo católico como en el judío, aunque sería injusto juzgar por sus deformaciones ambas tradiciones teológicas.
Por supuesto que Jesús habló de la recompensa, por lo general recurriendo a imágenes: « ... porque el Hijo del Hombre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces pagará a cada uno según su conducta» (Mt 16,27; cf. Mt 25,21.23.31‑46; 6,4.6.18; Mc 8,35; 10,29s; Lc 12,37). Las palabras atribuibles al Jesús terreno no se refieren a una recompensa intramundana, sino que hablan de la entrada en el Reino, entendido de forma escatológica y definitiva. Es una recompensa graciosa y otorgada por la pura bondad de Dios, porque el Reino de Dios supera las expectativas y posibilidades humanas (Mt 20,1‑15). El hombre no puede esgrimir méritos y derechos ante Dios: «Cuando hayáis hecho todo lo que os fue mandado, decid: somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer» (Lc 17, 10). Pero el hombre puede y debe confiar en la misericordia del Señor, que le sentará a su mesa en el banquete definitivo.
4.5. Reino de Dios y normas concretas
Jesús mantiene una cierta distancia cuando le plantean cuestiones concretas y no suele responder directamente: «¿Quién me ha constituido juez o repartidor entre vosotros?» (Lc 12,13‑15). Algo semejante hemos visto que hacía ante la candente cuestión del tributo al César. La diferencia con los escribas judíos es notable. Éstos se caracterizan por una moral casuística y posibilista, que intenta acomodar la Ley a las diversas circunstancias de la vida; Jesús, por el contrario, se centra en el anuncio del Reino de Dios y pretende suscitar una actitud sumamente radical en función de esta realidad y del horizonte que implica.
Jesús no hace casuística de las cuestiones concretas, pero tampoco se evade simplemente ante ellas, sino que replantea con más profundidad las exigencias de Dios, buscando una mayor radicalidad y sinceridad (Lc: 12,15; Mc 12,13‑17), y explicita con autoridad la intención última de la Ley: la voluntad de Dios. El amor de Dios al hombre convierte las necesidades de éste en el criterio decisivo de interpretación de las normas. El amor de cada uno a sí mismo debe ser equiparable al que se tenga a los demás (Mt 7,12).
Sería equivocado pensar que la moral de Jesús se resume simplemente a «arna y haz lo que quieras». Jesús inculca las buenas obras, la eficacia en la ayuda al prójimo. Sus palabras no son realmente enseñanzas sobre todos y cada uno de los problemas cotidianos; pero, cuando se refiere a alguno de ellos, destaca la enorme radicalidad de sus exigencias, como se ve, por ejemplo, en el Sermón del Monte. Malinterpretaríamos estas enseñanzas si las tomásemos como una nueva Ley. Son más bien modelos de comportamiento o ideales proféticos que hay que tomar con toda seriedad como algo obligatorio para todos los discípulos de Jesús. Pero estos modelos no abarcan toda la vida y exigen, por tanto, descubrir su intención profunda para actualizarla en función de las diversas circunstancias de la vida.
Pensemos, a modo de ejemplo, en la superación de la permisión del divorcio y la consiguiente declaración de la indisolubilidad del matrimonio (Mc 10, 11‑ 12 y pars.: Mt 5,31‑32; Lc 16,18). Parece claro que aquí Jesús va más allá de la letra de la Ley del AT. ¿Cuál es la intención última de estas palabras de Jesús? Denunciar una ley injusta, basada en la concepción de la mujer como una propiedad del hombre que éste puede abandonar en determinadas circunstancias, lo cual dejaba a aquélla ‑‑dada la consideración de la mujer en aquel tiempo‑ en una situación de suma marginación. La intención última de las palabras de Jesús no es cambiar una ley por otra, sino promover una relación de persona a persona entre el hombre y la mujer, suscitar una relación de amor personal y recíproco, basada en derechos y deberes mutuos. Un amor de este estilo tiende por naturaleza a ser indisoluble. jesús establece un modelo de comportamiento y un ideal profético que deben ser tomados con toda seriedad y como algo obligatorio para quien acepte el Reino de Dios; pero no entra en la casuística sobre qué es lo que ocurre cuando este ideal fracasa en una vida concreta, lo cual puede deberse a mil causas distintas. Ya Mateo (5,3 1; 19,9) introduce una excepción a este ideal del amor indisoluble. En los casos concretos, tan diversos e imprevisibles, habrá que conjugar la obediencia sincera a los ideales proféticos de Jesús con la consideración de todos los aspectos de su mensaje (por ejemplo, la misericordia; etc).
La moral evangélica no es un código inmutable, y sus traducciones concretas exigen una tarea de continuo discernimiento a la luz de la razón histórica y del horizonte del Reino de Dios.
Pero queda por decir algo muy importante. La moral del Reino no es una propuesta al individuo aislado, sino a un pueblo concreto. Sabemos que el Reino de Dios es correlativo e inseparable del Pueblo de Dios. Los ideales morales del Reino son, ante todo, una propuesta para configurar personal y socialmente la vida del pueblo concreto que lo acoge. Ésta fue la tarea de Israel y ésta es, en la perspectiva cristiana, la misión de la Iglesia, la cual debe ser la comunidad que visibilice el carácter humanizante de la aceptación de la soberanía de Dios en la vida comunitaria y en las estructuras sociales. La superación de las relaciones de poder, el compartir los bienes, el amor indisoluble, el amor a los enemigos, la no violencia... son los valores que debe visibilizar socialmente la Iglesia, que es, ante todo, la servidora del Reino de Dios. La Iglesia tiene que misionar, anunciar..., ante todo con su propia vida interna. La común‑unión y la misión son realidades inseparables y que se exigen mutuamente.
Pero la moral de la comunidad cristiana no puede ser la moral de un gueto <16>. Un valor que no es universalizable no es un auténtico valor humano. Habrá que acreditar en el diálogo intercultural y racional el carácter humanizante y liberador de los valores a que hace sensible en cada momento la «seducción» de Dios y de su Reino. La Iglesia no es una comunidad de contraste frente al mundo, sino una comunidad que debe anticipar históricamente la vocación de toda la sociedad. Cuando lo hace, es una «luz entre las naciones»; cuando no lo hace, «por vuestra culpa es blasfemado mi nombre entre las gentes» (cf. Rm 2,24).
Notas:
1. Como bibliografía básica sobre el tema del Reino de Dios y su relación con la moral, ofrecemos la siguiente: R. SCHNACKENBURG, El mensaje moral del Nuevo Testamento, Barcelona 1989, pp. 33‑186; W. SCHRAGE, Ética del Nuevo Testamento, Salamanca 1987, pp. 27‑146; K.H. SCHELKLE, Teología del Nuevo Testan ento. 111: Moral, Barcelona 1975; J.F. COLLANGE, De Jésus à Paul. L'éthique du Nouveau Testament, Neuchátel 1980; J.D.G. DUNN / J.P. MACKEY, Jesus and the Ethics of the Kingdom. Biblical Foundation in Theology, London 1987; P. HOFFMANN / V. EID, Jesus von Nazaret und eine christliche Moral, Freiburg 1976; H. MERKLEIN, Die Gottesherrschaft als Handlungsprinzip, Würzburg 1981 ‑, E. NEUHÄUSLER, Ausspruch und Antwort Gottes. Zur Lehre von den Weisungen innerhalb der synoptischen Jesusverkündigung, Düsseldorf 1962; H. D. WENDLAND, Ethik des Neuen Testament, Göttingen 1970.
2. La expresión castellana «Reino de Dios» puede entenderse de dos maneras: o bien como la soberanía de Dios en ejercicio, o bien como el lugar o las personas sobre quienes se ejerce. El uso bíblico se refiere, ante todo, al primer sentido, que se expresa mejor con la expresión «Reinado de Dios». Pero en boca de Jesús ‑y aquí puede haber una particularidad con respecto al uso de la expresión en el AT y en el judaísmo‑ «Reino de Dios» también puede tener una resonancia espacial, por ejemplo cuando dice «entrar en el Reino». La expresión «Reino de Dios» en el judaísmo se encuadraba dentro de una escatología nacional e intramundana; sin embargo, cuando Jesús utiliza la expresión en sentido espacial, está superando dicha visión. Lo característico del uso jesuánico es, como veremos, la interpenetrabilidad histórica de la salvación divina trascendente. La corriente judía de escatología trascendente designaba el estado de felicidad futura con la expresión «mundo futuro».
3. La bibliografía al respecto es inmensa; por eso, a la ya indicada en la nota 1, añado la siguiente selección: W. WILLIS (ed.), The Kingdom of God in 20th. Century Interpretation, Peabody 1987; H. MERKLEIN, Jesu Botschaft vonder Gottesherrschaft, Stuttgart l983; B. CHILTON, Godin Strength.
Jesus Announcement of the Kingdom, Freistadt 1979; ID., «Regnum Dei Deus est »: Scottish Journal of Theology 31 (1978) 261‑270; H. FENDLER, Die Botschaft Jesu von der Herrschaft Gottes, München 1968; G. KLEIN, «'Reich Gottes’ als biblischer Zentralbegriff»: Evangelische Theologie 30 (1970) 642‑670; LATTKE, «Zur jüdischen Vorgeschichte des synoptischen Begriffs der Königsherrschaft Gottes'», en (P. FIEDI.ER / D. ZELLER, eds.) Gegenwart kommendes Reich. Festschrift A. Vögtle, Stuttgart 1975, pp. 9‑25; N. PERRIN, The Kingdom of God in the Teaching of Jesus, London 1963; ID., Jesus and the Language of the Kingdom. Symbol and Metaphor in New Testament Interpretation, London 1976; J. SCHLOSSER, Le Règne de Dieu dans les dits Jésus, I‑II, Paris 1980; R. SCHNACKENBURG, Reino y Reinado de Dios, Madrid 1967; G. R. BEASLEY‑MURRAY, Jesus and the Kingdom of God, Grand Ra (Mich.) 1986.
4. Cito, a modo de ejemplo, a E.P. SANDERS, Jesus and Judaism, Philadelphia 1985; J.H. CHARLESWORTH,Jesus within Judaism, New York 1988.
5. En algunas ocasiones, Jesús habla de mundo futuro (Mc 10,30; Lc 18,30), de la vida eterna (Mc 10,17.20) y de juicio. Por el contrario, no parece que haya recurrido a los conceptos de paraíso y de alianza.
6. J. JEREMIAS, Teología del Nuevo Testamento, Salamanca 1974, pp. 46‑50.
7. J. SOBRINO, «Los 'signos de los tiempos' en la teología de la liberación», en «Fides quae per caritatem operatur». Homenaje al P. J. Alfaro, Bilbao 1989, p. 256.
8. El uso de] Abbá por Jesús, con todo lo que implica ‑‑dados los usos del judaísmo de su tiempo‑‑‑, ha sido estudiado sobre todo, y con especial profundidad, por J. JEREMIAS, «Abba». El mensaje central del Nuevo Testamento, Salamanca 1981, pp. 17‑90. La teoría de Jeremias que ha sido sometida a examen muchas veces, ha sido recientemente reexaminada con mucho rigor por J. SCHLOSSER, que concluye su corrección fundamental; cf. Le Dieu de Jésus, Paris 1987, pp. 105‑209, especialmente 179‑209. Hay dos puntos discutidos en los que no puedo entrar ahora: 1) La cuestión de si hay oraciones judías del tiempo de Jesús en las que Dios sea invocado como Abbá; en cualquier caso, es claro que la frecuencia con que Jesús lo hace no tiene parangón. 2) ¿Se puede demostrar históricamente que Jesús distinguió entre su propia filiación divina, exclusiva y especialísima, y la filiación divina de los demás? Los textos, sobre todo Mateo y Juan, establecen tal diferencia; pero ¿se remonta ésta a Jesús? Es éste un problema abierto, y muchos autores piensan que no es posible realizar tal demostración. Cf, F. HAHN, Christologische Hoheitstitel, Göttingen 1966, pp. 319‑333; J. GNILKA, Jesus Christus nach frühen Zeugnissen des Glaubens, München 1970, p. 172; H. CONZELMANN, Théologie du Nouveau Testament, Généve 1967, pp. 117‑120; N. BROX, «Das messianische Selbstverstándnis des historíschen Jesus», en (K. SCHUBERT, ed.) Vom Messias zum Christus, Wien 1 Freiburg / Basel 1964, pp. 165‑201; X. PIKAZA, Los orígenes de Jesús, Salamanca 1976, p. 118,
9. H. SCHÜRMANN, «Das hermeneutische Hauptproblem der Verkündigung Jesu. Eschatologie und Theologie ¡m gegenseitige Verhältnis», en Traditionsgeschichtliche Untersuchungen zu den synoptischen Evangelien, Düsseldorf 1968, distingue en la predicación de Jesús las afirmaciones escatológicas de las teológicas. H. MERKLEIN, Die Gottesherrschaft als Handlungsprinzipien, Würzburg 1981, insiste constantemente en que ambas clases de afirmación están íntimamente relacionadas, pero que las escatológicas proporcionan el marco de comprensión de las teológicas; es decir, que es a través de su irrupción salvadora como se da a conocer del Dios de Jesús.
10. D. ZELLER, Die weisheitlichen Mahnsprüche be¡ den Synoptikern, Würzburg 1977; H. MERKLEIN, Op. cit. en nota anterior, p. 42; W. SCHRAGE, Etica del Nuevo Testamento, Salamanca 1987, pp. 44‑51; R. SCHNACKENBURG, El mensaje moral del Nuevo Testamento, Barcelona 1989, pp. 99‑102.
11. D. ZELLER, Op. cit. en nota anterior, p. 183.
12. P. WOLF, «Gericht und Reich Gottes be¡ Johannes und Jesus», en (P. FIEDLER / D. ZELLER, eds.) Gegenwart und kommendes Reich. Festschrift A Vögtle, Stuttgart 1975, pp. 43‑49; J. BECKER, Johannes der Täufer und Jesus von Nazaret, Neukirchen 1972.
13. W. SCHRAGE, Ética del Nuevo Testamento, Salamanca 1987, p. 40
14. R. SCHNACKENBURG, El mensaje moral del Nuevo Testamento, Barcelona 1989, p. 50.
15. A. SCHWEITZER, Das Messianitäts‑ und Leidengeheimnis, Tübingen 1901 (sexta edición: 1956); ID., Geschichte der Leben Jesu Forschung, Tübingen 1951 5ª, pp. 594ss, 631‑642.
16. Ha sido G. LOHFINK quien más ha insistido últimamente en la vinculación entre «Reino de Dios» y «Pueblo de Dios»; cf. La Iglesia que Jesús quería, Bilbao 1986, y El sermón de la montaña, ¿para quién?, Barcelona 1989. En esta última obra insiste en que la moral del Sermón del Monte pretende configurar la vida interna de la comunidad cristiana y hacer de la Iglesia una «sociedad de contraste» frente al mundo. Esta interpretación exegética se inscribe en el seno de la Integriertegemeinde, una comunidad alemana en la que se intenta vivir plenamente las exigencias morales del Sermón del Monte. Su concepto de la comunidad cristiana integra todas las dimensiones de la vida, y Lohfink ha abandonado su cátedra en Tübingen para incorporarse a esta comunidad. Exegéticamente, Lohfink tiene una intuición muy válida, pero las consecuencias eclesiológicas que saca me parecen unilaterales, como expongo brevemente en el texto.